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Revista Ideele N°220. Junio 2012Un canto atrevido, impertinente, repetitivo se filtra todas las madrugadas por las habitaciones limeñas y logra interrumpir la placidez de nuestro sueño. La paloma que lo emite es oriunda de Lima; también la pintora que lleva su nombre. Kukuli, al igual que su tocaya, dibuja trazos atrevidos e impertinentes.
Rompe esquemas sobre la belleza y la estética. Provoca, confronta, se burla. Ésta es la niñita que en los años 70 ilustraba libros con vicuñas de cuellos largos. La promesa de las artes plásticas: Kukuli Velarde. Cuarenta años después, la propuesta infantil y delicada se ha tornado chocante y chirriante.
Eran los tiempos del gobierno militar y lo andino volvía a ser valorado, una ventaja comparativa para la niña artista promovida por sus padres, los periodistas Hernán Velarde y Alfonsina Barrionuevo, incansables y solitarios divulgadores de las manifestaciones culturales peruanas. Ellos la llevaban en sus viajes, cuando salían a cubrir las fiestas patronales en el interior del país. Sin embargo, confiesa que pintó las vicuñas antes de conocerlas. “Mi madre estaba escribiendo el cuento Mi tayta vicuña y me pidió que lo ilustrara. Yo no sabía cómo eran y ella me dijo que eran como perros con cuello largo; así, ayudada por su descripción, las dibujé. Recién después vi cómo eran”, comenta. (Cómo no hacer un aparte y mencionar a Alfonsina Barrionuevo, la conductora que salía en la televisión a fines de los años 70, hablando con acento cusqueño y con un peinado muy alto a lo Marge Simpson. Su hija nos cuenta que acaba de terminar un libro en el que identifica los templos de Machu Picchu y que acompaña con fotos de Peruska Chambi, la nieta de Martín Chambi.)
Kukuli asegura que nunca se sintió presionada, aunque su padre le dijera que ella era su revancha porque él era un artista fracasado que se veía realizado a través de su hija. Empezó a dibujar a los 3 años de edad, su primera exposición individual la realizó a los 10, e hizo una cada año hasta que cumplió los 21. Los medios la consideraban un prodigio y, como suele suceder con estos niños, un buen día desapareció. Afortunadamente no la rodeó la tragedia, una sombra común en la mayoría de casos.
Se cansó de pintar y se fue a México en busca de nuevas experiencias. Allá, además de enamorarse, se encontró con el maestro peruano Juan Acha, experto en teoría del arte, y se enganchó a sus clases. Dos años después, cuando el amor se acabó, hizo sus maletas y se mudó a Nueva York.
El Bronx
Vivió en un edificio abandonado, sin calefacción, en un barrio peligroso del Bronx, sin saber que existía el movimiento Okupa. Tenía un calentador a querosene y una perrita que la acompañaba. Trabajaba por horas como mesera y el resto del tiempo estudiaba. Cuando llegó a entender el humor de los gringos se dio cuenta de que esa cultura no le era más ajena. Una vez le dijeron que alguien como ella deja de estar escindida únicamente cuando se encuentra en un avión, volando en medio de las dos Américas.
Ahora vive en Filadelfia con su esposo estadounidense y una bebe que se animó a tener a los 48 años. “Un buen día empecé a pensar en la maternidad. A mí los niños nunca me llamaron la atención. Ocurrió en el momento preciso, porque ahora entiendo mejor la experiencia”, manifiesta.
Descubrió la cerámica porque no soportaba a su profesor de pintura, un irlandés alcohólico que no comprendía esa iconografía precolombina y cristiana plasmada en lienzos en los que los dioses prehispánicos y las vírgenes se sobreponían en un sincretismo inentendible para él. Afortunadamente hubo otros que sí la valoraron. Su obra en cerámica consiguió el auspicio de la galería John Elder, que al poco tiempo cerró por problemas financieros, lo que no es infrecuente en Nueva York. Así como se calcula que hay casi 200 mil artistas latinoamericanos en esa ciudad, y son pocos los que consiguen la representación de una galería, también hay miles de galerías en Manhattan que compiten entre sí, y no todas viven para contarlo.
Ese breve apoyo permitió que su obra se hiciera visible, y así la conoce Garth Clark, “el non plus ultra, el pachá, el papi”, como lo llama Kukuli. El promotor artístico viajó varias horas para visitarla en su estudio y le propuso hacer una exposición. Antes de retirarse tras una exitosa trayectoria , Clark le confesó: “Kukuli, quiero que sepas que tengo 25 años de carrera y solo recuerdo cinco exhibiciones. Una de ellas es la tuya”.
Con la última van ya tres las representaciones que ha conseguido. La Barry Friedman es una galería grande, que maneja a importantes artistas y que tiene solvencia económica. Sus gestores fueron los que trajeron su exposición a Lima. Debe haberles costado una pequeña fortuna transportar por avión los 17 cuadros en gran formato y las 21 piezas de cerámica. Lo particular es que los cuadros no están pintados en lienzos que se pueden enrollar y meter en tubos, con lo que ahorraría espacio y dinero. Son pinturas trabajadas en planchas de aluminio y acero, con varias capas de fuminados. Tampoco los dibuja en bocetos previamente. Cada uno le cuesta a la artista varios meses de trabajo. Son como murales portátiles que se atornillan a la pared. Según Kukuli, “esta manera de pintar es una irreverencia hacia el lienzo y la pintura al óleo”.

Kukuli asegura que nunca se sintió presionada, aunque su padre le dijera que ella era su revancha porque él era un artista fracasado que se veía realizado a través de su hija
De vuelta al barrio
En el año 1999, a los 36 años de edad, reapareció en la Bienal organizada por la Municipalidad de Lima, en la que presentó sus Cupidos fálicos, nueve piezas de cerámica que habían llamado la atención del curador Luis Lama. El segundo debut de la niña de las vicuñitas fue provocador y cambió el recuerdo casto y puro que se tenía de su obra.
Trece años después regresó a una sala miraflorina, más transgresora que nunca. Su trabajo es un desafío para que aceptemos lo que somos: colonizados, invitados de piedra de la cultura occidental. Sometidos por una religión que nos aplastó como el patrón Santiago la chanca con su caballo. Su propio imaginario religioso se manifiesta cuando pinta al santo con su espada. En el cuadro ella es la india inmovilizada. En una de las esquinas se observa un cartel con una inscripción: “Cómo jodes, Santiaguito. “Adoramos a quien nos ha torturado”, añade Kukuli.
No hay armonía ni belleza convencional en la propuesta. Esta vez vino decidida a romper con los parámetros con los que se representa el cuerpo de la mujer en el arte occidental. “Estamos condenados a ser los feos de la historia. Cuando los españoles llegaron nos impusieron una estética, la de los blancos.” Por eso le intriga cómo la Escuela Cusqueña aceptó esas nuevas formas pero, a la vez, las desafió, preservando características de su propia estética.
Quiere, además, que no quepa duda de su condición de mujer, minoría y vieja. “Mi cuerpo es el de una mujer madura. La textura de mi piel cambia con el tiempo, su lozanía se afloja pulgada a pulgada, su dureza desaparece como un espejismo que nunca existió”, dice.
Un día empezó a dibujarse, y esa mujer común y corriente se convirtió en la protagonista de su obra. Ella es una madonna, la Virgen que le da el pecho a Pedro de Nolasco, santa Rosa de Lima amarrada y con las piernas cruzadas (aguantándose las ganas de ir al baño), la heroína vengadora Superuvian, la santa Chingada sufriente y buena, la estereotipada rumbera latina, la mujer embarazada en actitud provocadora. (Se pintó un día antes de dar a luz, en tamaño real, con la barriga peluda a punto de estallar y los pies hinchados.)
Niega cualquier influencia de Frida Kahlo. Dice que nunca pondría loros o monos en sus pinturas, pero que le encanta cómo se vestía la mexicana. Ella también usa polleras en Filadelfia. Nos cuenta que a su padre le chocó mucho la serie Vigilándote, donde aparece con el cuerpo ensangrentado, retando al espectador a que lo diseccione. No es feminista, pero le harta que el cuerpo de la mujer se represente desde la mirada masculina, como un objeto de deseo.
Adiós al ojo del hombre.
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