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Revista Ideele N°218. Abril 2012En una reciente entrevista con El Comercio, Lourdes Flores hace eco de los planteamientos del politólogo Carlos Meléndez para argumentar que el desarrollo en el Perú se truncó por la informalidad y la conflictividad. Tal como ella lo plantea, el problema no es el modelo económico en sí, sino la capacidad del Estado de regular a la sociedad que se rebela contra él por la vía de la informalidad o la conflictividad. La conclusión de un diagnóstico de esta naturaleza es relativamente simple: es preciso fortalecer el Estado para imponer orden tanto en lo económico como en lo social. La respuesta a las crisis coyunturales que surjan en el país —como la de Conga— consiste en recurrir a las fuerzas de seguridad para imponer orden donde hay conflicto y, así, permitir que el desarrollo (léase inversión, principalmente extranjera) pueda darse.
Me parece que diagnósticos de este tipo confunden los síntomas con las causas: más bien, creo que la brutal exclusión que genera el modelo económico en el Perú —una exclusión profundamente marcada por el racismo, que no permite reconocer a todos y todas los peruanos y peruanas como ciudadanos con igualdad de derechos— es el origen de la informalidad y la conflictividad social que se vive en el país. En otras palabras, tanto la informalidad como la conflictividad son productos de un modelo económico excluyente y racista que no permite a un gran número de peruanos vivir una vida digna.
Son dos diagnósticos muy distintos, que por eso mismo llevan a diferentes propuestas políticas y maneras de gobernar. En el primero, lo importante es fortalecer la capacidad del Estado para imponer el orden: combatir la informalidad y reducir la conflictividad —por medio de la represión, si fuese necesario—. En el segundo también es importante fortalecer la capacidad del Estado, pero no solo ni principalmente para imponer orden, sino para crear mecanismos que regulen mejor el mercado, y para escuchar a la sociedad y responder efectivamente a sus demandas. Es este segundo un modelo de un Estado regulador en lo económico y en lo social, no por la vía de la imposición sino del diálogo democrático con la sociedad y con el eje puesto en las demandas de ésta. Ese modelo busca democratizar el Estado para que pueda responder a las necesidades de las grandes mayorías de peruanos que han sufrido exclusión, pobreza y marginalización. El Estado, según este modelo, busca tender puentes con la sociedad para llegar a soluciones que permitan un diálogo entre la autoridad, el mercado y los ciudadanos para, juntos, construir un país más democrático e igualitario.
En su campaña presidencial, Ollanta Humala planteó la segunda opción como suya: la necesidad de reestructurar las relaciones entre el Estado y la sociedad como punto de partida hacia la construcción de un país más democrático e inclusivo. La “Gran Transformación” que planteó implicaba no solo una revisión fundamental del modelo neoliberal ortodoxo implantado desde el fujimorato, sino también una reestructuración profunda de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Se trataba de la necesidad de fortalecer y de democratizar el Estado, lo que pasa no solo por un proceso de acercamiento a través de programas sociales razonados y concretos, como Beca 18, Cuna Más, Pensión 65 y otros, sino también por un fortalecimiento de las instituciones democráticas y de las mismas estructuras del Estado, que aún padece de un verticalismo imponente. Para ello convocó a reconocidos intelectuales de diversas tendencias, algunos de izquierda, que ayudaron esbozar un plan para la transformación democrática del Estado y de las relaciones entre éste y la sociedad.
La crisis que se suscitó luego de las protestas por las inversiones mineras en Conga puso de relieve la dificultad del presidente Humala para cohesionar a su Gobierno alrededor de esa visión. Los cambios ministeriales llevaron a varios comentaristas a cuestionar el compromiso de Humala con la “gran transformación” que él mismo había propuesto, hasta el punto de que se comenzó a hablar de una “derechización” del Gobierno. La tentación que enfrentó Humala a raíz de la crisis de Conga consistió en alejarse del diagnóstico del país que él mismo proponía, que se acerca más a la segunda visión aquí planteada y que fue a fin de cuentas la base para su propuesta de “gran transformación”, para asumir como suya una visión como la que plantea Lourdes Flores, que termina confundiendo síntomas y causas. Por eso desconcertó a muchas personas que apoyaban al Gobierno de Humala su reacción frente a las dificultades de llegar a un acuerdo en relación con el caso Conga y la decisión de cortar el diálogo y declarar un estado de emergencia. Así el Gobierno parecía estar asumiendo una visión lejana de la que proponía al empezar su mandato. Los cambios ministeriales que siguieron, y el alejamiento de algunos intelectuales de izquierda que acompañaron a Humala desde antes de su elección, parecían confirmar un giro que lo alejaba de la visión de “gran transformación” y lo acercaba más a la visión que sostiene la derecha peruana.

Tanto la informalidad como la conflictividad son productos de un modelo económico excluyente y racista que no permite a un gran número de peruanos vivir una vida digna
Me parece más interesante pensar en la coyuntura actual como una serie de tentaciones que enfrenta Humala a partir de problemas reales de su Gobierno. Éste adolece de una estructura débil, sin un partido político fuerte y cohesionado que lo sostenga y lo apoye; no goza de mayoría en el Parlamento, ha peleado reiteradas veces con su principal aliado (Perú Posible), y la fragmentación del Congreso es un problema permanente para la gobernabilidad del país. A esto se suma la fuerte y creciente presión de los poderes fácticos para que no toque el modelo, así como aquélla que ejerce la sociedad, que espera el cambio. Frente a esta situación, un Gobierno con reflejos algo lentos (como se ha hecho evidente en varias ocasiones, la más reciente el silencio total del Presidente ante los notorios privilegios de los que goza su hermano Antauro, condenado por la justicia peruana por la muerte de cuatro policías) hace crecer la sensación de que Humala es un líder débil y que son en realidad los asesores que lo rodean (entre ellos su esposa Nadine Heredia, pero también, lo que resulta más preocupante, los asesores ex militares a quienes se les acusa de ser cercanos a Montesinos) los que manejan el rumbo del Gobierno actual. Tal vez sea temprano para hacer afirmaciones tajantes en ese sentido, pero los indicios son preocupantes.
En el caso de Conga, Humala cedió a la tentación de responder a la crisis de una manera tradicional y apartado de sus propios planteamientos sobre la necesidad de crear mecanismos de diálogo entre el Estado, el mercado y la sociedad para resolver conflictos y llevar adelante un proceso de desarrollo nacional pensando en las grandes mayorías, y en la necesidad de fortalecer la capacidad del Estado no para reprimir sino para mediar las relaciones con las grandes empresas (nacionales e internacionales) y así proteger a las comunidades y el medio ambiente. Respondió rompiendo el diálogo e imponiendo un estado de emergencia, respuestas muy alejadas de los planteamientos de la “gran transformación”, pues responden a lógicas verticales y autoritarias.
Varios meses después de la irrupción de la crisis de Conga, permanece una sensación de incertidumbre sobre hacia dónde va el Gobierno de Humala. En ese escenario, me parece que el Presidente enfrenta una última tentación: la de alejarse permanentemente de la visión que planteó cuando era candidato, de la “gran transformación” que prometía no solo repensar el modelo económico sino también una democratización del Estado y de la relación entre éste y los ciudadanos. La tentación de acomodarse a las estructuras existentes —impuestas desde el fujimorato, en las que el Estado fue diezmado a favor de la noción de que el mercado puede solucionar todo, y en las que la relación entre el Estado y la sociedad es esencialmente autoritaria y represiva; estructuras que a pesar de la transición a la democracia en 2000-2001 no han sido fundamentalmente alteradas— es grande debido precisamente a las debilidades que caracterizan al actual Gobierno.
Impulsar la transformación estructural del Estado y de las relaciones Estado-sociedad, proceso que pasa necesariamente por el fortalecimiento y democratización de éste y de su relación con la sociedad, no es un camino fácil: implica enfrentarse con intereses establecidos y poderes fácticos que no tienen interés en alterar el statu quo que tanto los beneficia. La última tentación de Humala es abandonar la visión de transformación estructural que lo llevó al poder, para acomodarse a las estructuras de poder existentes, lo que significaría tender alianzas hacia los poderes fácticos, mantener el modelo económico sin grandes modificaciones más allá de algunos programas sociales que permitan al Gobierno decir que cumplió con su meta de fomentar la inclusión social, y recurrir a la represión cuando la conflictividad se desborde. Eso puede devenir en un autoritarismo populista ya bastante conocido en el país, que cumple con sus promesas de inclusión social a través de programas clientelistas que proveen beneficios a sectores específicos de la población pero sin alterar el modelo económico ni las relaciones Estado-sociedad. Así, en cinco años, el Perú se encontrará en el mismo donde estuvo en el 2011 y en el 2006, con un gran número de peruanos y peruanas excluidos, insatisfechos, y tal vez más radicales que nunca.
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