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Revista Ideele N°221. Julio 2012Cuando llegué al Perú, el 1.° de febrero del 2012, tenía claras cuatro cosas: que existía un lugar mágico llamado Machu Picchu; que me iba a encontrar con el auge de la comida fusión; que entre 1980 y el 2000 el país enfrentó el periodo más violento de su historia republicana (tal como lo calificó la CVR), y que se encontraban implementando, o haciéndolo medianamente, un Plan Integral de Reparaciones (PIR) para las víctimas del conflicto armado, acerca del cual yo iba a investigar.
A medida que fui entrando en la cotidianidad limeña, me fui dando cuenta de algo terrible que antes de viajar nunca llegué a visualizar: a pesar de los comentarios de algunos amigos peruanos, me encontré con una capital tremendamente racista, discriminadora y con la pretensión de ostentar un poder colonial que, además de parecerme ridículo, considero perjudicial para el desarrollo de un proyecto de nación liberal.
Luego de un mes en el Área de Gobernabilidad y Derechos Humanos del Instituto de Defensa Legal (IDL), con el conflicto armado interno estudiado, después de muchas horas de lectura y contextualización, viajé a Julcamarca, provincia de Angaraes, departamento de Huancavelica, con el propósito de conocer más de cerca la realidad de los afectados en este distrito y sus centros poblados Arcuilla, Cahua y Yuraccocha, su percepción sobre la implementación del PIR y su lucha por la justicia y por darle eco a su voz.
A tres horas (por vía terrestre) de Huamanga hallé un pueblo abandonado en medio de los Andes, donde el efecto del “maravilloso” crecimiento económico peruano no llega todavía ni ha llegado nunca; un lugar por donde el fantasma de la violencia se pasea sigilosamente; donde el recuerdo de los abusos, torturas, violaciones sexuales de mujeres, desapariciones forzadas y asesinatos vive en silencio dentro de cada persona; una zona olvidada por el Estado y sus instituciones, y desconocida y sin interés para parte de la sociedad peruana.
Un lugar que sufrió descarnadamente los efectos del conflicto desde el año 1983, donde se instaló una base militar entre 1984 y 1994, y donde se arrojó a la población civil a un fuego cruzado entre Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas.
Algunas mujeres recuerdan: “No me dejaban los militares. Yo tenía miedo de vivir atrás en mi pueblo. Yo me venía a vivir aquí, entonces aquí también no me dejaban, venían, me violaban. Siempre venían, me violaban; así me maltrataban, me pegaban, me violaban” (mujer habitante de Julcamarca).
“He recibido maltratos; por ejemplo, había cuatro bidones de agua con hielo: ahí me pusieron desnuda y me maltrataron ahí con… tenían ahí unos palos así grandes, con eso empezaron a maltratarme. Sin embargo, también estaba embarazada de 6 meses; a pesar de eso no han tenido compasión conmigo, han tratado de maltratarme diciéndome que yo tenía que contar dónde estaban ellos (Sendero Luminoso), cómo fueron, que cuántos mataron, pero realmente desconocía de todos sus actos de ellos. Y bueno, al final de todo ese castigo me llevaron a no sé qué lugar, a oscuridad para asesinarme, con el armamento todo, me pusieron al oído, a la boca, todo. De ahí prácticamente he ido con los matones, pues no había más gente de ese tipo y no sé qué compasión habrían tenido: me devolvieron, no me hicieron nada, me metieron al hueco, me querían enterrarme, y yo simplemente dije acá, bueno, será la muerte pues, que ya más allá no podía defenderme yo sola y me devolvieron a la investigación (interrogatorio) nuevamente” (mujer habitante de Arcuilla).
Fue muy común escuchar: “Sendero sacó mi esposo y lo mataron allá arriba en el rincón y saquearon toda mi casa. Tanto yo como mis hijos, de miedo, de temor, ya no dormíamos en la casa, dormíamos en los cerros, debajo de los árboles, llorando nos escapábamos, por encima de las piedras, por encima de las espinas para ocultarnos para que no nos mataran” (mujer habitante de Cahua).
En cuanto a la justicia y a la reparación, algunos piensan que “para que se haga justicia tiene que haber una buena reparación, es lo que quisiéramos… De alguna forma se habrá hecho justicia, el 100% no, porque nuestra familia nunca va a revivir, pero eso sí de alguna forma nos aliviaría” (hombre habitante de Julcamarca).
“No, no nos consideramos reparados, no se hizo justicia. No lo creo, no lo creo así. Teniendo en cuenta que los gobiernos de turno han influido para que los agresores, especialmente de los agentes del Estado, que fueron tan agresores o más agresivos que los subversivos, ellos no han pagado sus culpas”(hombre habitante de Julcamarca).
“El Gobierno de la República debería ponerse la mano al pecho. Sabe muy bien que yo fui afectado, sin nada me he quedado, y que tanta necesidad he tenido y hasta ahora mismo no puedo recuperar. Mis hijos han quedado también sin estudiar, sin completar sus estudios por esa causa. Entonces, yo necesitaría un apoyo por lo menos”(hombre habitante de Arcuilla).
“Las autoridades tomen conciencia, pues, y nos cumplan; es lo que quiero. Nosotros elegimos a nuestras autoridades y ni siquiera nos recuerdan; con nuestros votos las autoridades están arriba sentados, pero sin embargo ¿a nosotros nos reconocen algo?” (hombre habitante de Yuraccocha).
Luego de haber hecho 50 entrevistas, podría escribir, hasta el cansancio, más y más historias desgarradoras, testimonios que evidencian una frustración muy fuerte por el abandono del Estado y por ver que se les está escapando la vida sin poder obtener siquiera un poco de justicia. Como éstas, muchas poblaciones siguen excluidas, sin ser reconocidas por “la sociedad peruana” como ciudadanos, como seres humanos, como hermanos, como peruanos.

Hallé un pueblo abandonado en medio de los Andes, donde el efecto del “maravilloso” crecimiento económico peruano no llega todavía ni ha llegado nunca; un lugar por donde el fantasma de la violencia se pasea sigilosamente; una zona olvidada por el Estado y sus instituciones, y desconocida y sin interés para parte de la sociedad peruana
Cuando regresé a Lima tuve la oportunidad de reunirme con académicos, especialistas en temas de conflicto y reparaciones, con miembros del movimiento de derechos humanos y con funcionarios de instituciones del Estado. Sé que se ha hecho algo, que las reparaciones colectivas continúan, que para las reparaciones económicas individuales se ha aprobado un presupuesto sustancialmente mayor que el del año anterior, que hay gestos por parte del Gobierno, pero los gestos no son suficientes. Reconozco, como algunas personas del Gobierno, que la enorme incapacidad institucional hace más difícil la implementación del PIR. Pero esa limitación no puede constituirse en una respuesta para los afectados, que tienen el derecho de obtener reparación.
El Estado, además de tener el deber de otorgar reparaciones integrales y dignas, debe garantizar justicia, rendición de cuentas, así como la no repetición de las graves violaciones de los derechos humanos y de las circunstancias que las hicieron posible. El Estado (y hago referencia a todos los gobiernos, el de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala) no puede favorecer tan descaradamente la impunidad, no puede ejercer presión en las decisiones del Poder Judicial, y no puede proteger de manera insolente a las fuerzas militares que tantos abusos y crímenes cometieron, en lugar de proteger a la población.
Por eso cuando recuerdo sus voces quebradas, su llanto, la infinita tristeza de sus ojos, sus manos desgastadas por el duro trabajo de la tierra, me pregunto si alguna vez un limeño ha sentido culpa por el eterno sufrimiento de estas personas, si se ha puesto a pensar en el desconsuelo y la situación en la que viven, si no les da vergüenza saberse cómplices de tanto mal.
Cuando evoco esa frustración dolorosa de no sentirse reconocido como persona y sujeto de derecho por el Estado, de ni siquiera ser escuchado, de no tener voz ni en su propia tierra, me pregunto: ¿Será que los agentes del Estado serían capaces de sentir solidaridad solo si hubieran asesinado, torturado o violado a alguno de sus familiares?
¿O es que el Estado de derecho en el Perú no existe, que la llamada “transición democrática” fue un cambio de sistema político que siguió perpetuando el poder en las mismas manos, y que lo poco que se ha logrado ha sido una media verdad, y justicia y reparación a medias?
Tres meses después culminaba mi viaje. En el avión volví a pensar en las cuatro cosas claras que tenía antes de llegar. Ni Machu Picchu ni la comida peruana lograron cautivarme, pero nunca olvidaré a Julcamarca, a su gente maravillosa y con esa cicatriz de desolación que no sana. Entonces me acordé de esa canción que un compatriota mío alguna vez hizo tan popular y me dije: ¿Seguirá siendo Julcamarca la tierra del olvido…?
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