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Revista Ideele N°213. Octubre 2011En la última campaña electoral peruana, uno de los fundados temores que nacional e internacionalmente despertaba el candidato Ollanta Humala era si respetaría o no la libertad de expresión, tomando en cuenta los condenables atropellos que la prensa y la disidencia política y civil han sufrido —y sufren— en países como Venezuela y Ecuador, cuyos actuales gobiernos podrían ser calificados como ideológicamente afines al del hoy Presidente peruano. Humala ganó las elecciones y, por lo menos hasta ahora, no hay indicio razonable alguno que haga sospechar intenciones intervencionistas o autoritarias en materia de libertad de expresión, más allá de la estridencia de diarios como Correo, que no pierde la esperanza de algún complot del Gobierno contra la prensa.
Lo ocurrido es, más bien, lo contrario: en septiembre último vino al Perú la actual Relatora Especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la colombiana Catalina Botero. Si bien fue una visita no oficial, tuvo oportunidad de dialogar y tomar contacto —en un clima de total libertad— con autoridades gubernamentales, con la comunidad internacional acreditada en el Perú, con periodistas de varias ciudades del país, con universidades, medios de comunicación, defensores de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil. Además, hace unas semanas se llevó a cabo, en Lima, la Conferencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que agrupa a los dueños de los principales medios de comunicación del continente.
Dicho lo anterior, nos preocupa en cambio el casi nulo debate en el Perú sobre cómo hacer, en democracia, para regular razonable y legítimamente la propiedad y la concesión de licencias de los medios de comunicación radiales, televisivos y electrónicos, no con el ánimo de someterlos al poder de turno, sino con la finalidad democrática de asegurar el cumplimiento de otra de las caras esenciales de la libertad de expresión: el derecho del ciudadano y la ciudadana de ser plural, libre y debidamente informado.
La libertad de expresión es “pilar de la democracia” —como lo han declarado la Comisión y la Corte interamericanas—, porque es indispensable para la “libre circulación” de información, ideas y opiniones, y, por ende, para que los ciudadanos nos formemos una opinión de la cosa pública y luego debatamos, fiscalicemos o votemos. Otra de las razones para erigir a la libertad de expresión como pilar de la democracia es que se trata de un derecho insustituible para denunciar la violación de otros derechos fundamentales, como a la vida, la salud o los derechos políticos. En otras palabras, al proteger la libertad de expresión se está protegiendo, a la vez, la democracia y otros derechos humanos.
Desde esta perspectiva, la libertad de expresión no es exclusiva de los periodistas ni, menos aun, de los dueños de los diarios y estaciones de radio o televisión. Ella le pertenece a la sociedad en su conjunto y a todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas, ricos y pobres, lo que por cierto comprende también a los hombres de prensa y propietarios de medios. De lo que se colige que un gobierno democrático no solo tiene el derecho sino también el deber de propiciar que todos los ciudadanos cuenten con condiciones mínimas para informarse y expresarse plural y libremente, con lo que la concentración de la propiedad pública o privada de los medios de comunicación (a través de monopolios u oligopolios) y la escasa pluralidad de la información también conspiran contra la libertad de expresión.
Es por eso muy lamentable que, cada vez que la prensa escucha una voz, por tímida que sea, que sugiere este enfoque en el Perú, de inmediato le caen con todo para acusarla de velasquista o de chavista. Es cierto que los terribles espejos venezolano y ecuatoriano están ahí para espantar a cualquiera, como lo es que el recuerdo de la confiscación de los medios de comunicación en el Perú durante el velasquismo aún retumba fuerte en la memoria de muchos. Se suele olvidar, sin embargo, que, en un tiempo bastante más cercano, durante los años noventa, la prensa también fue capturada, pero no con métodos de cuartel sino de mafia que compró —al contado— la línea editorial de los principales medios. Nada de eso fue fantasía: sucedió y viene perpetrándose aún hoy en otros países de la región.

Pero este fundado temor de retornar a los tiempos de una prensa sometida a la dictadura militar de los años setenta o a la dictadura civil de los noventa, no debería impedirnos al menos comenzar a debatir la conveniencia —o no— de limitar la concentración de la propiedad privada de los medios de comunicación —como ya se hace en otras actividades económicas para evitar los monopolios u oligopolios— y de regular la concesión de frecuencias radiales, televisivas o digitales, con la exclusiva finalidad de propiciar una más libre y plural circulación de información, opiniones e ideas. Además, estamos en un momento privilegiado para ello, gracias al avance tecnológico y a la televisión digital, cuyas licencias deberían ser distribuidas a partir no solo de criterios económicos y comerciales, sino también de consideraciones sociales como, por ejemplo, propiciar que grupos históricamente discriminados (los pueblos indígenas, por ejemplo) puedan mejorar la difusión de su cultura y posiciones o que periodistas de investigación tengan la oportunidad de difundir sus trabajos y denuncias.
¿Cómo hacer todo esto y no caer en la tentación autoritaria chavista o velasquista? Primero, esta regulación solo podría hacerse en un régimen democrático como el que tenemos en el Perú desde la caída del fujimorismo; jamás podría llevarse a cabo sin prensa libre o sin equilibrio de poderes. Segundo, hay estándares interamericanos sobre el particular ya desarrollados por la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH, que deberían ser tomados como base para comenzar a debatir sobre el tema. Esta Relatoría, por ejemplo, ya ha explicitado que:
35. La Corte Interamericana y la CIDH han señalado claramente que los monopolios u oligopolios en la propiedad y control de los medios de comunicación atentan gravemente contra el derecho a la libertad de expresión. En consecuencia, es obligación de los Estados sujetar la propiedad y el control de los medios a leyes generales antimonopólicas para evitar la concentración de hecho o de derecho que restrinja la pluralidad y diversidad que aseguran el pleno ejercicio del derecho a la información de los ciudadanos…
Tercero, debería solicitarse la asesoría y veeduría internacional de organismos independientes como la CIDH, la Relatoría de Libertad de Expresión de Naciones Unidas y de la propia SIP. Cuarto, el órgano o instancia constituido para tal fin debería ser público pero no gubernamental; esto es, bajo ningún concepto debería depender del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, sino que tendría que ser un órgano independiente conformado por técnicos y personalidades y en el que deberían estar representados diversos sectores: los actuales propietarios de medios, periodistas, Estado y organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la defensa de la libertad de expresión. Quinto, un compromiso político expreso y previo de las principales autoridades de respetar la independencia e imparcialidad de este proceso y no pretender premiar a los amigos y castigar a los enemigos.
Somos conscientes de que éste es un tema complicado, muy polémico y que despierta pasiones y temores —¿a nosotros también nos acusarán de chavistas o velasquistas por escribir este artículo?—; pero, a la vez, consideramos que se trata de un asunto indispensable para consolidar y perfeccionar nuestra democracia.
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