¿Cambió Humala?

Escrito por Revista Ideele N°221. Julio 2012

Desde siempre, el principal peligro de tener a Ollanta Humala en el poder no ha sido que se ubique a la izquierda o a la derecha del espectro político, que existiese el riesgo de que lleve a cabo el más que progresista plan de la Gran Transformación, o que la transformación espectacular hacia el conservadurismo la haya sufrido él mismo. El peligro de Ollanta Humala fue y es su visión autoritaria, vertical y militarista del poder.

Así que no es que Humala haya cambiado jamás, sino que mientras quienes se acercaban a él trataban de verlo como una encarnación de sus propias expectativas, el ex comandante solo procuró, mientras le era útil, evitar decepcionar a nadie. Dejó que los intelectuales progresistas de Ciudadanos por el Cambio se convencieran de estar promocionando a un izquierdista que desconfiaba del mercado; no tuvo que fingir sentirse halagado cuando los Vargas Llosa lo erigieron como la personificación de los valores liberales y democráticos en el Perú (Álvaro Vargas Llosa lo comparó con Milton Friedman), y ahora disfruta de la imagen desarrollista conservadora que tienen los empresarios, y, en general, la derecha de él.

Pero el pensamiento que supuestamente representaba —o representa— Ollanta Humala no era —es— otra cosa que el reflejo de lo que los demás querían y quieren ver en él. No existe pensamiento ni ideología en Ollanta Humala, más que aquél que se inculca en los cuarteles: orden. Pudo haberse tratado de un orden de izquierda a lo Velasco o de un orden de derecha a lo Fujimori, pero, sea como fuere, lo que siempre debimos temer era la reedición, tal vez matizada, del autoritarismo antiliberal de sus modelos a mano.

Recordemos que el debut político de quien llegó a ser identificado como el Capitán Carlos fue el teatral intento de derrocar a un Fujimori que ya iba de salida, el 29 de octubre del 2000, en Locumba. Su siguiente jugada política fue otro efectista pedido de renuncia presidencial —con toma de comisaría y muertos incluidos—, monitoreada a la distancia, como reacción a su abrupto pase al retiro, el 1.° de enero del 2005 en Andahuaylas, a través de su hermano Antauro. Y golpes fueron los que en su momento sacaron de su entorno al asesor filochavista Manuel Monereo o al tal vez demasiado moderado para su gusto Salomón Lerner Ghitis.
Puede que hayan sido las interminables e improductivas discusiones de sus asesores de Ciudadanos por el Cambio, o la impaciencia propia de un ex militar que de pronto es ascendido al único grado superior al de General del Ejército, pero el hecho es que Humala decidió desprenderse en algún momento del maquillaje político y optó por el aparentemente más efectivo mangoneo militar. El “Conga va” no es otra cosa que una orden impartida, que en la estructura castrense debía ser obedecida sin dudas ni murmuraciones.

No es que Humala haya cambiado jamás, sino que mientras quienes se acercaban a él trataban de verlo como una encarnación de sus propias expectativas, el ex comandante solo procuró, mientras le era útil, evitar decepcionar a nadie

El resultado no ha podido ser peor. Quince peruanos muertos en protestas que nos han ganado el mérito, señalado en un artículo de The New York Times, de tener el Gobierno que mata a más civiles durante protestas de toda la región. Ni todos los comerciales de la Marca País podrán contrarrestar tal imagen de ignorancia y “desprecio casi criminal hacia el valor de la vida humana” que tenemos hoy. La credibilidad del Estado como árbitro en los conflictos socioambientales está tan venida a menos, que el Gobierno ha tenido que buscar en representantes de la Iglesia católica el rol mediador con el que se supone cuenta el propio Estado. Dos gabinetes ministeriales se han venido abajo por la incapacidad política del Ejecutivo.

Y es que ni los peruanos son soldados ni el abuso del monopolio de la fuerza convierte al país en un cuartel. En este su primer año —y después de tratar de gobernar al país en casi permanente estado de emergencia—, Humala está empezando apenas, a un costo demasiado elevado, su aprendizaje político. La población no atiende a órdenes sino a propuestas, y éstas se cuestionan y discuten hasta considerarse aceptables, sin necesidad de que intervengan las balas. La democracia equivale pues a desorden y paciencia, todo lo contrario de lo que se aprende en un ambiente castrense.

Así que, volviendo a la pregunta del título, el asunto no es si Humala mutó o no; de hecho, pienso que no pudo transformarse desde algo que nunca fue. Lo relevante es saber más bien si todavía está a tiempo de cambiar. Si es posible para él desaprender la marcialidad, disciplina e impaciencia propias de la vida militar; y, más bien, cultivarse en la más difícil, civil, rebelde e impredecible coreografía de la democracia liberal. Eso importa más que el hecho de que se defina como un mandatario de derecha o de izquierda, y el ejemplo está en que al mismo tiempo que un autócrata dizque “secuestrado” por la derecha está imponiendo Conga en el Perú, un déspota de izquierda impone el proyecto minero de Zamora Chinchipe en Ecuador.

Acostumbrarse a los modales de la democracia, sea cual sea la bandera ideológica que flamee en Palacio, obligaría al mandatario a tratar de persuadir a la población sobre la conveniencia de un proyecto de explotación de recursos o de las bondades de una reforma en el sistema de pensiones. Y también implica arriesgarse a ser persuadido por opiniones de afectados y expertos. Es eso, o persistir en superarse a sí mismo en el macabro récord de civiles asesinados en nombre de la disciplina y el orden.

Sobre el autor o autora

José Villaorduña Aristondo
Economista por la Universidad de Lima. Magíster en Sociología y Docente en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ex Jefe del Gabinete de Asesores y Director Ejecutivo de la Unidad Ejecutora Perú Seguro del Ministerio del Interior.

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