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Revista Ideele N°220. Junio 2012Qué blanco está el cielo, Vieja. Qué blanco y qué tierno.
Yo apenas y veo mi mano como una rama seca en el alba. Pero no es el alba: es un día nublado y caluroso, muy caluroso. Y con todo esto, remar para llegar a tu puerta como en serenata adolescente, Vieja. Espérame que te llevo un ramo de flores bien seco en medio de tanto lodo, o una corona de alhelíes y claveles rojos que andaba flotando por aquí.
Si supieras cómo se oye la lluvia cuando uno está bajo tierra en una cama de madera. Pues, primero se siente un rumor, una presión extra en el ambiente, como un millón de insectos corriendo y saltando enloquecidos, y luego ese olor a tierra mojada que las cuencas oculares perciben como sueños.
Porque cuando uno está muerto, el olor entra por los ojos, por esos huecos perfectos y lisos que miran la negrura. Y el olor a tierra mojada también es diferente, porque abajo todo está húmedo y lleno de las babas de los gusanos que a uno se le cuelan por las maderas. El olor de la lluvia que baja hasta nosotros es diferente: es agua de cielo. A veces, hasta se puede beber un poco cuando tu madera está rota, y el líquido es guiado por esas raíces que te hacen probar el néctar de la vida misma. Son raíces blancas, largas y retorcidas como pezones que te recuerdan una sensación de lactancia. Todo eso que ya perdimos hace años, porque los muertos ya se han tomado toda su propia agua, se lo han chupado sin prever la sed futura. Pobre de nosotros, secos como charqui.
Tengo vecinos amables y otros bien jodidos. Hay señoras y bebés, profesores y borrachos. Hay uno que se ha vuelto mi compadre, don César. Lástima que solo esté calavera, pero igual sigue siendo bien conversador. De vez en cuando le gusta silbar sus huainos de Los Errantes de Chuquibamba, o hablar de sus hijos que lo abandonaron ni bien se repartieron la herencia. Un par de veces lo he visto bien ebrio, y no sabes lo que hay que hacer para conseguir trago aquí abajo. Tenemos que esperar hasta noviembre para que, en el Día de Todos los Santos, alguien nos rocíe con cerveza o cañazo; o, en todo caso, que un borracho muy borracho nos orine sin temor. Pero si nos orinan por jodernos, sin respeto, se fregaron. Tenemos permiso para salir y darles una paliza o el susto de sus vidas hasta que boten espuma por la boca.
Don César decía que no te volvería a ver, que ésas eran mis zonceras de muerto enamorado. Yo lo contradecía. Nadie me tomaba en serio. Ni siquiera Justa, la otra vecina, la que aún cree que está en el mercado y confunde las piedras con papas y su ataúd con su puesto de venta. Pobre chola, no la queremos despertar a la verdad; pero qué linda gente es. No te pongas celosa, Vieja, que es solo una amiga. Ella nos cura con sus yerbas cuando nos ponemos malos, cuando alguien nos roba las cruces o defeca en los nichos.
Por cierto, la gente de los nichos de cemento es la más pituca, y, claro, la menos comunicativa. Ellos creen que tienen más comodidad. Pero en realidad, a veces solo sus ecos les hacen caso. Aquí abajo la situación es más pueblerina, más cálida. Obvio que a veces hay sus discusiones políticas y sus bajezas humanas; no las nuestras, sino las de los de arriba. Por ejemplo, a Daniel, el joven que llegó recién, lo secuestraron unos estudiantes de Medicina, o los que decían serlo, porque de estudiantes no tenían ni la pinta. Llegaron de noche. Entraron con ayuda del vigilante, y en un ratito se lo llevaron, dejando un vacío en el vecindario. Pobre. Dónde irán a parar sus huesos, en qué universidad se expondrán. O el caso de las hermanas Ramírez, cuyas cabezas fueron robadas para que sirvan de mochitas en una hacienda.
Bueno, olvidemos eso.
Debo decirte muchas cosas. Y es que, como intuirás, pronto escucharás en las noticias de diez o de quince mil damnificados, de gente desaparecida en el desborde, de que Chimbote y otros pueblos estarán incomunicados. Nosotros ya lo sabíamos.
Días antes nos lo contó la señora Magdalena, la que conversa con los “idos” de verdad, esas luces que a veces nos visitan. Ella nos dijo que tendríamos un día libre, una salida de feria, que habría un desembalse de todas las aguas acumuladas en el reservorio de Mampuesto, y mira que sí ocurrió, y de qué manera.
Tenemos que esperar hasta noviembre para que, en el Día de Todos los Santos, alguien nos rocíe con cerveza o cañazo; o, en todo caso, que un borracho muy borracho nos orine sin temor. Pero si nos orinan por jodernos, sin respeto, se fregaron. Tenemos permiso para salir y darles una paliza o el susto de sus vidas hasta que boten espuma por la boca
Yo estaba en mi siesta, como de costumbre, y de pronto un remezón. Recordamos las palabras de Magdalena y dijimos: “Aquí salimos”. El agua empezó a labrar la tierra. Todo se hizo lodo en un instante; había un rumor de lucha sobre nosotros. Te juro, Vieja, que por un segundo sentí miedo de verdad, aunque no lo creas. Los muertos también sentimos miedo, sobre todo de que nos traigan a nuestros familiares muy pronto. Preferimos que nos los traigan viejitos y bien vividos. Pero eso ya no depende de nosotros.
Como te decía, sentimos como si dos fieras lucharan sobre nuestros pechos. Don César dijo que se llegó la hora del juicio final y que tendríamos que dar cuenta de nuestros actos al Altísimo; mientras que doña Justa se desmayaba sin hacer mucho escándalo y Magdalena nos serenaba: “Tranquilos, muchachos, que se viene la salida al campo”. Yo sentí que unas lágrimas corrían por mis cuencas huesudas, pero no estaba triste; creo que era algo parecido a la felicidad. Era como si me quitaran una por una todas esas frazadas de tierra que he llevado por años. Se oían gritos y piedras chocando, luego latigazos de agua y sonidos que lo ensordecían todo.
Fue de mañana. No sé la hora exacta en que salimos. Habrán sido las once y media, algo por ahí. Yo me agarré fuerte a mi cajón porque empezó a temblar. Por un momento me invadió el terror de que las maderas no aguantaran y se rompiesen, y que mi cuerpo terminara en pedazos. Pero no, el ataúd resistió bien. Sentí el primer golpe, un sacudón que hizo saltar la cadenita de oro que llevaba en el pecho, ésa que me diste hace algunos años, regalo de tu madre.
Todo era muy confuso.
Cuando caí en cuenta, mi ataúd se movía, y lo hacía a gran velocidad. Parecía una bala. Afortunadamente, ese ritmo disminuyó debido a choques con postes y tachos de basura.
La tapa del cajón me impedía ver las calles de El Porvenir. Dirán los diarios que recorrimos los jirones José Carrera y Santa Lucía. La verdad, no lo sé. Yo andaba ciego.
Empecé a desesperar con la idea de cruzar frente a nuestra casa sin poder ver nada. Felizmente, una cuneta saturada de ramas y piedras hizo que la tapa de mi ataúd saliese volando como avión de papel. Entonces pude ver ese cielo hermoso. No importaba que estuviese nublado, no importaba su feo color. Para mí era el cielo más hermoso que había visto en la vida, o desde que estaba vivo. Entonces, algo de agua empezó a entrar en mi canoa y a retorcer mi cuerpo como caracol en sal. Lo que agradezco, porque mi mano seca pudo asomarse a saludar al vecindario. Espero que nuestros hijos me hayan visto desde el balcón.
Te soy franco, Vieja: no sé en qué momento ni por qué calles o avenidas entramos en la Plaza de Armas de Trujillo… pero entramos. A esa plaza en cuyas bancas te enamoraba todas las tardes de tierna brisa. No pude más y lloré de sorpresa y emoción, pero solo por un momento. Afuera estaba la fiesta. El lodo llegaba a un metro de altura, y con mis otros colegas de huesos y terno nos paseamos como en los caballitos de totora en Huanchaco.
¿Recuerdas esos tiempos?
Quizá no, porque no viniste a verme.
Cuando acabó la aventura, la gente nos miraba con tristeza y nos cubría con cartones. Los de limpieza y los de Defensa Civil nos llevaron como pudieron. Al final nos acumularon a la mala: todos en un solo hueco. Ya sin cruces, sin nombres ni respetos.
Yo te esperaba y te sigo esperando, Vieja. Por ahora tendré más tiempo para conversar con la gente. Aquí estamos todos apretados y ya veremos la forma de acomodarnos.
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