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Revista Ideele N°308. Enero-Febrero 2023“Detrás del rechazo de ciertas formas visibles de violencia, a menudo se esconde otra violencia más insidiosa, que es la de quienes desprecian lo diferente, sobre todo cuando sus exigencias perjudican sus intereses”. Estas expresiones fueron parte del saludo dirigido la señora Presidenta de la República por parte del Nuncio Apostólico de la Santa Sede en el Perú, Paolo Rocco, con motivo del año nuevo 2023, en representación del Cuerpo Diplomático acreditado en el Estado peruano el pasado 25 de enero.[1] Las palabras del Nuncio fueron replicadas por múltiples usuarios en redes sociales, por la prensa y particularmente en un fuerte pronunciamiento que hiciera a su vez la Iglesia Luterana del Perú, en el que añadía que exigir su renuncia no los convertía en terroristas ni cómplices de quienes recurren al vandalismo.[2]
Resulta bastante común pensar de manera más inmediata en la violencia como aquella que es activa, que requiere el empleo de fuerza física. Sin embargo, dudamos o simplemente no se nos ocurre catalogar también como violencia a situaciones que carecen de las mencionadas características, y que podrían reposar, por ejemplo, más en la voluntad (o en la falta de ella). Violencia también es, no obstante, desconocer la habilidad que tienen otros de poder tomar decisiones, de tener elección, de actuar. La remoción de la agencia da paso, entonces, a que dejemos de concebir al otro como semejante y puede conducir peligrosamente a su cosificación[3]; un despojo discursivo de lo que los hace también humanos.
Como consecuencia, nos es más fácil apurarnos en condenar las violencias más corpóreas, pues a pesar de que generalmente solo son de un momento, suelen ser más visibles. En paralelo, pasamos por alto las demás; pero el hecho de que no las tomemos en cuenta no las hace inexistentes. Al ser más duraderas pueden tener repercusiones que se extienden más allá de sus víctimas e impactan en su entorno y en la sociedad. Cuando estas otras violencias se encuentran institucionalizadas y forman parte de nuestro imaginario colectivo, podemos encontrarlas normalizadas en diversos estamentos de nuestra sociedad, desde el discurso oficial del gobierno, pasando por los poderes fácticos como la prensa o las empresas, e incluso calando en el propio pueblo.
Todo este entretejido social respalda de manera contundente discursos abiertamente violentos, como cuando prendemos la televisión y por medio de conductores o panelistas nos dicen que un grupo de personas que manifiestan cierta postura política están siendo manipulados, afirmando de forma tácita que no pueden pensar por sí mismos ni tienen voz propia. Y sin embargo, estas manifestaciones son solo síntomas de problemas que tienen un trasfondo igual de estructural, como la pobreza, el clasismo, la violencia de género, entre otros, que en no pocas ocasiones se superponen en las personas que los sufren.
El despojo que facilitan estas violencias estructurales deshumaniza y expone la a violencia física a los sujetos pasivos. Entonces, ¿qué sucede cuando ambos tipos de violencia se encuentran?, ¿cómo catalogar los asesinatos de los niños C.M.R.A., de 15 años, que salía de trabajar limpiando tumbas y nichos en un cementerio de Ayacucho[4], y J.W.T.C., de 17 años, que salía de trabajar vendiendo pollo broaster y caldo en Pichanaqui?[5] ¿Existen palabras adecuadas para describirlo? ¿Qué tal los 2 años y medio de detención preventiva contra Yaneth Navarro, en estado de gestación y madre de dos niños, por haberle encontrado 1900 soles de una colecta popular que buscaba en parte cubrir gastos médicos de manifestantes heridos por perdigón y bombas lacrimógenas?[6] Aberración. Brutalidad. Salvajismo. Atrocidades. Son algunas palabras que se me vienen a la mente. El más absoluto desprecio por la vida y, sin embargo, la mejor pensada de las situaciones.
A inicios de febrero fue ampliamente difundido el análisis de Latinometrics sobre la situación de la desigualdad en Latinoamérica con base en cifras del Informe sobre Desigualdad Global 2022 del World Inequality Lab[7]. El Perú se encuentra en el cuarto puesto en el mundo en desigualdad, solo detrás de Mozambique, la República Centroafricana y República Dominicana. En un país en el que la desigualdad es tan enorme, no deberían sorprendernos los desarrollos discursivos violentos que pretenden situar a las personas que alzan su voz con agendas políticas que pretenden cambiar su situación (como la demanda de una nueva Constitución), como vándalos, en el “mejor” de los casos, y como terroristas, en el peor. No obstante, la crudeza de esa representación en todos los espacios hegemónicos, inescapables para cualquier peruano, siempre resulta chocante, por decir lo menos.
De lo que tampoco podemos escapar es de ser espectadores de la degradación sobre la que se construye esta narrativa estigmatizante. En primer lugar, vimos cómo al inicio los manifestantes eran “azuzados” por otras personas, removiéndolos de agencia, incapaces de hacer algo por su cuenta. La espiral violentista continuó su curso, y cuando se vio que las personas que protestaban no daban su brazo a torcer, se bajó un peldaño más. Si bien se volvieron ahora sí protagonistas de sus propias historias, se convirtieron en “vagos”, personas que no tenían otra cosa que hacer por la vida, más que deambular por las calles sin rumbo. Zombies.
Existen en nuestro país heridas profundas muy mal cerradas, que a más de dos décadas nos llaman a reflexionar sobre la labor de nuestro proceso de paz post conflicto y sobre cuál ha sido su eficacia
Luego, de seres casi inoperantes, tenemos un salto en el escalafón. La mínima disrupción, y está reconocido por los tribunales que la protesta debe tener un componente disruptivo proporcional, hace que los manifestantes sean “vándalos”. Sujetos fuera de la ley y, por lo tanto, fuera de la sociedad. Parias, apestados. Así, se llega, posteriormente, al último escalón (que conocemos), porque a quienes se les cataloga de esta forma dejan de ser delincuentes comunes que realizan actos vandálicos. Se transforman en un lastre que nos atormenta por lustros, y las personas que protestan pasan a ser “terroristas”; “terrucos”, como más comúnmente se les conoce. El nacimiento del “terruqueo”. Esto significa ser infrahumano, merecedor de nada más que de una muerte inmediata. “Métele bala”. Bala por bala. Sangre por sangre, pero nos terminamos desangrando todos, parafraseando el conocido dicho. Tenemos a una violencia estructural que trata de estratificar a una inexistente violencia física, pero que en el camino termina violentando de forma muy real a ciudadanos inocentes[8].
Tal vez incluso se pueda llegar a entender este sentir que despierta en muchas personas aquellos que genuinamente le hicieron un daño tremendo a nuestro país con actos terroristas, asesinando a líderes sociales, sindicales e indígenas, pero ¿cómo se traslada este sentimiento a protestantes en su gran mayoría pacíficos? ¿Cómo es que alguien un día se despierta, se ve a un manifestante por la vía pública y se decide que es un terrorista? “Azuzados”, “vagos”, “vándalos”, “terroristas”, todas estas son generalizaciones. No es cierto que se esté individualizando a quienes recurren a actos violentos, puesto que, si efectivamente se los sustrae de la protesta popular, dejando únicamente a los manifestantes pacíficos, seguirían quedando las mismas demandas y nuevamente volveríamos al terruqueo. No es lo que puedan hacer los manifestantes lo que realmente molesta, es lo que piensan.
Creo que esto es el terruqueo. Más allá de la explicación legal de que constituye delito de calumnia y difamación si se hace a través de un medio de difusión masiva. Sin duda, es una decisión individual de quien en efecto lo emplea y esta persona debe hacerse responsable por ello, pero también es una manifestación social que se ha ido desarrollando en una espiral escalonada de violencia. Y no la hemos detenido. No hay, entonces, ningún cambio abrupto o irracional en señalar a cualquier disidente de terrorista, más bien es el producto esperado de la normalización y, a su vez, de la invisibilización de la violencia estructural. Es el terruqueo que está institucionalizado.
He visto con frecuencia en redes sociales el empleo de este cliché de película angloparlante que reza “no se dialoga con terroristas”, una expresión más del despojo deshumanizante que producen las violencias estructurales invisibilizadas. Sin embargo, considero que es una profecía autocumplida. No solo porque es un gran obstáculo para el diálogo que no haya un clima de paz, y sabemos que no puede haberla sin que no haya justicia, sino también porque ya hay una decisión que es previa al supuesto eventual diálogo. Un convencimiento personal y social de que se está librando una batalla encarnada contra el terrorismo. La cerrazón al diálogo proviene de este modo no de los manifestantes, sino de quienes profieren improperios que buscan estigmatizar y quizá así excusar su accionar.
No es posible ningún diálogo bajo estas preconcepciones violentas. Existen en nuestro país heridas profundas muy mal cerradas, que a más de dos décadas nos llaman a reflexionar sobre la labor de nuestro proceso de paz post conflicto y sobre cuál ha sido su eficacia. Me temo que en algún momento, más temprano que tarde, nos tocará la gran responsabilidad de tomar decisiones que no serán muy populares, pero que vienen siendo necesarias desde hace mucho tiempo.
Comencé este artículo con las palabras de un religioso, me parece entonces pertinente cerrar de la misma forma. Me permito citar al sacerdote argentino Carlos Mugica, que sostuvo posturas muy particulares con respecto al ejercicio de la violencia por el contexto que le tocó vivir, se enfrentó a las dictaduras de la Junta Militar, y en algún momento oró:
“Señor: yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre.
Señor: perdóname por decirles ‘no solo de pan vive el hombre’ y no luchar con todo para que rescaten su pan.
Señor: quiero quererlos por ellos, no por mí.
Señor: quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos.
Señor: quiero estar con ellos a la hora de la luz”
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* Las opiniones vertidas en este artículo solo expresan los puntos de vista de su autor.
[1] Véase: <https://iglesia.org.pe/2023/01/26/saludo-del-nuncio-apostolico-en-el-peru-a-la-presidenta-dina-boluarte-con-motivo-del-nuevo-ano-2023/>
[2] Véase: <https://alc-noticias.net/es/2023/02/07/la-iglesia-luterana-del-peru-exige-el-cese-de-la-represion-y-la-renuncia-de-boluarte>
[3] Sobre diversas formas de violencia, en particular aquellas distintas a la física, se ha escrito de forma abundante. Desde la literatura y el género, por ejemplo, Laura Tanner, o desde la filosofía política, Slavoj Žižek.
[4] Véase: <https://elpais.com/internacional/2022-12-26/el-dia-que-murio-christopher-la-victima-mas-joven-de-las-protestas-en-peru.html>
[5] Véase: <https://hytimes.pe/2023/01/04/las-victimas-mortales-de-pichanaqui-familiares-de-un-exsoldado-un-vendedor-de-caldos-y-un-agricultor-esperan-justicia/>
[6] Véase: <https://rpp.pe/politica/actualidad/protestas-en-peru-poder-judicial-dicto-siete-dias-de-detencion-preliminar-para-presuntos-financistas-de-movilizaciones-noticia-1464448>
[7] Véase: <https://larepublica.pe/economia/2023/02/06/peru-es-el-cuarto-pais-desigual-del-mundo-latinometrics-desigualdad-en-el-peru-informe-la-desigualdad-global-2022-346812> y <https://twitter.com/LatamData/status/1621529326641631232>
[8] Con esto por supuesto no pretendo negar que, en efecto, haya violencia (incluso en diversos casos desmedida) dentro de las manifestaciones. Lo que intento, en realidad con todo el artículo, es expresar que estas conductas deben individualizarse, ser aisladas, y que bajo ningún concepto están generalizadas ni deslegitiman la protesta popular.
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