El miedo que habitamos

Escrito por Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2023

¿De qué serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia correspondiente?

Sigmund Freud, El malestar de la cultura

En el Perú, en lo que va de este siglo, la defensa de los derechos humanos y del poder del pueblo pasó de ser un bastión en el que confluían las posturas políticas liberales, a ser considerada por parte del Gobierno y de la prensa mayor como una acción comunista llevada a cabo por terroristas del PCP Sendero Luminoso. La autoría de esta narrativa se encuentra en el aprofujimorismo, el movimiento político vinculado con los principales grupos de poder económico en el país (incluido el narcotráfico) que ha propuesto una ideología considerada por distintos analistas como cercana al fascismo. Con apoyo en el viejo anticomunismo, este relato surgió unas décadas atrás como respuesta al Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que criticó duramente los crímenes de las fuerzas del Estado y la estigmatización y abandono de la población del sur del Perú durante el Conflicto Armado.

Se trata de una réplica negacionista de los derechos humanos, que heroiza la labor de las fuerzas armadas y policiales y que estigmatiza como terrorista a cualquier peruana, peruano del sur del Perú, más aún si quechua. Apela al patriotismo como sentimiento aglutinador y resguarda el modelo de familia conservador por encima de cualquier otro vínculo social.  Esta reacción defensiva de los aprofujimoristas debido a los crímenes cometidos durante sus gobiernos, rápidamente fue incorporada como firme creencia en buena parte de las clases alta y media urbanas del país que no han cejado en dar su apoyo electoral a los candidatos fujimoristas, consiguiendo mantener buena parte del control del Congreso de la República. Como el Partido Aprista y Fuerza Popular se debilitaron pocos años atrás con las denuncias por lavado de activos en colusión con los grupos económicos que representan, la presión ciudadana que lucha contra la corrupción y los crímenes de Estado pensó haber conseguido acabar con la reelección de sus congresistas y depurar el poder legislativo mediante el referéndum del año 2018; sin embargo, no fue suficiente. Pronto una nueva generación de candidatos se esparció entre distintos partidos políticos de alquiler y su protagonismo ideológico en el parlamento quedó a salvo.

El racismo solo produce en el agresor un miedo muy grande ante la esperada reacción violenta y vengativa del agredido, pues así lo convierte, sin que haya tenido que ocurrir la reacción temida, en un objeto de odio y temor, en una amenaza que debe eliminarse.

Durante y tras la pandemia, el triunfo electoral de Pedro Castillo (gracias al voto de la población que se percibía marginada o comprometida con los derechos humanos), su ruptura con la prensa mayor y los grupos económicos de poder, las torpezas de su clientelismo y la fallida estrategia para enfrentar al Congreso de la República, sólo exacerbaron la ansiedad del aprofujimorismo por recuperar el control del Poder Ejecutivo, la cual se tradujo en una campaña mediática de racismo justificada primero con tener que combatir el comunismo latinoamericano, luego la corrupción familiar y ahora, aprovechando las protestas en el sur del Perú, los inmarcesibles remanentes de Sendero Luminoso y su presencia terrorista. Hoy observamos con desazón cómo el aprofujimorismo nunca perdió su posición en el poder judicial, cómo se mantuvo vinculado con los dueños de los medios de comunicación y, al haber retomado el poder ejecutivo a través de Dina Boluarte, cómo ha conseguido el nefasto control de todos los poderes del Estado. La justificación anticomunista ha escalado violentamente, pasando de la violencia mediática a la violencia judicial y finalmente, al uso de las fuerzas armadas y policiales para cometer la peor de las violencias: asesinar a personas que salieron a exigir, mediante marchas, paros y cierre de las vías de transporte, que renunciara no sólo el presidente, sino también el Congreso y se convocara a prontas elecciones generales y a una asamblea constituyente para reemplazar la Constitución fujimorista del año 1993 y recuperar los derechos perdidos. Sin una autoridad capaz hasta el momento de detener la agresividad de este desborde, esta poderosa mafia ha conseguido dar un estatus hegemónico al discurso del miedo al terrorismo despertando el miedo de la clase más señorial.

El miedo al falso terrorismo, en el que cree la clase social más alta del país, también rechaza designaciones como clase social porque las encuentra asociadas al marxismo, padre del comunismo y por ende, del terrorismo. Desde este malestar con el término, también se puede pensar que clase social no es un nombre suficiente, porque en el Perú, donde todo es complejo (como si viviéramos en una suerte de neurosis de la que no podemos escapar), nuestras clases sociales son más que clases: tienen de castas por sus prácticas y razones de menosprecio étnico y mantienen un poco de estamentos premodernos por el linaje familiar que añade otro tanto de orden patriarcal.

El resultado de este peruano combo social ha sido una severa incapacidad para relacionarnos con el otro, con la realidad misma y hasta con nosotros mismos. Ha provocado tal rigidez, tanta incapacidad de movilización social, que cualquier alusión al conflicto entre nuestros combos sociales, sería capaz de resquebrajar y hacer caer a quienes están en la cima. No se puede negar que la razón es sencilla: las clases que ostentan el poder económico siempre habrán de preferir discursos hegemónicos que condenan la potencialidad del conflicto en la vida y en la historia humana. Todo debe continuar tal como está.

Por eso, Karl Marx incomoda cuando interpreta la historia como resultado de los cambios que la permanente lucha de clases ha traído consigo. Y es sencillo corroborarlo, pues si ya la esclavitud nos parece indignante y el voto hoy en día es universal en un país como el nuestro, es porque la lucha de clases lo ha conseguido, con protestas, legislaciones o con guerras. Pero los discursos hegemónicos hasta hoy prefieren negarla e imaginar la historia como una evolución natural, botánica, donde las ideas de los grandes hombres y los triunfos de los héroes nacionales son ejemplo de un florecimiento, no sólo cíclico, sino unitario, en tanto proviene de una misma semilla, de una sola raíz, la patria. Una patria dispuesta a vencer cualquier afrenta enemiga, con una población capaz de unificarse en un solo bando, jamás dividida en clases enfrentadas, tal como Mussolini lo planteaba: con un Estado disciplinante, capaz de garantizar la conciliación de intereses, apagando los conflictos en nombre de la unidad. En suma, con un Estado como la única entidad capaz de ejercer la fuerza y la violencia contra cualquier la población que contravenga la estructura unitaria de poder.

El aumento de la agresividad en el Estado y en la clase alta que ha provocado el aprofujimorismo ha sido tan grande, que podría describirse como una suerte de desenfreno instintivo, un desborde que Sigmund Freud hubiera considerado extremadamente animal, pero propio, al fin y al cabo de nuestra condición. Como sociedades hemos aprendido que la agresividad es un profundo problema que no se puede resolver racionalmente y que, por lo tanto, para poder lidiar con este lado humano, para poder regularnos, hemos elaborado un conjunto de instituciones, de producciones que llamamos cultura. La cultura, decía Freud, era un despliegue de dispositivos no sólo para ponernos prohibiciones (sexuales, por ejemplo), sino también para entregarnos preceptos contrarios a la agresividad, como el conocido amarás a tu prójimo como a ti mismo. Por eso, desde nuestra infancia, cuando cometemos faltas y damos rienda suelta a nuestra crueldad, tememos que si nos encuentran realizándola y nos castigan perderemos el amor de nuestra madre, del padre, de la abuela, en síntesis, de nuestras primeras autoridades.

A esa primera angustia social la llamamos remordimiento y es el sentimiento de culpa más elemental. Después, propone el Psicoanálisis, esa autoridad se internaliza, se convierte en el superyó y desarrollamos una conciencia moral. Si no la internalizamos, mientras se mantiene externa la autoridad sentimos que corremos peligro solo si la autoridad nos descubre agrediendo, con las manos en la masa. No importa si es algo bueno o malo, lo único que queremos evitar es perder su amor.

Cuando Freud, en el Malestar de la cultura analiza el sentimiento de culpa, esa angustia social que nos reprime, encuentra en la iglesia decimonónica una institución dedicada, como autoridad, a reprimir instintos. Décadas después, tras los estudios de Michel Foucault, hemos aprendido a reconocer cómo la familia, la cárcel, la iglesia, la escuela son instituciones creadas para disciplinar nuestros cuerpos e inscribir en ellos sentimientos como la culpa y el remordimiento para podernos controlar. En el caso de la cultura peruana y retornando al desborde de agresividad racista, cabe preguntar si es que hemos producido alguna institución que haya ocupado un papel hegemónico, de autoridad, en la prohibición del violento racismo o en la incorporación del poder amar al prójimo como a uno mismo en nuestra sociedad. Cuesta creerlo, pero la agresividad racista no parece generar culpa en el Perú. Ninguna institución nos ha disciplinado para repudiar el agredir así, ninguna institución nos ha dicho que el menosprecio al prójimo corta el alma, que la indiferencia cuesta su vida y que la plena de dolor.

Ante esa carencia, el racismo solo produce en el agresor un miedo muy grande ante la esperada reacción violenta y vengativa del agredido (no en vano es un comunista de terror) pues así lo convierte, sin que haya tenido que ocurrir la reacción temida, en un objeto de odio y temor, en una amenaza que debe eliminarse. Grosso modo, la población peruana no teme perder el amor de alguna autoridad ni ha producido un superyó que la castigue por despreciar a otros peruanos. El racismo y el sentimiento de culpa se desconocen en nuestra sociedad. Y la conciencia moral cuando existe, se presenta fija, dispuesta sólo para amar al prójimo de la misma casta, del mismo partido y protegerse de quienes no comparten el mismo linaje.

No queda más que tiempo para bregar por la disipación del miedo y la recuperación de los derechos humanos en la cultura peruana, porque siendo de todos tienen valor real que el mero patriotismo, porque conforman la última autoridad que nos queda para que amemos al prójimo como a nosotros mismos, porque son la toma de conciencia que requerimos para sanar y restablecer a una sociedad que de tanta violencia ya casi no puede ni respirar.

Referencias

Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002

Freud, Sigmund. El malestar en la cultura [1930]. Vol 17, Buenos Aires, Hyspamerica, 1987

Marx, Karl y Friedrich Engels. La ideología alemana,  Buenos Aires, Pueblos Unidos, 1985

Treccani, Giovanni y Giovanni Gentile. Enciclopedia Italiana de Ciencias, Letras y Arte, Roma, Instituto de la Enciclopedia Italiana, volumen XIV, 1979-1992.

Sobre el autor o autora

Carla Sagástegui Heredia
Escritora y humanista. Doctora en Arte, Literatura y Pensamiento por la Universidad Pompeu Fabra y licenciada en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

1 Comentario sobre "El miedo que habitamos"

  1. Augusto Valqui Malpica | 14 marzo 2023 en 23:17 | Responder

    El mayor miedo o temor que exise siempre serà el ” Miedo a la Libertad” Erik From,el otro gran miedo es por supuesto el “sesgo ” que la articulista muestra en abundancia su perfil intelectual proveniente de la escuela del cura Mac Gregor, como poder creer que exteriorisa un anti- aprismo que le brota de manera natural, como explicarle de seguro nunca leyò ” Aprismo y Filosofìa” en donde Haya de la Torre afirma que ” eL aprismo arranca filosòficamente del determinismo històrico de Marx y de la dialèctica Hegeliana, Castillo , no es otra cosa que la sublevaciòn del pueblo para darnos una señal de hartazgo de lo que venìa haciendo la extrema derecha con Porky y la señora K. El Perù y lo està demostrando es un paìs por el contrario de la tèsis marxista de ” la lucha de clases ” por la tèsis aprista de la ” lucha de pueblos ” espero que la señora Sagastegui lea algo de la frondoza bibliografìa aprista que en el mundo entero existe, y nos trate mejor

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