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Revista Ideele N°221. Julio 2012En el Perú, el 24 de junio de 1969 el llamado Gobierno Revolucionario (que de revolucionario, sabemos hoy, tuvo poco) de Juan Velasco Alvarado promulgó la Ley de Reforma Agraria. Con ello no solo se dio inicio a una profunda reforma de la distribución de la propiedad de la tierra en el país, sino también un cambio de categoría: desde entonces se dejó el término “indio”, por ser considerado peyorativo, para pasar a usar oficialmente el de “campesino”, considerado más digno. Así, los 24 de junio ya no serían más los días del “indio” sino los del “campesino”.
En paralelo, a lo largo de los años setenta y ochenta se gestaba de forma global todo un movimiento para la defensa de los derechos indígenas (no de los campesinos). Promotoras como Cultural Survival, creada en 1972 por antropólogos de la Universidad de Harvard, comenzaron a gestar un sistema de lobby internacional sobre organizaciones multilaterales como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo para impulsar normativas a favor de las poblaciones indígenas del mundo. Asimismo, auspicios como el de la ONU en 1977 para conferencias sobre poblaciones indígenas y la posterior creación del Grupo de Trabajo (GT) sobre Poblaciones Indígenas de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección de Minorías, entre otros factores, hicieron que se cree un espacio propio para lo indígena en el sistema de organizaciones internacionales.
Se podría decir que el interés en lo indígena se remonta en realidad a la década de 1940, cuando la Organización Internacional del Trabajo (OIT) elaboró un estudio sobre la situación de los trabajadores indígenas; y que esta misma organización produjo en 1957 el Convenio 107 sobre Poblaciones Indígenas y Tribales. Muestras, ambas, del temprano despertar de lo indígena. Pero lo cierto es que solo con el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la OIT —que probablemente no hubiera aparecido sin la labor de la GT—, aprobado en 1989, la cuestión de lo indígena no tendría el alcance global que hoy tiene. Globalidad que se consolida con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas aprobada en septiembre del 2007.
Así, desde la reforma agraria de Velasco de 1969 hasta la actualidad, la categoría de campesino se ha nublado cada vez más en el Perú, al punto que su uso ha quedado restringido a espacios académicos especializados de las ciencias sociales como el campesinado en la antropología o la sociología rural. En efecto, se constata hoy en el Perú una especie de “boom indígena”. Alguien podría objetar y decir que en realidad lo indígena (y no lo campesino) en el Perú siempre estuvo presente si nos fijamos ya no en los Andes sino en la Amazonía, pues en el temprano año de 1969 (el mismo de la reforma) se formó el Congreso de los entonces llamados amuesha (hoy yanesha), y que luego, en 1981, se convirtió en la Federación de Comunidades Nativas Yanesha (FECONAYA), que sigue funcionando, al menos formalmente. Sea como fuere, lo cierto es que lo indígena no ocupaba en ese entonces un tema central en el escenario nacional: no se había producido aún el boom.
Pero lo curioso, por decir lo menos, de este proceso de nublamiento de lo campesino y efervescencia de lo indígena es que no existe una definición universal sobre qué es un indígena (lo mismo se podría decir para el campesino o el indio de los periodos anteriores, pero ése es otro tema). Lo único que tenemos son criterios de identificación, no definiciones. En efecto, según el Convenio 169 de la OIT un indígena es: 1) el que desciende de poblaciones anteriores a la época de conquista o a la colonización o al establecimiento de las actuales fronteras estatales y conserva todas o parte de sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas; y, 2) aquel que tiene conciencia de su identidad indígena, es decir, el que se autodetermina como tal. Es claro que con este tipo de criterios no solo no se puede definir a un indígena de forma universal: tampoco es posible construir variables ‘operacionalizables’ (la palabra es horrible, pero es de uso técnico) para, por ejemplo, realizar censos y encuestas. En los llevados a cabo en el Perú, han sido tres las principales formas de ‘operacionalización’: la lengua materna, la autoidentificación y la variable raza/fenotipo/color de piel. O sea: si mi lengua materna es, por ejemplo, el quechua, ¿soy indígena?; si me digo a mí mismo que soy awajún, aunque no hable el idioma y no haya nacido en el territorio pero me autoidentifico como tal, ¿soy indígena?; ¿qué elementos hacen un fenotipo indígena y otro no?

Así, desde la reforma agraria de Velasco de 1969 hasta la actualidad, la categoría de campesino se ha nublado cada vez más en el Perú, al punto que su uso ha quedado restringido a espacios académicos especializados de las ciencias sociales como el campesinado en la antropología o la sociología rural
La situación se complica más cuando —como mi investigación en curso da cuenta— muchos de los aimaras de Puno actualmente no se reconocen ni como campesinos ni como indígenas ni como andinos ni como cholos, sino simplemente como aimaras. Es decir, ser aimara no significa, inmediatamente, ser indígena.
Con todo lo hasta aquí dicho se comprenderá que la Ley de Consulta Previa, antes que solucionar algo, traerá con mucha probabilidad más conflictos que calma, pues cuando se haga pública la Base de Datos Oficial de Pueblos Indígenas elaborada por el Viceministerio de Interculturalidad, ¿con qué criterio operativo se le dirá a alguien que no es parte de un pueblo indígena? De hecho, varios de los que fueron convocados por el Estado para ser intérpretes en lengua indígena de esta Ley venían en calidad de indígenas, pero no se enteraron de que eran vistos como tales sino hasta que llegaron a la oficina de Ministerio de Cultura.
Es posible entonces colegir que urge pasar de tener solo criterios a definir lo indígena. Mi argumento es que ésta es una tarea inútil. No porque no exista una identidad “indígena” o de lo que fuera, sino porque no se puede hacer de ella un política pública exitosa, es decir, una que en efecto resuelva los problemas de los “indígenas”. Los críticos de las llamadas “políticas de la identidad” suelen recurrir al argumento —a estas alturas, de Perogrullo— de que las identidades son relaciones cambiantes, que se definen por la existencia de “otro”, etcétera, y que, por tanto, “aprisionar” una identidad en categorías operativas o en indicadores (como requiere toda política pública) es imposible. No me interesa aquí hacer eco de esto, sino dejar esbozados algunos interrogantes: ¿Es el problema de los indígenas en realidad un problema de identidad étnica?; es decir, ¿el problema central es que no se reconocen sus derechos ancestrales, su lengua, su territorialidad, su cosmovisión, etcétera?
Piénsese en lo siguiente: Bolivia y Ecuador han llevado a nivel constitucional la idea de la plurinacionalidad en reemplazo de la vieja idea de Nación (una lengua, un idioma, una identidad), pero sus problemas étnicos no se han solucionado: en ambos países las bases sociales “indígenas” que llevaron al poder a sus actuales presidentes están movilizándose en contra de ellos o posicionándose como opositores del Gobierno. La lectura promedio que se hace de esto que sus gobernantes traicionaron a las bases sociales que votaron por ellos; mutatis mutandis, ¿no es lo mismo que pasa aquí con Ollanta Humala?
Considero que el argumento de la traición, antes que clarificar algo, en realidad oscurece lo central: que el problema “indígena” no es tanto un problema étnico cuanto uno de distribución y apropiación de capitales educacionales, económicos y simbólicos. Dicho de otro modo: el problema no es que no haya derechos o políticas públicas que respeten las “cosmovisiones indígenas”, sino que no existe una estructura institucional que haya sido creada por-para-con los “indígenas”. No me refiero al hecho de que no se los haga participar, sino a que el marco mismo de participación sea creado por-para-con ellos. En simple, no es tanto un problema “indígena” cuanto de legitimidad. Por lo que me atrevo a decir que toda política pública (y aun todo movimiento social) basado en la identidad está condenada al fracaso.
Concluyo sugiriendo la siguiente idea: el problema no está del lado de la idea de Nación (¿cómo hacer para ser una nación integrada?, ¿sería preciso una plurinacionalidad?, etcétera), sino de las estructuras formales del Estado a secas. Así, antes que pensar en cómo elaborar políticas públicas que hagan frente a la diversidad cultural del país, hay que comenzar a estudiar si los actuales marcos institucionales sirven para esa diversidad; para decirlo con otras palabras: no solo hay que pensar en reformas y fortalecimientos institucionales, sino también en la creación de otras, y quizá hasta en imaginar otro tipo de Estado a secas.
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