Jicamarca, una parte empolvada de la ciencia

Escrito por Revista Ideele N°213. Octubre 2011

Cuando uno habla de ciencia en el Perú, difícilmente estará hablando de ciencia peruana. No habría forma de diferenciar o reconocer en nuestro imaginario común algo que se pueda catalogar como tal. Quizá puedan saltar a nuestra mente algunos nombres de los libros de Historia del colegio. Pero, como señala el artículo Ceni Ciencia, esos nombres, hoy, nos refieren a una historia pasada, de individuos aislados y accidentados, no a un desarrollo científico continuo que haga que el Perú avance.

De esa historia no todo es un pasado empolvado por el desinterés del Estado en la ciencia. El Radio Observatorio de Jicamarca (ROJ), al este de Lima, rodeado de gran cantidad de botaderos, a 10 km de la carretera Central,  próximo a cumplir 50 años, es un claro ejemplo de la gran deuda que tiene el Estado con la ciencia y de cómo para científicos peruanos es más fácil encontrar respuestas concretas en la ionosfera antes que en el Estado.

Para Ronald Woodman, uno de los más reconocidos científicos peruanos y presidente del Instituto Geofísico Peruano que tiene a cargo el observatorio, la deuda es clara: “El Perú invierte el 0,1% de PBI en ciencia y tecnología; los países desarrollados, el 2% ó 3%; y hay que tener en consideración que el PBI perca pita de éstos es mucho mayor. Si lo vemos de esa manera invertimos casi la décima parte que lo que invierten ellos. Esperamos un cambio. El primer ministro ha anunciado un incremento al 1%, pero ya en el presupuesto del 2012 no se ve ese aumento”.

El observatorio, construido a principios de los sesentas (1961 – 1962), no tiene fecha clara de nacimiento, porque no tuvo una primera piedra que escribiera su partida. Cual migrante, con fondos venidos de instituciones científicas estadounidenses como la Universidad de Cornell y la National Science Foundation, el Observatorio nació debido a la expansión mundial de mediciones geofísicas globales que se vieron impulsadas a finales de los cincuentas, sobre todo en 1957, que fue designado “Año Geofísico Internacional”.

Hasta ese año, nunca, a excepción  de los casos  de  guerra,  se  había  movilizado  a  tantos  intelectuales para  una  causa  común. “El  impulso  que  los  mueve en este caso, es  el  afán  de llevar a un mayor y más profundo conocimiento de nuestro planeta, la Tierra”, señalaba el programa de la UNESCO de ese año.

Estar situados en el área magnética ecuatorial (distinta a la línea ecuatorial) que pasa al sur de Lima y permite el estudio de la ionosfera de manera directa con lo que resulta más económico, y que el científico Kenneth Bowles, considerado el padre del ROJ, estuviese familiarizado con el país, permitió que dichas instituciones financiaran la construcción del Observatorio de Jicamarca en el país. Su misión: estudiar la ionosfera, región de la atmosfera donde los átomos pierden electrones y se vuelven de carga positiva. O, para decirlo de manera más sencilla, la capa de la atmósfera donde rebotan todas las señales, tipo espejo, que permiten transmitir información más allá del horizonte. “El ROJ era una alternativa para hacer estudios desde Tierra de lo que está pasando allá arriba. Fue el primero en su clase con una nueva tecnología para estudiar el espacio; no había otro Jicamarca en el mundo”, recuerda Woodman.

Cómo, exactamente, lo hacen, solo ellos lo entienden. “Para eso tendría que hacer una introducción. Los átomos, por naturaleza…”, se esfuerza Woodman en simplificar una explicación para hacerla asequible y al final por lo menos sabes que sí hay una forma de hacerlo. Jicamarca cuenta para ello con una de las antenas más grandes del mundo. Grande, no alta: 85,000 m2 de una planicie en medio del desierto de Huachipa. Dentro de la sede, más de cincuenta trabajadores crean fórmulas matemáticas, toman apuntes y calculan, por ejemplo, “que es la hora del almuerzo”, bromea uno.

“El ROJ Fue el primero en su clase con una nueva tecnología para estudiar el espacio; no había otro Jicamarca en el mundo”

No hay oficinas; es más como una fábrica con señales magnéticas en vez de humo. Las mesas de trabajo se extienden entre máquinas de los años sesentas, ésas con miles de focos pequeños de distintos colores, medidores, palancas on/off. Todas ellas reemplazadas por un único sistema, parecido a varios plomos de las duchas eléctricas de los baños, conectado a dos computadoras. Modernización llevada a cabo por los mismos científicos del lugar, que solo necesitaron un transmisor traído de Estados Unidos para construir los tres adicionales que permiten el funcionamiento del centro, cuenta con orgullo Víctor Quezada, jefe de operaciones del ROJ. Las antiguas maquinarias parecen servir ahora sobre todo para configurar un ambiente adecuado para pensar en cifras y fórmulas o para ser un testimonio de que ahí la ciencia no es una cosa solo de ahora.

Moverse por las demás áreas es como sumergirse en el interior del motor de un automóvil: una constante analogía hecha por Quezada para hacer entender la complejidad de las fuentes de energía, los transmisores y sistemas de enfriamiento. Pero todo ello no es para hacer turismo, sino para crear conocimiento. Aunque no siempre se pueda.

En 1969,  tras duras declaraciones del general Velasco en las que señaló que no garantizaba la seguridad del personal estadounidense en el país, la comunidad científica norteamericana dejó el Perú: “Nos regalaron una papa caliente”, recuerda Woodman. De contar con cerca de 5 millones de dólares de presupuesto anual, la comunidad peruana, sin poder operarlo, se concentró en mantenerlo limpio, cuidar y acompañar al observatorio con 50 mil dólares anuales durante cerca de dos años.

Al día de hoy, entre las más resaltantes -y comprensibles-  contribuciones científicas del Observatorio se encuentran las primeras medidas de temperatura y composición de la ionosfera en esta parte del planeta, así como las observaciones con mayor alcance (10.000 km de altura), la participación en los estudios de la superficie de la Luna para que Neil Amstrong supiera qué iba a pisar en 1969, el desarrollo de radares atmosféricos que actualmente existen en más de un centenar de países para medir los vientos de altura y las turbulencias, el primer radar a bordo de un buque científico (el conocido Humbolt peruano) para estudios de la Antártica, entre muchas otras, más comprensibles para los científicos. Todo ello made in Perú.

Sin embargo, todo ello no ha motivado políticas serias de fomento de la ciencia debido a que esta no ha sido parte del concepto de desarrollo que han impulsado los gobiernos. Woodman, quien muchas veces, además, ha tenido que enfrentar la indiferencia también de algunos medios que lo han buscado para contactar a su hermano Arturo, presidente del IPD, y no para obtener información del IGP, considera que sí es importante que la palabra ciencia y tecnología actualmente se esté escuchando más pero que aún así conseguir mayores presupuestos, casi un millón de dólares al año, es difícil. “No toda la producción científica tiene una incumbencia directa en problemas sociales del momento y se puede percibir como ciencia por la ciencia en sí”.

“Cuando se habla de ciencia y tecnología le consideran un sinónimo de investigación. Por definición, es aquella área de la ciencia que genera nuevos conocimientos. Pero la cantidad de conocimientos que tiene la humanidad es inmensa. No hay que olvidar que ciencia y tecnología significa también adquirir estos conocimientos. Somos ignorantes en ese campo. No sabemos hacer un termómetro para medir la temperatura del cuerpo, una lavadora eléctrica, una secadora. Lo que sí sabemos hacer es sacar cobre, papa y algodón. Y con una industria de muy baja tecnología, o sea que no sabemos hacer un montón de cosas”, aclara.

“Jicamarca es un buen ejemplo de lo que el peruano puede hacer”, concluye Woodman. “La materia crítica no es un atributo de una raza o una nacionalidad; el ser humano es capaz de hacer todo. La diferencia que hay entre los peruanos y los sur coreanos es el apoyo del Estado”.

A la ciencia, en el país, no se le ha colgado aún la etiqueta Marca Perú, a pesar de sus exportaciones a más de un centenar de países, por el contrario: aún conserva una etiqueta empolvada que registra su entrada al país hace muchos años. Casi 50 en el caso de Jicamarca. Ese polvo del desinterés histórico ha cubierto lo hecho y lo que se debe hacer a futuro. Cuando uno habla de ciencia en el Perú difícilmente está hablando de ciencia peruana. Habría que diferenciar o reconocer en nuestro imaginario común algo que se pueda catalogar como tal. Para empezar, bastaría con desempolvar lo hecho y reconocerlo.

Sobre el autor o autora

Raúl Lescano Méndez
Periodista por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Ex Redactor y Editor en la Revista Poder. Cofundador y Editor del Proyecto Soma.

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