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Revista Ideele N°222. Agosto 2012Los niños siempre acosaron y siempre acosarán.
Doris Lessing
En la arena del mundo somos tigres y leones, nacemos con las garras bien afiladas.
No hay nadie que no tenga agudos colmillos, disposición para la lucha, talento innato…
Daga es la mano, proyectil el puño, flecha incendiaria y venenosa es la lengua y látigo los dedos que abofetean.
José Emilio Pacheco
Actualmente se habla de bullying, también llamado acoso escolar; incluso se utilizan los anglicismos buleador, aquel que maltrata y agrede, física o verbalmente, a un compañero de clases; y buleado, aquel que padece, directa o indirectamente, la agresión. Quedan así identificados los polos: agresor y agredido, víctima y victimario. Se lo utiliza preferentemente para nombrar las agresiones que ocurren en los planteles educativos o en relación con los vínculos que se suscitan en ellos; es el caso del cyber-bullying, que se lleva al contexto de la inagotable e irregulable red, la Internet, y que toma por objeto de burla a algún compañero, maestro o directivo, para lo que se postea una foto o video y se abre una ventana para comentarios.
Recientemente la noción de bullying también se ha empleado para referirse a las agresiones que acontecen en el ámbito empresarial o de cualquier oficina, bajo la noción de mobbing o acoso laboral, moral o de trabajo. Quizá no se llama bullying porque quienes acosan en la oficina no quieren ser tildados de “niños que molestan a otros”. ¡Por favor: somos adultos, necesitamos nuestros propios conceptos que describan a los que agredimos por envidia, celos o coraje! Como vemos, la noción de bullying se ha ido transmitiendo a diversos ámbitos sociales: surgió en la escuela, pero va permeando otras estructuras de convivencia.
Podríamos decir de entrada, intentando abordar algo del sentido que introduce esta noción, que solo existía en EUA, y que a América Latina, como al resto del mundo, ha llegado como producto de importación. De ahí que una de las tareas por hacer consista en seguir las pistas al surgimiento y transmisión de tal concepto, en tanto elemento significante de algo que sucede en el ámbito escolar, parte de la estrategia de lo que hemos nombrado “psicologización y psiquiatrización del ámbito escolar”, que “[…] consiste en el proceso de codificación de lo que el niño o joven —e incluso el adulto— hacen y dicen, de acuerdo con coordenadas de medición, diagnóstico y tratamiento psicológico, neurológico y/o psiquiátrico. Donde cada cosa que acontece debe de ser codificada en términos (variables, rasgos) presentes en un trastorno”.
Si antes los alumnos buscaban defenderse de quienes los agredían, hacerse respetar mediante la reciprocidad en los insultos y golpes, formas de integrarse al grupo, ahora tales actos son adscritos a una cierta “psicopatología escolar” denominada “conductas bullying”, en las que a “víctimas” y “victimarios” se les excluye mediante esta nueva clasificación, poniéndolos en la mira de necesitar tratamiento médico o psicológico. Quizá en unos años al rol de especialistas que son consultados por recomendación de la escuela —médico psiquiatra, psicólogo, psicoanalista, psicopedagogo, neurólogo— se añada el genetista, así como el ingeniero genético, como un exceso del deseo preventivo de erradicar anticipadamente eso intolerable (un ejemplo, en el cine, de esta anticipación extrema lo podemos encontrar en la cinta Minority Report, de Steven Spielberg), con lo que se produce lo que se desea evitar o se constituyen inocentes con culpa, esta última jugada biopolítica por excelencia. Así se transforma al alumno en paciente y a la escuela en pseudo-clínica de salud mental.
Al acomodar experiencias tan diversas bajo un mismo diagnóstico, la diversidad que produce la intersubjetividad se ve aplastada en unas pocas nociones; el caso único se pierde ante el aplastante universo estadístico, que describe, codifica, diagnostica y, lo que es peor, plantea un tratamiento igualmente único para el niño o el joven. Este formato es el modelo de muchas dependencias gubernamentales y privadas.
Sucede lo mismo en el caso de los asesinatos masivos en las escuelas: eso que irrumpe cruentamente en ella pareciera la única posibilidad de hacer escuchar un clamor, algo que no llegó a ser, del orden de lo no realizado. Pero, lamentablemente, no es escuchado por el exceso de diagnóstico psicopatológico anterior y posterior. Así, eso que se quería manifestar, el centro del asunto en juego, cae en el olvido. Y todos sabemos qué sucede con eso que es rechazado en el orden simbólico —como diría Jacques Lacan—: reaparece en lo real con más ímpetu, con más fuerza.

Recientemente la noción de bullying también se ha empleado para referirse a las agresiones que acontecen en el ámbito empresarial o de cualquier oficina, bajo la noción de mobbing o acoso laboral, moral o de trabajo. Quizá no se llama bullying porque quienes acosan en la oficina no quieren ser tildados de “niños que molestan a otros”
El problema no radica solo en el diagnóstico, sino también en las nociones mediante las cuales se intenta codificar algo de la experiencia, siempre diversa y única, entre el docente y su alumno; organizando las causas, los efectos, así como las medidas por tomar, en última instancia se va moldeando la manera de ver y considerar a alumnos y maestros, su lugar y funciones, normativizándolos.
Cuando se plantea que las agresiones que acontecen en la escuela tienen que ver con una sola tipificación, el bullying, se les quita a todas esas agresiones su singularidad, sus detalles, su sentido —incluso a aquellas que son catalogadas como bullying—, a partir de lo cual dichas problemáticas, su sentido y contexto, así como lo que pudieran enseñarnos, son desvinculados del ámbito donde surgen (ante quién, cuándo, cómo, por qué, etcétera), y se “interiorizan” a la manera de un trastorno en el que el maestro, los padres y la escuela quedan fuera; incluso el mismo niño o joven quedan enajenados de su propio problema y responsabilidad, y a partir de ello se impide que respondan por sus actos, pues “el problema” está en el cerebro, cuando no en los genes o en un universo psicológico (patrones de conducta, ciclo de la violencia, etcétera) que parece inalcanzable por la influencia del docente y los padres del alumno.
¿Qué está en juego?
Lo que subyace y atraviesa a la noción de bullying quizá podamos encontrarlo en diversos aspectos, desde el inherente deseo y pulsión humanos por dominar al otro, al semejante. Que se presente en la escuela no es un signo y síntoma de que algo anda mal en el joven o niño, sino de un suceso social más amplio: expresión de las clásicas tensiones entre los “fuertes” y “débiles”, sea por su aspecto físico, ajustado a los criterios de fortaleza-debilidad, fealdad-belleza; de poder económico: pobreza-riqueza; normalidad en la moral, en la forma de pensar y de vivir la sexualidad… los “loosers” en todas las áreas y de todas las edades, que a nadie le gusta ver ni tratar, y que son discriminados. Ésos que para otros otorgan imaginariamente la sensación de perfección y superioridad. Los súbditos y los reyes, las estrellas y los fans.
Si decimos que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda, entonces preguntamos: ¿es el bullying el único amor posible en la escuela? Y si incluso vamos más allá: ¿son aquellos golpes que un esposo o esposa dirige a su cónyuge la única pasión (afecto) que le puede otorgar? ¿A qué se pega cuando se pega? ¿Qué se mata cuando se mata? Interrogantes que apuntan hacia la búsqueda del sentido del golpe, del insulto, del ataque al otro (¿por qué el otro me es molestamente peligroso?), que no es más que otra forma de vincularse con lo “aberrante” no reconocido de sí mismo: algo veo en ti que me mira y me señala; por eso debe ser atacado, acabarse, morir.
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