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Revista Ideele N°222. Agosto 2012Disclosure (1) (pronúnciese ‘discloushur’) es una palabra en inglés que puede traducirse literalmente al español como “exposición”, como en “exponer las evidencias”. Los ‘gringos’ le dan particular importancia en el discurso público porque es una manera de garantizar transparencia. El rótulo full disclosure alude a cualquier información que se pone en conocimiento del auditorio para contextualizar y entender mejor un artículo, un reportaje, un libro, una investigación, etcétera. Lo mínimo que uno le debe al público si realmente tiene la intención de informar.
Esto quiere decir que si un periodista de un periódico ‘X’ publica un artículo sobre un escándalo relacionado a la empresa ‘Z’ y ésta resulta ser parte del mismo conglomerado, es más que pertinente que el texto haga un full disclosure al respecto. Del mismo modo en el que un nutricionista que sale a hablar en televisión debe señalar si trabaja para alguna compañía productora de comestibles. Y de la misma manera con científicos, académicos, periodistas, bloggers y abogados que se pronuncian sobre una controversia sin advertir que tienen o han tenido algún vínculo con una de las partes involucradas.
Pero el disclosure no solo vale para esclarecer intereses económicos y políticos de por medio. Piénsese, por ejemplo, en relaciones amicales o filiales. No es lo mismo leer una reseña firmada de un disco, un libro, un blog o una revista sabiendo de antemano que el autor es amigo, compadre, primo, amante, ex cónyuge, suegro o antiguo compañero de carpeta del autor de la obra, que hacerlo partiendo de la premisa de que la información u opinión vertida en el texto proviene de un razonamiento menos comprometido, por así decirlo. Y esto vale tanto para el comentario favorable como para el ‘maleteo’ despiadado que puede ser muy entretenido a veces.
Me urge, como lector, televidente y usuario frecuente de las redes sociales, reclamar disclosure. Al menos a los medios de comunicación y a las personas o colectivos que juegan a ese papel en la vida pública. Eso porque me parece que hay una enorme contradicción entre el poco uso que se le da a este recurso y lo que hemos oído hasta el hartazgo sobre esta “era de la información” que vivimos, en la que los ciudadanos están más ‘empoderados’ que nunca y “su opinión importa”. Así no, pues. No hay forma.
O nos ponemos de acuerdo de una vez y empezamos a mostrar un poco de consistencia, o mejor tiramos la toalla, nos sinceramos y reconocemos que la transparencia es algo que está bien exigirle a la clase política, que suena bonito como arenga, pero que no le atañe al ‘ciudadano de a pie’.

El rótulo full disclosure alude a cualquier información que se pone en conocimiento del auditorio para contextualizar y entender mejor un artículo, un reportaje, un libro, etcétera. Lo mínimo que uno le debe al público si realmente tiene la intención de informar
No quisiera que se confunda la posición que asumo como una adherencia con ese otro discurso peligrosamente parecido que demanda que “todo tiene que saberse”. No suscribo eso porque creo que existen planos como la intimidad individual y la seguridad nacional, por ejemplo, en los que no es imperativo el disclosure. ¿Por qué?
Porque sobre la vida privada de alguien o sobre cuánto armamento posee un país con un gobierno elegido democráticamente no cabe el debate, toda vez que son asuntos que conciernen estrictamente a los directamente involucrados, por ser éstos los únicos con atribuciones legítimas para decidir o actuar al respecto. Si hubiere perjuicio para la ciudadanía o un grupo específico de por medio, podría entenderse. Pero la experiencia, hasta ahora, nos ha enseñado que ése no es el caso en la mayoría de las veces en las que se ventila ese tipo de información al público. Mucho cuidado, porque entre la ‘magalización’ de la que tantos se quejan y el pensamiento Julian Assange no hay tanta diferencia como podría pensarse.
Éste no es un llamado a la revolución ni, mucho menos, la convocatoria a un movimiento social. Es, sí, una invitación individual, una sugerencia que lanzo a todo aquel que ha llegado hasta este párrafo y reconoce en los ejemplos que doy una situación recurrente cada vez que abre un periódico, prende la ‘tele’, revisa su TL en Twitter o abre un enlace que algún amigo colgó en Facebook.
Me alegro por los que tienen una chamba (la que fuere) en la que están contentos, les pagan bien y comparten la postura política o ideológica de esa chamba (también por las razones que fuere) a la hora de emitir una opinión. También me da mucho gusto por quienes quieren dar una mano a sus amigos a la hora de difundir o publicar contenido. Me parecen prácticas legítimas y que no tienen por qué ser perversas por definición.
Ahora, si aquel trabajador o amigo leal no tiene la delicadeza y la mínima cortesía de advertir explícitamente a sus lectores o seguidores sobre ese vínculo, creo que es justo reclamárselo y pitear por ello si es necesario. El “liderazgo de opinión”, de un individuo o una empresa, le debe algunas cosas mínimas a su público. No puede haber discusión, ni mucho menos consenso, si no tenemos la película clara desde el comienzo.
Entiendo, como alguien que tiene algún tiempo trabajando en medios de comunicación (y que se ha visto en esa posición), que muchas veces el espacio en un texto es tirano, que los jefes a veces son caprichosos y que, en última instancia, esta mala costumbre no siempre es reflejo de deshonestidad, sino, paradójicamente, de falta de reflexión. Pero siento que ya tuve suficiente de eso. Hasta aquí nomás en lo que a mí concierne.
Desinformar no solamente es crear cortinas de humo o difamar; es también manipular la opinión de otros con el silencio selectivo. Y nadie con un mínimo de escrúpulos y convicciones democráticas quiere ser parte de eso.
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(1) Comenzando por casa con el disclosure. Este texto fue originalmente publicado y compartido por el autor en su cuenta de Facebook el 14 de junio de este año. Es reproducido aquí por invitación de ideele.
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