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Revista Ideele N°220. Junio 2012¿Qué podemos decir de los primeros 11 meses del presidente Humala? No deja de ser interesante constatar que hemos pasado del hombre que tuvo la sagacidad de jurar por la Constitución de 1979, al hombre que estaría coqueteando con la posibilidad de nombrar a Luis Castañeda como primer ministro. La respuesta básica a este comportamiento es bien conocida: el pragmatismo, la idea de que el gobierno es el arte de adaptarse a las circunstancias. No obstante, el pragmatismo puede verse reflejado de maneras muy diferentes, como demuestran las experiencias de Alejandro Toledo y Alan García.
El gobierno de Toledo, el de “todas las sangres”, fue un esfuerzo sincero —hacia el año 2000— por formar una coalición de centro, con personalidades de izquierda y de derecha. Este “pragmatismo” fue producto de la extrema polarización que ocasionó el fujimorismo desde los inicios de la campaña para la reelección de Fujimori, allá en 1997 (año en que los tres miembros independientes del Tribunal Constitucional fueron destituidos de sus cargos). La coalición antifujimorista combinaba elementos de izquierda, liberales y socialcristianos. Era natural y electoralmente rentable, en ese sentido, que un liderazgo construya sobre la base de este discurso. No obstante, este esfuerzo sincero fue saboteado —a decir de sectores tanto de izquierda como de derecha1— por la actitud vacilante del presidente Toledo, presto a descansar en figuras leales de difícil adscripción ideológica (Ferrero, Bruce, Waisman, Sheput) y reacio a mostrar un discurso coherente más allá del famoso “chorreo” y el “déjenme trabajar”. Lo mismo pareciera estar haciendo Humala al desembarazarse rápidamente de las personalidades más programáticas (“ideologizadas”, dirían algunos) que lo acompañaron en su campaña electoral y preferir la compañía de los leales (Heredia, Villafuerte, Valdés, Otárola). Su más reciente publicidad en Facebook —que lo califica como un Presidente “de obras”— pareciera embarcarnos en un nuevo tipo del “discurso del chorreo” (que, a diferencia de Toledo, no podrá ser justificado con ninguna crisis asiática previa sino con su incapacidad para replantear el modelo económico, así sea en los términos bastante moderados de la Hoja de Ruta). Las explicaciones sobre la gran transformación “a paso lento” no hacen sino provocar risa en algunos sectores y exasperar los ánimos en otros (quizá los mayoritarios).
Por otro lado, el gobierno de García, el de “El Perú Avanza”, estuvo regido desde sus inicios por un intento sincero de gobernar con los sectores conservadores —recordemos que Rafael Rey fue ministro de Industria desde julio de 2006— que popularizaron la idea del crecimiento a secas y de la amenaza de los “comunistas regionales”. También García partió de cierto pragmatismo al propulsar esta coalición: los resultados para la segunda vuelta del 2006 lo aliaron naturalmente con la derecha. Sin embargo, a diferencia de Toledo, García no descansó en “leales” durante su mandato —mucho menos en apristas, como cualquiera puede constatar de una conversación rápida con militantes del partido. Más bien, varios independientes ganaron protagonismo político, como Mercedes Araoz, José Antonio Chang y Oscar Ugarte. Al mismo tiempo, García sí brindó un discurso coherente durante sus cinco años, tan coherente como polarizante, y que estuvo en la base del voto por Humala en la primera vuelta de las elecciones del 2011 (y también del magro voto aprista en las legislativas de ese mismo año).

El gobierno de Toledo, el de “todas las sangres”, fue un esfuerzo sincero —hacia el año 2000— por formar una coalición de centro, con personalidades de izquierda y de derecha. Este “pragmatismo” fue producto de la extrema polarización que ocasionó el fujimorismo desde los inicios de la campaña para la reelección
El presidente Humala pareciera debatirse aún entre estos dos estilos: por un lado, el de refugiarse en leales o en independientes; y, por otro, el de tener un discurso coherente o uno que, refugiándose en la ambigüedad, contente a todo el mundo. Sobre el primer punto, vemos leales cercanos al Ejecutivo (Valdés, Villafuerte), pero también vemos independientes (Carranza, Trivelli). La lealtad, de por sí, no es un escollo para el buen gobierno. No obstante, dada la tremenda pobreza de las organizaciones políticas peruanas, lealtad significa por lo general empoderar dentro del partido (o del partido en el Gobierno) a ciertas personalidades por el mero hecho de ser amigos del líder, y no por sus conocimientos especializados en un tema específico.
Por otra parte, teníamos dos discursos coherentes —la Gran Transformación (con sus alusiones “kirchneristas”) y la Hoja de Ruta (con sus alusiones lulistas)—, pero terminamos encallando en los últimos meses en el discurso de las “obras” y de la “inclusión social”, tan manidos que no se entiende cómo el asesor Favre no recomienda su desuso. En ese sentido, el Gobierno de Humala podría estar mimetizándose peligrosamente con el estilo que llevó a Alejandro Toledo al 8% de aprobación.
No existe aún evidencia clara de que el régimen apueste —con la misma convicción con que lo hizo García— por un gobierno con los sectores de la derecha. Si bien el lenguaje del presidente del Consejo de Ministros, Oscar Valdés, pareciera por momentos apuntar a ello (“olvídese de la gran transformación”, “CVR teatral”, etcétera), aún queda la posibilidad de que ese lenguaje termine saliendo con él el próximo 28 de julio. Por otro lado, como reflexionaba anteriormente, este tipo de lenguaje, si bien polariza en extremo, es útil en el sentido de darle más contenido al discurso de un gobierno que hoy por hoy descansa más en slogans.
Auscultando en el Gabinete, aún vemos a personalidades —minoritarias, ciertamente— que hubiésemos esperado de un Humala apuntando a ser Lula: Trivelli, Salas, Roncagliolo, Peirano. Extraña que entre los críticos del Presidente no se rescate positivamente la presencia de estas personas. Lo que puede terminar sucediendo, más bien, es que algunos sectores de izquierda, asociados a las movilizaciones en Cajamarca y otras regiones, terminen apuntalando una profecía autocumplida del “Humala neoliberal”: al aumentar sus niveles de conflictividad con el Gobierno, éste puede optar por descansar en el apoyo leal —y siempre presto— que, por default, le brindan los sectores conservadores. Nuevamente, las similitudes con la experiencia del gobierno de Toledo saltan a la vista.
La posible salida de Valdés abre preguntas interesantes en torno al futuro del Gobierno. Otro de los leales al candidato Humala —Salomón Lerner— terminó fuera de la Presidencia del Consejo de Ministros y, junto a él, todo un estilo de gobierno. Con Valdés podría suceder lo mismo. No obstante, despertaría preocupación constatar que si con Salomón Lerner y con Oscar Valdés el Gobierno se ha sentido debilitado, ¿qué tipo de ministros busca el Presidente? La apuesta por gestores no políticos —o por políticos con fama de gestores, como Luis Castañeda— se convierte así en una tentación muy grande (y en una fuente de conflictividad mayor para los próximos meses).
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1 No hace falta sino leer las críticas a Toledo de Alberto Adrianzén y Aldo Mariátegui, por citar dos personalidades ubicadas en los polos opuestos del continuum ideológico.
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