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Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2023El Gobierno de Dina Boluarte quiere parecer una reacción restauradora, una “vuelta al orden”. Su subtexto es el de una contrarrevolución, aunque su presencia pública se debata entre un supuesto carácter transicional y una evidente voluntad de permanencia. Su problema es que esa impresión es falsa, o peor aún, está vacía: no se trata de una contrarrevolución porque no hubo revolución alguna. Hubo, hay, un impasse sistémico, una crisis generalizada del régimen político; la actual alianza gobernante es un síntoma más de esa crisis y solo podrá ahondarla, no resolverla.
Bajo prácticamente cualquier unidad de medida (menos una, como explicaré después), el gobierno de Pedro Castillo fue un poco más de lo mismo que ha tenido el Perú en las últimas dos décadas y media; en varios rubros, de hecho, fue más de lo mismo, pero peor. Para entenderlo quizá baste recordar que en el mismísimo mensaje a la nación con el que quiso disolver el congreso y reestructurar el poder judicial, Castillo se cuidó repetir varias veces que, como había sido el caso a lo largo del año previo, “el modelo” quedaba incólume. Más allá de su ocasional retórica, más allá de algunos gestos aislados y un cierto modo de hacer política al que la esfera pública limeña no estaba del todo acostumbrada, Pedro Castillo en el gobierno fue más un aliado del gran y mediano capital que su enemigo, un defensor del orden neoliberal, y nada permite inferir que de haber permanecido en el gobierno, habría cambiado de giro. Las disputas se dieron en planos subsidiarios, en el terreno de las cuotas, las repartijas y los accesos a presupuestos sectoriales, pero no en el plano de las políticas de fondo. No hubo tampoco un proyecto de trasformar la conducción del estado, por ejemplo para recuperar su potencia recaudadora o ponerlo al servicio de los ciudadanos más pobres. Nada de eso ocurrió. Si acaso, íbamos en retroceso.
Hay sin embargo un aspecto en el cual el ascenso de Pedro Castillo sí significó un cambio sustancial. Se dio —se da— en el terreno simbólico y en el campo general de la imaginación política. Un sector amplio de la ciudadanía, con particular pero no exclusiva intensidad en el sur andino, se identificó con la idea de Castillo en Palacio, se vio genuinamente representado en él, y percibió que su encumbramiento operaba una apertura de cotos previamente cerrados del poder en el Perú, dándoles acceso, aunque solo fuera en abstracto, de modo puramente potencial, a millones de peruanos sometidos a una multicentenaria historia de exclusión.
No se trató necesariamente o principalmente de adhesiones programáticas o acercamientos ideológicos, aunque ambas cosas, en algún grado, hayan existido; un elemento de tipo carismático fue mucho más determinante e hizo posible que el vínculo subsista a lo largo de un año de espectacular inoperancia política (y que en algunos casos se mantenga latente hasta hoy, tras un fallido autogolpe en el molde fujimorista y un fallido intento de fuga al exilio).
Los enemigos de Pedro Castillo en los espacios y redes del poder constituido percibieron de inmediato el riesgo que para sus intereses comporta esa identificación simbólica. Percibieron, es decir, el peligro de que a partir de ella se consolidara un bloque político efectivo, situado fuera de sus mecanismos de control y capaz, aunque fuera de forma embrionaria, de disputarles la hegemonía. Ante eso, reaccionaron con visceral intransigencia.
El Gobierno de Dina Boluarte y cualquier régimen “restaurador” que resulte de su paso por Palacio —es decir, cualquier nuevo pacto que se forje, como en los años 90, entre el poder congresal, facciones del empresariado y sectores de las Fuerzas Armadas y la policía— solo podrá ser una forma de la misma crisis, sin ninguna posibilidad de resolverla. En este momento agónico, ellos representan lo que está muriendo. Lo nuevo, más bien, nace en su contra.
Si en un inicio las acusaciones de fraude electoral y los llamados a un “golpe restaurador”, que empezaron desde antes de que Castillo asuma la presidencia, podían entenderse como manifestaciones pánicas de ansiedad por parte de la derecha más ciegamente pro-oligárquica, combinadas con el conocido revanchismo keikista, pronto resultó obvio que el espectro de la reacción era más amplio y sus anclajes, más raigales. Para que quede claro: la oposición tan virulenta, tan teñida de paranoia que se desplegó contra Castillo nunca fue realmente necesaria desde el punto de vista de la racionalidad política, pues ni “el modelo” ni el control del Estado estuvieron jamás fuera de los procedimientos de negociación habituales en la política peruana.
Esa oposición se dio en los términos en los que se dio porque a las estrategias habituales del fujimorismo, las mismas que se usaron para confrontar a Vizcarra y a Kuczynski en pos de un interés mafioso por el control exclusivo del aparato de gobierno, vino a sumarse un rechazo irracional, visceral, a la posibilidad de una agencia política efectiva asentada sobre esa formación identitaria. Se trató, en otras palabras, también una forma de identity politics, una reacción racista y colonial anclada a los más antiguos pilares ideológicos de la dominación en el Perú, y su razón política es y continúa siendo la negación de la legitimidad de otros sujetos posibles, incluso cuando estos, en términos de su capacidad de disputar la hegemonía, se encuentran todavía demasiado lejos de germinar.
Restauración, contestación y represión
Es en ese sentido que el Gobierno de Dina Boluarte tiene lo que líneas arriba describí como el subtexto de una reacción restauradora, y es en ese sentido también que ese subtexto se desmantela solo, al entrar en contacto con las realidades concretas de la coyuntura que se ha desatado.
Aunque en un muy breve primer momento aquella identificación simbólica con Pedro Castillo contribuyó a animar las movilizaciones opositoras al nuevo Gobierno y al Congreso, como evidenciaron los llamados a su liberación y retorno a Palacio, pronto adquirieron prioridad otros elementos aglutinadores, capaces no solo de propiciar una renovada expresión política del bloque de votantes que definió el resultado de las elecciones de 2020 desde el sur del país, sino también de contribuir a la forja de un bloque contestatario más amplio, formado sobre bases distintas. Este bloque se ha articulado en torno a tres demandas claras y fundamentales, que no cejan: la renuncia del Ejecutivo y la mesa directiva del Parlamento, la convocatoria a nuevas elecciones en el plazo más corto posible y —en menor medida, pero quizá con mayor significación— la realización de un referéndum constitucional. Estas tres demandas, que trascienden con amplitud (aunque sin negarla necesariamente) la identificación simbólica con Pedro Castillo, no solo han cobrado centralidad y protagonismo a lo largo de dos meses y medio de protestas, sino que han alcanzado niveles de consenso inusitados en la política peruana. En todas las regiones del país, incluyendo a la retrechera Lima, reciben un apoyo ciudadano incuestionablemente mayoritario, incluso abrumador, que no tiene visos de disminuir.
Ante la emergencia de este bloque de contestación, el Gobierno ha respondido con dos tácticas básicas. En primer lugar, represión: un despliegue indiscriminado y arbitrario de fuerza letal, modulado por operaciones más convencionales (pero no menos violentas), a las que se suman una militarización del territorio en algunas regiones específicas, la captura de espacios públicos estratégicos en la capital y otras ciudades, y la persecución judicial de activistas individuales con argumentos espurios y pruebas hechizas. Junto este despliegue de violencia, ejecutado en alianza con la organización policial y las Fuerzas Armadas, la segunda táctica de respuesta ha sido discursiva e ideológica, y se apoya en un abanico de medios de prensa y voceros “independientes” vergonzosamente partidarizados, además de los canales comunicativos oficiales del gobierno. Su núcleo es el persistente terruqueo de la protesta y la denuncia sostenida de sus supuestos vínculos con la economía ilegal.
Estas tácticas discursivas están condenadas al fracaso. No han conseguido y no conseguirán impedir la consolidación del bloque contestatario, en buena medida porque funcionan con una lógica distorsionada incapaz de generar consenso más allá de los bolsones preexistentes de apoyo al gobierno y al congreso, que son muy minoritarios. Esa lógica distorsionada está a la vista: digan lo que digan el premier Otárola en sus conferencias de prensa o El Comercio en sus primeras planas, las demandas de la protesta son minuciosamente democráticas en su tuétano y su esencia. Lo que piden los ciudadanos movilizados es que se les permita participar, a través del voto, en las decisiones más básicas y fundamentales de la vida colectiva.
Esto no quiere decir que el terruqueo y el “ilegaluqueo” no sirvan para apuntalar la persecución judicial de ciudadanos movilizados, como ha sucedido, entre otros ejemplos, en el caso de los supuestos “financistas” detenidos en el Callao, los jóvenes comuneros de Pisac o los dirigentes del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho, Fredepa. El terruqueo y el “ilegaluqueo” son reales y tienen consecuencias. Pero sí quiere decir que, a diferencia de lo ocurrido en coyunturas anteriores, no servirán para promover la formación de un nuevo régimen o, si se forma, para darle continuidad siquiera en el mediano plazo. Esto deja al Gobierno con la represión violenta como única racionalidad política, y así, en poco más de dos meses, el gobierno de Dina Boluarte ha devenido una paradoja insostenible: la de una pretendida restauración democrática que nace como estado de excepción, usando métodos dictatoriales para contener a una ciudadanía movilizada en reclamo de su derecho a votar.
La agonía del neoliberalismo peruano
Una de las razones por las que estas estrategias discursivas, ya sea en sus versiones más acotadas o en las más expansivas, no funcionan como lo hicieron en el pasado (y en general tampoco lo hacen las fórmulas de justificación ideológica articuladas desde un repertorio todavía anclado a los años 90, que parecen ser la matriz mental de los estrategas del gobierno y el congreso), es que la crisis a la que deben responder es muy distinta a las previas. De hecho, es su lado opuesto, en un sentido histórico: es el desembalse de salida, o de quiebre, de la “solución” a la que se arribó hace ya más de tres décadas.
Lo que está en crisis hoy es precisamente el régimen instaurado a partir del quiebre democrático de 1992. A pesar de sus varias reestructuraciones internas, ese régimen no se transformó sustancialmente con la transición de la década posterior, pero sí se fue desarticulando en una secuencia de desencuentros y atolladeros que finalmente han terminado en un pasaje intransitable. Eso es lo que define la coyuntura: es un momento agónico de los mecanismos operativos, los procedimientos políticos y los constructos ideológicos instalados con la irrupción del fujimorismo, los mismos que han servido primero para consolidar y después para sostener el neoliberalismo peruano.
Este neoliberalismo de raigambre fujimorista tienes varias características específicas, y todas ellas se encuentran bajo interdicción hoy; su interdicción es precisamente lo que se sintetiza en el reclamo de un nuevo proceso constituyente que cierre la época inaugurada en 1993. Entre esas características específicas, anotadas aquí sin ánimo de sistematicidad, se encuentran la privatización a ultranza del interés público, una relación restrictivamente patrimonialista entre las clases gobernantes y el poder, el vaciamiento y la des-institucionalización del estado y sus organismos (incluyendo la normalización de expansivas prácticas corruptas y corruptoras), la captura de los espacios de comunicación por parte de intereses de élite, la informalización e ilegalización de buena parte del sistema productivo (y, en consecuencia, de la vida social), así como una profunda y persistente precarización del trabajo y los trabajadores. Todo ello, además, envuelto en las manifestaciones casi teatrales de una recuperación oligárquica que se piensa hegemónica, en especial en Lima, pero es perpetuamente arrinconada por los datos de la realidad.
Una de las razones por las que estas estrategias discursivas, ya sea en sus versiones más acotadas o en las más expansivas, no funcionan como lo hicieron en el pasado (y en general tampoco lo hacen las fórmulas de justificación ideológica articuladas desde un repertorio todavía anclado a los años 90, que parecen ser la matriz mental de los estrategas del gobierno y el congreso), es que la crisis a la que deben responder es muy distinta a las previas. De hecho, es su lado opuesto, en un sentido histórico: es el desembalse de salida, o de quiebre, de la “solución” a la que se arribó hace ya más de tres décadas.
Que el incompleto y azaroso listado anterior sirva para señalar el punto: el Gobierno de Dina Boluarte y cualquier régimen “restaurador” que resulte de su paso por Palacio —es decir, cualquier nuevo pacto que se forje, como en los años 90, entre el poder congresal, facciones del empresariado y sectores de las Fuerzas Armadas y la policía— solo podrá ser una forma de la misma crisis, sin ninguna posibilidad de resolverla. En este momento agónico, ellos representan lo que está muriendo. Lo nuevo, más bien, nace en su contra.
La necesidad política de lo nuevo
Los últimos meses han dejado en claro que el bloque de contestación al que el Gobierno peruano se enfrenta es mucho más que una simple confluencia momentánea de intereses y voluntades, como pudo ser el que surgió en Lima para oponerse a la tenue, ilegítima presidencia de Manuel Merino en noviembre de 2020. El actual bloque opositor tiene una base más ancha y aglutina a una diversidad de actores sociales, económicos y políticos que son ellos mismos, en tiempo presente, en los hechos, un efecto de los procesos estructurales de los últimos 30 años. Son actores enraizados en las realidades materiales de la época neoliberal en el Perú. La rápida trascendencia de la protesta a una demanda democrática de espectro mucho más amplio que la identificación con Pedro Castillo revela no solo la potencia política de este bloque, sino también su solidez estructural, y contribuye en buena medida a explicar su persistencia. Nos dice, además, que aun si el gobierno logra “pacificar” el momento gracias a su creciente despliegue de violencia represora, no conseguirá darle ninguna estabilidad de largo plazo a un hipotético régimen “restaurado”.
Esto es así porque la pura respuesta represiva, articulada a partir de ideologemas agotados en la propia evolución del neoliberalismo peruano, no basta —incluso si momentáneamente parece hacerlo— para suprimir la expresión de intereses y deseos políticos que han emergido o se han transformado significativamente en ese mismo proceso. El régimen neoliberal no puede ser “restaurado” en contra de sus propios resultantes estructurales, a los cuales ya no puede excluir o marginalizar sin desnaturalizarse; la única alternativa real a la crisis es asumir la necesidad política de lo nuevo que ese desarrollo ha generado, lo cual significa, por necesidad, una apertura hacia el bloque de contestación, no el cierre represor que se intenta hoy desde el gobierno y el congreso. Lo que la presente coyuntura expresa es precisamente ese antagonismo, esa contradicción fundamental. Esa es la crisis.
Los intereses y deseos que se aglutinan en el estallido social de estos meses, articulándose en torno a las tres demandas clave de la protesta, son política y sociológicamente heterogéneos. En ese bloque confluyen las antiguas clases medias que recuperaron parcialmente su estabilidad en los años de crecimiento económico y las nuevas clases medias surgidas en ese mismo contexto en varias regiones del país, al ritmo de la expandida oferta educativa y las economías informales e ilegales. Confluyen también las clases trabajadoras precarias vinculadas a esas economías, que según estimados ocupan el 70% de la actividad económica en el país, y poblaciones locales vinculadas a la gran industria extractiva y primario-exportadora (y con una larga historia de negociación y lucha contra sus depredaciones). Están presentes también capitales comerciales insertos en circuitos de alcance regional junto a comunidades rurales y semi-rurales decisivamente “modernizadas” en las últimas décadas en virtud del uso de nuevas tecnologías de información y comunicación, que sin embargo no han abandonado sus vínculos tradicionales con el territorio o —crucialmente— sus identificaciones y afiliaciones étnicas. Y más. La lista podría seguir. De nuevo, no se trata de una taxonomía sistemática, sino solo un recuento rápido de algo que ha de estar a la vista de todos los observadores: la multiplicidad que bulle en las protestas y en el bloque de contestación más amplio (como, por ejemplo, el que se retrata en las encuestas).
Después de varias décadas de cancelación de la crítica radical, las izquierdas realmente existentes tampoco parecen capaces de responder realmente a los contenidos y las formas de lo nuevo. Sus vocabularios son limitados, cuando no anquilosados, y no bastan para articular discursivamente el actual proceso. Tampoco alcanzan para ello la mirada académica que ha sido su refugio durante un largo periodo de repliegue, ni los hábitos de instrumentalización y clientelismo en los que su desempeño ha tendido a apoyarse durante el periodo neoliberal, cuando solo pudo concebir su praxis como una negociación con el orden establecido desde posiciones subalternas y no —retóricas aparte— como una praxis revolucionaria o una confrontación en el terreno de la hegemonía.
Esa multiplicidad no es un síntoma de dispersión, aunque la dispersión sea uno de los riesgos que acechan al bloque opositor, y tampoco hace débil la protesta, aunque sí la haga descentralizada, lo que acarrea sus propios problemas. Es, sobre todo, un indicio de nuevas solidaridades posibles, apenas embrionarias quizá pero en trámite de consolidación. Expresa una multitud de formaciones subjetivas que emergen del propio proceso del neoliberalismo peruano, incluyendo —y esto también es crucial— las nuevas relaciones e intereses materiales generados en la economía peruana tal cual existe en la práctica, en los hechos concretos, independientemente de los adjetivos con los que describamos sus sectores. Algunas de estas formaciones subjetivas son incipientes, otras están enraizadas en tradiciones de mucha más larga data y mucho mayor densidad histórica, otras más se encontrarán en algún punto intermedio entre ambos polos, pero todas desbordan ya la matriz política existente y no podrán ser contenidas por ninguna versión “restaurada” de ella. Demandan su trascendencia.
Los riesgos del vacío ideológico
Dos aspectos interrelacionados de lo que está ocurriendo con las protestas (y, en menor medida, con el bloque de contestación más amplio) me parecen particularmente significativos.
El primero es que las movilizaciones de estos meses han conseguido algo que parecía muy difícil, si no imposible: expandir eficazmente al espacio nacionalluchas hasta ahora contenidas en escenarios regionales y locales, subsumiendo sus agendas, por ahora, en una formulación a la vez más puntual y más abstracta que las promueve en potencia sin hacerlas explícitas (nuevo gobierno, nuevas elecciones, nueva opción constitucional). Más aún, les han dado a esas luchas eminentemente reivindicativas, de matriz económica, una forma política en el sentido más riguroso del término, anunciando un terreno de negociación que no podrá ser ocluido con las usuales ofertas clientelistas y de discrecionalidad patrimonial.
Además de lo anterior, y a pesar de su evidente heterogeneidad y de lo múltiple que convoca, el estallido social de estos meses tiene como uno de sus centros de gravedad no solo “el sur andino”, en un sentido genérico, susceptible de idealización y mistificación, sino las identidades, subjetividades, instituciones y procesos de toma de decisión de comunidades específicas en esa región del país. Estas comunidades protagonizan y alimentan la protesta nacional tanto en sus escenarios regionales como en Lima, y son ellas las que movilizan a muchos otros sectores. Sus identidades, subjetividades, instituciones y procesos, surgidos de la realidad material de su situación concreta y anclados a ella, son un contenido inescapable —aunque no excluyente— de la forma política que ha tomado la oposición al gobierno y al congreso. De hecho, constituyen quizá su elemento más transformador, en la medida en que se posicionan como pocas otras veces en la historia del país para participar con agencia propia en la disputa por la hegemonía.
Es importante notar, sin embargo, que del mismo modo como la derecha y la respuesta reaccionaria representada por el gobierno no tienen instrumentos ideológicos eficientes para contener lo que bulle en el bloque de contestación y en las movilizaciones, la producción ideológica de las distintas facciones y agrupamientos de la izquierda peruana no alcanza tampoco a potenciar la coyuntura. En algunos casos, es incluso contraproducente. Después de varias décadas de cancelación de la crítica radical, las izquierdas realmente existentes tampoco parecen capaces de responder realmente a los contenidos y las formas de lo nuevo. Sus vocabularios son limitados, cuando no anquilosados, y no bastan para articular discursivamente el actual proceso. Tampoco alcanzan para ello la mirada académica que ha sido su refugio durante un largo periodo de repliegue, ni los hábitos de instrumentalización y clientelismo en los que su desempeño ha tendido a apoyarse durante el periodo neoliberal, cuando solo pudo concebir su praxis como una negociación con el orden establecido desde posiciones subalternas y no —retóricas aparte— como una praxis revolucionaria o una confrontación en el terreno de la hegemonía.
Esto, por cierto, no tiene que ser negativo: abre la posibilidad de que nuevas formulaciones emerjan de manera orgánica de la propia ebullición social y política, de la propia lucha y de las necesidades concretas del momento, incorporando desde su origen la intensa demanda democrática que lo caracteriza. Pero aún así, el riesgo de ese vacío ideológico es significativo. En primer lugar, porque, como sugerí antes, puede favorecer un pasaje de la heterogeneidad a la dispersión: sin articulaciones ideológicas mínimas, será muy difícil formalizar y darle concreción a insurgencias tan centrales a la protesta de estos meses y a la vez tan disímiles como las de una comunidad aimara de Chucuito, en Puno, o las de los trabajadores agroindustriales precarizados de Barrio Chino, en Ica, por citar dos ejemplos entre muchísimos posibles, y será muy difícil también sostener la solidaridad entre actores tan dispares.
Más aún, los vacíos ideológicos nunca duran demasiado. Se llenan siempre muy rápido con lo que esté al alcance de la mano, y no es inconcebible que, en el mediano plazo y en el contexto de una lucha prolongada, este vacío se llene con variaciones recrudecidas de las ideologías etno-regionalistas que nunca han dejado de circular en el Perú. Y no es inconcebible tampoco que esas formaciones ideológicas u otras más o menos afines, incluso si se expresan en un vocabulario convencionalmente marxista, cumplan la función de disfrazar las realidades materiales y los antagonismos de clase que han cobrado cuerpo durante los años del “modelo” en espacios determinados por las economías ilegales e informales o vinculados a ellas, incluyendo las prácticas de explotación, dominación y violencia que caracterizan a esas actividades productivas del capitalismo peruano. Con ello, servirían sobre todo para apuntalar la parcelación de la hegemonía sobre el territorio entre distintas facciones del capital, afirmando el dominio de élites regionales y locales sobre las comunidades y los trabajadores, y convirtiendo esta coyuntura, cuyo potencial transformador es genuino, en otra ocasión perdida.
Pero esos son solamente, como dije, riesgos y campanadas de alerta. No son pronósticos. Nada de ello ha ocurrido aún y las posibilidades continúan abiertas. Lo único definido hasta ahora es el estallido mismo, la lucha, y la voluntad generosa y solidaria de una mayoría de peruanos de sumarse en oposición a cualquier afán restaurador de un régimen que muere, aunque no lo sepa, y en pro del país nuevo que está hoy en un prolongado, trágico, todavía inconcluso trámite de nacimiento.
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