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Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2023Danza entre cenizas, Fabiola Pinel, (Editorial Apogeo, 2023)
A partir del conflicto armado interno se han generado, desde el arte, un cuantioso conjunto de obras, entre películas, dramaturgia, cuentos y novelas. A pesar de lo que pudiera pensarse, por el tiempo que ha pasado y el material producido, la violencia política de antaño no es un tema agotado: por un lado, de su vitalidad se encarga el Estado, que no deja de poner este contexto en agenda, haciendo que algunos fantasmas no terminen de desaparecer y repercutan en el pre,sente; por el otro, existen voces silenciadas que cada vez se hacen más necesarias escuchar, para que la violencia política, además de terminada, sea por fin procesada por la sociedad. Y es que la cantidad no necesariamente abarca pluralidad y los vacíos sobre la violencia política peruana son palmarios.
Uno de los aspectos más controvertidos del conflicto armado peruano es el del sujeto subversivo. Predomina en las obras literarias y en la filmografía —al menos en las más comerciales— el estereotipo del sujeto desalmado, hiperideologizado, cuyo móvil de las muertes es la muerte misma. Sin embargo, también existe otro tipo de narrativa, subterránea, casi clandestina, producida por artistas que han tenido cercanía a los (ex) grupos subversivos. Este discurso construye un prototipo opuesto: se presenta al militante heroico, indoblegable ante las fuerzas del Estado a las que han declarado la guerra. En ambos casos cuesta reconocer al humano cotidiano y sus vicisitudes.
La novela de Pinel rompe con esta dicotomía y lleva al arte a un paso delante de las ciencias sociales. Hace algunos años, un reconocido politólogo se quejaba de un grupo de jóvenes relacionados con Sendero Luminoso. Quiso entablar un diálogo con ellos, pero la conversación no prosperó. El intelectual los calificó de intolerables y desagradables. Es la historia de un científico social que falla en su primer día de trabajo de campo y decide patear el tablero, insultando a su objeto de estudio. Él mismo reconoció después que pudo haber insistido en su empresa, pero que no le dio la gana.
Precisamente, el mérito de la autora es que, a través de un minucioso trabajo de investigación y registro —que incluye largo tiempo de conversación con las protagonistas de la novela— logra reconstruir, a través de sus personajes, esa parte de la historia del conflicto armado interno que hasta este momento había permanecido oculta. O, quizás, exprofesamente ignorada.
Danza entre cenizas es la historia de Clara, una chica de clase media, que habita en un barrio popular junto con su hermana María y su hermano Abel, un estudiante universitario inserto en la política de su tiempo. En medio de la turbulencia de los años 80, la vida de Clara se desarrolla sin grandes sobresaltos hasta que un día la guerra le estalla en la cara: la Policía detiene a su hermano, acusándolo de senderista. A partir de ahí, su vida cambia para siempre.
Más allá de la prosa ágil y la historia envolvente —grandes méritos de la pluma de Pinel—, el mayor logro de la novela es que permite conocer las subjetividades de una senderista: sus miedos, convicciones y perspectivas, no tanto como combatiente, sino como ser humano.
La narrativa de autores afines a los movimientos subversivos suele tener tintes de hagiografía. En cambio, el relato de Pinel, si bien nos presenta una mirada desde la exsenderista que recuerda con cariño su pasado y regresa a él para comprender su presente y cobrarse algunos saldos, no es el de la férrea senderista dispuesta a inmolarse por su organización. Clara, más bien, duda en todo momento. Desde su primera acción hasta en la sala de torturas.
Días antes precisamente había hablado con Ñanty.
―¿Tú crees que resistirás la tortura? Yo no sé. Me muero de miedo.
―No pienses, Clara. Odio a los soplones. Mi papá cayó por un soplón miserable. Más que a la tortura, yo tengo miedo a que me violen. ¿Te imaginas? ¡Perder la virginidad con un poli miserable! —era el pensamiento que atormentaba a Ñantika.
«Felizmente ya no soy virgen», pensó Clara.
(p.131)
El comisario se había comunicado con sus padres y ellos la estaban esperando, sentados. Discutían. Clara sintió alivio al saber que sus padres estaban informados. Luego sintió miedo. ¿La torturarían? Recién sabría si resistiría o no. Si era una compañera o una traidora. Si tenía temple o no. ¿Qué es tener temple? Quizá sus padres lograran sacarla como la otra vez, por ser menor de edad. ¿Tendría nuevamente ese privilegio mientras torturaban a los otros compañeros del camión? Si se quedaba, sabría realmente si era una verdadera compañera o no. Esas ideas, mezcladas con el miedo, invadían su cabeza. Cuando la vieron sus padres trataron de acercarse. No se lo permitieron.
(p. 189)
A pesar de que la novela relata la conversión de una adolescente pendiente de chicos y fiestas a una combatiente senderista, partícipe de múltiples acciones armadas; no se trata de una novela de aprendizaje. O quizás lo sea, pero al revés, pues la mutación se da a pesar del deseo de la protagonista. Es el contexto histórico, social, político, y también personal, el que sella su destino.
“El país ardiendo y yo pensando en ser actriz, parece tan absurdo. ¿Por qué tuve que nacer en esta época? Pucha, ya estoy pensando tonterías», se reprendió a sí misma. Ñantika le había hecho una exhortación antes de despedirse para que aceptara:
―Oye, no te pases, pues, Clara, tenemos que hacer más, mira a los compañeros luchando, hasta han dado su vida. ¿Y tú? «Lo voy a pensar, bla, bla, bla»”.
(p.102)
Clara entra a la lucha armada en una suerte de “sin querer, queriendo”. Nadie la forzó, pero tampoco es que ella lo haya estado buscando a partir de una decisión consciente y firme. Su atmósfera social fue cambiando y la fue absorbiendo paulatinamente, hasta que, de manera natural, se sintió comprometida con la organización y sus acciones.
Además de la maduración política de Clara, la obra presenta la evolución de una adolescente en mujer. Este es otro de los puntos fuertes de la novela. La voz femenina, y los incómodos procesos por los que atraviesa están muy presentes en la narración, como los efectos en el uso de pastillas anticonceptivas o las necesidades fisiológicas en una combatiente que tiene que caminar horas en condiciones hostiles, así como también las vivencias sexuales relatadas de manera cruda, como la guerra descarnada que se vivía en el país.
“―¿Está tu mami? —le preguntó Clara con un aire pícaro. Esa pregunta suscitó una erección en Jorge pues sabía lo que significaba.
―No —le respondió sin dejar de abrazarla—. Estás con suerte, vas a probar lo mejor de Jorgito —le susurró al oído refiriéndose a su verga. Subieron al cuarto y, luego de advertir a sus hermanos que no jodieran, empezó a besarla por el cuello, los pechos, jugar con lola y lolita (así llamaba a sus tetas), Jorge sufrió tratando de bajarle su jean al cuete, al menos hasta los tobillos, así continuaron. Luego, antes de culminar le dijo gimiendo—: ¿Te… lo… puedo… vaciar… en… la cara? —A Clara le dio gracia y hasta recordó que había leído que era bueno para la piel. Dijo que sí con la cabeza y cerró los ojos. Jorge terminó salpicándola de esperma a mansalva.
Después de algunas risas y de limpiarse con su polo, mientras estaban echados de espaldas a medio vestir mirando el techo del cuarto y gozando los instantes de satisfacción después del sexo, Clara cortó el silencio.
―¡Jorge, me voy otra vez a la guerra! —le soltó”.
(p.147)
El lector no podrá corroborar en esta novela ninguno de los estereotipos con los que, por lo general, se suelen encasillar a las personas que han activado en movimientos subversivos. Descubrirá, más bien, un mundo completamente distinto al imaginado. Es el mundo al revés, en el que lo que se tiene concebido como malo es bueno y viceversa. En el que los enemigos públicos son los amigos íntimos, y lo que desde el Estado era narrado como tragedia nacional, para otro grupo de personas era el florecimiento de un mundo nuevo. Una parte elocuente es cuando capturan a Abimael Guzmán. Se trata de una fecha establecida como celebración nacional, pero esto no fue asimilado así en el caso Clara y su círculo social. Para ellos se trató de una derrota moral; de muertes, sacrificios, sangre y promesas al pueblo hechas cenizas.
A pesar de sus connotaciones y de las reflexiones a las que, necesariamente, conlleva, Danza entre cenizas no es una novela política. Sería un error catalogarla de esa manera. No existe dentro de la autora una definición ideológica en la que, a través de sus personajes, estructure una crítica social y política. No hay planteamiento, pero, eso sí, un conjunto de vivencias y emociones que nos permiten comprender, mucho mejor, el momento histórico-trágico de una parte de sus actores.
La novela tampoco está escrita desde la nostalgia hacia un pasado idealizado, como podría interpretarse desde una mirada superficial. El desencanto es más bien el signo de sus páginas, lo cual se hace ostensible en la última conversación que tienen, varios años después en un café miraflorino, Clara y Ñantika —las amigas, exsenderistas convertidas en mujeres privilegiadas—, en la que juntas descubren “dolorosamente” que, para ellas, “la paz siempre será mejor que la guerra”.
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