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Revista Ideele N°219. Mayo 2012A raíz del centenario de la muerte de Bram Stoker, un mal escritor que de pronto escribe una obra genial —Drácula—, la figura del Conde ha estado en vitrina. Pero para las generaciones que nacimos en el siglo XX, este ser está incrustado en nuestro imaginario y no necesita de fechas especiales para ser recordado. Es el vampiro humano más famoso, y debe estar encabezando la lista de los personajes más interpretados. Solo en el cine se han filmado 150 películas sobre este personaje triste y cruel, fino y animal, lejano y familiar.
Como el más cruel, el más sangriento, el más temido y el más fascinante: así veíamos a Drácula los niños de la generación de la TV, acostumbrados a las series sabatinas de Boris Karloff y Alfred Hitchcock, mientras nos cubríamos el rostro con la mano aunque manteniendo siempre una rendija entre los dedos, porque era imposible dejar de inquietarnos con su entrada histriónica en el dormitorio de sus víctimas y presenciar el exacto momento en el que les clavaba los colmillos en el cuello.
Insuperable, podrían seguirlo en el ranking Frankenstein o Mister Hyde. Fascinante, como después puede haber sido Hannibal Lecter. Todos ellos mueven alguna fibra atávica que nos produce un placer aterrador no exento de masoquismo. Los Freddy Krugers de ahora no les llegan al translúcido tobillo.
El célebre personaje ha tenido varios rostros: la mayoría duros y malvados, y otros ridículamente caricaturizados. El más recordado fue el del actor húngaro Bela Lugosi, con capa, frac y corbata michi —un clásico—, seguido del británico Drácula de Christopher Lee, un gentleman con maquillaje expresionista y grandes colmillos.
Otros actores conocidos se han dado el lujo de parodiar a nuestro personaje, entre ellos David Niven, que dio vida a un conde transilvano con bigotito, en una comedia de segunda que seguía la moda de El joven Frankenstein, cinta de Mel Brooks. Hasta el maestro alucinado David Lynch cayó en la tentación y mostró a Peter Fonda como un Drácula hipposo y lánguido, de pelo largo, miembro de una familia disfuncional de vampiros.
De todos ellos, tres son los que nos conmueven, aunque esto parezca paradójico: el Nosferatu de Friedrich W. Murnau, de la época del cine mudo (1922); el Nosferatu de su compatriota alemán, el intrépido director Werner Herzog (1970), y el Drácula de Francis Ford Coppola (1992).
El de Herzog es un remake del primero, pero hay entre ambos personajes evidentes diferencias físicas y de personalidad, que hacen que nos distanciemos de uno y nos enternezcamos con el otro.
El Nosferatu mudo es realmente un feo de la pantalla en blanco y negro: tiene la cara larga, una gran nariz ganchuda como de bruja, grandes ojos abiertos maquillados a la manera expresionista, enormes ojeras, cejas muy anchas, una mirada asustada y una calvicie como la del Larry de Los tres chiflados. Parece un muñecón de gestos amables. Cuando se escapa luego de haber saciado su sed de sangre, corre como un ancianito gracioso e inofensivo. Solo su sombra, proyectada en alguna pared, puede producir un leve estremecimiento. No hay en él un atisbo de erotismo. En todo caso, estamos ante una caricatura del Drácula que vendrá después.
¿Un vampiro tierno? Sí, tierno y desvalido es el Nosferatu de Herzog. El de los ojos tristes, mirada ansiosa y vidriosa, como si estuviese siempre a punto de llorar. Delgado, de una palidez transparente, parece desvalido. Sus manos, de uñas como las de las emperatrices chinas, siempre están heladas. No es ostentoso: viste de negro, con una sotana tipo cura y su infaltable capa negra. Sobresalen de su boca dos colmillos delgados parecidos a triángulos invertidos que terminan en puntas afiladas. Fino, amable y educado. Suspira y gime constantemente. Se acerca a su víctima como si fuera inevitable, como si no lo quisiera. Después de la performance queda asustado y avergonzado.
En cambio, el Drácula del sorprendente director estadounidense Ford Coppola es fiel al de la novela de Stoker. Es caracterizado por el actor británico Gary Oldman, quien lo representa como un anciano arrugado de rostro lívido, con ojos fríos como glaciares, vestido con un kimono rojo de larga cola y peluca kabuki. Su risa algo afeminada contrasta con su voz estruendosa con dejo europeo-oriental y su fuerte contextura (Oldman bajó una octava su voz para darle un toque más dramático y amenazador). No tiene un pelo de dulzura y más bien es agresivo como el despiadado guerrero de la Orden del Dragón que fuera 400 años antes. Siempre cubierto por una capa roja, es elegante y educado. Tiene largos pelos blancos en las manos que terminan en uñas larguísimas como garras. Se arrastra y trepa. Ruge. Se transforma en hombre lobo con los ojos inyectados de sangre cuando ataca sexualmente a sus víctimas.
Cruel y repugnante. Hasta aquí, podríamos decir que este Drácula genera sentimientos opuestos a los que nos podría inspirar el amable Nosferatu. Pero el personaje no es maniqueo. No es gratuitamente perverso. Su historia es trágica.

El célebre personaje ha tenido varios rostros: la mayoría duros y malvados, y otros ridículamente caricaturizados. El más recordado fue el del actor húngaro Bela Lugosi, con capa, frac y corbata michi —un clásico—, seguido del británico Drácula de Christopher Lee, un gentleman con maquillaje expresionista y grandes colmillos
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En cualquiera de estas tres versiones, el personaje sufre. Y no es una vulgar angustia existencial o una depresión: se trata de un sufrimiento eterno. No puede morir. (El peso de la inmortalidad debe de ser un rocón aplastante sobre la espalda.)
Acerca del tiempo, el Conde dice que es un abismo profundo como mil noches. Los siglos van y vienen. Agrega: “No poder envejecer es terrible. La muerte no es lo peor; hay cosas más terribles. ¿Se imagina usted vivir durante siglos? ¿Experimentar todos los días las mismas banales experiencias?” (Peor que si lo hubieran puesto en cualquiera de los círculos del Infierno de Dante.)
Por si esto fuera poco, es el último de su especie (¿puede haber mayor tristeza que ésa?). Es un solitario de marca mayor. No tiene con quién compartir ni nadie a quién recurrir. Con dolor exclama que prefiere la oscuridad y las sombras, donde puede estar solo con sus pensamientos.
Ha perdido su alma. “No busco ni la alegría ni el júbilo, y menos aún la felicidad que obtienen los jóvenes por un bello día de sol y el murmullo del agua”, declara el viejo Conde.
Dicen que llora lágrimas de sangre. Hace 400 años el vampiro perdió a su amor. El cruel Drácula de Coppola se deshace en llanto cuando menciona a la princesa Elizabetha, quien se suicida al ser engañada por sus enemigos. Son varios los momentos en la película en los que los ojos se le humedecen al recordarla. El Conde pertenecía a la Orden del Draculo, integrada por cruzados que defendían a la Iglesia Católica ante la invasión de los turcos musulmanes en Rumania. El Conde partió a la batalla y Elizabetha se quedó esperándolo. Los cruzados vencieron, y los turcos, para vengarse, lanzaron una flecha al interior del castillo con una nota que anunciaba la muerte de Drácula. Elizabetha, sin dudar, se tiró al río que bordeaba la propiedad. Al regresar y enterarse de lo ocurrido, Drácula abjura de Dios. “¿Ésta es mi recompensa por defenderlo?”, grita desesperado. Fue por venganza que inició los rituales sangrientos, despellejando a sus víctimas, cortándolas en pedazos y bebiendo su sangre.
Estamos ante un caballero romántico que piensa que el amor perdura más allá de la vida. Así pasan los siglos y su fidelidad se mantiene a prueba de balas. Hasta que, cuatro centurias más tarde, encuentra a una mujer que es calco y copia de la princesa. Como nunca se resignó a la pérdida, manifiesta animado: “Yo también quiero amar, y amaré otra vez”.
Por ello es capaz de todo. Se transforma en el príncipe Vlad, un hombre joven de largo pelo castaño y anteojos a lo John Lennon, y así seduce a Winnona Rider, quien sucumbe ante tremendo amor.
En el Nosferatu de Herzog el objeto del deseo es una Isabelle Adjani de cuello de cisne, ante quien declara que la ausencia de amor es el dolor más profundo. Ella sabe que la única forma de vencerlo es entregándose a él y manteniéndolo con ella hasta que amanezca. Debe lograr que no escuche el canto del gallo, para que la primera luz del día lo destruya.
Luego de entrar en su dormitorio convertido en murciélago, Nosferatu la toca con delicadeza, le acaricia las piernas con una mezcla de deseo y hambre. La muerde con suavidad, como si la estuviera besando. Ella lo retiene hasta que amanece. Él sucumbe y es destruido.
Cómo no conmovernos ante tanto sufrimiento y, de paso, congraciarnos con el personaje más impresionante de nuestra infancia.
¿Se le perdona?
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