La doctrina de las political questions y el rol de los jueces en el Estado Constitucional

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Escrito por Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023

Estado Constitucional y political questions

El estudio y debate sobre los posibles impactos de las decisiones de la justicia constitucional en el ámbito político, no es una cuestión reciente. La doctrina norteamericana en teoría y filosofía política de mediados del siglo pasado -Robert Dahl y Martin Shapiro como parte de esta-, ha ayudado a evidenciar el poder político que ejerce la jurisdicción constitucional. Esto, desde el plano jurídico, ha ido de la mano con la legitimidad que las cortes y los tribunales constitucionales adquirieron a partir del período de postguerra en diversas partes del mundo, debido a su papel de garantes de la Constitución y de la vigencia de los derechos fundamentales.

En específico, entre los estudios de Dahl[1] y Shapiro[2] sobre los posibles conflictos entre el Derecho y la política, se destaca el importante rol que desempeña la jurisdicción constitucional cuando, a través de la razón jurídica que subyace a la protección de los derechos fundamentales, es posible limitar el poder (discrecional) de los gobiernos, algo que -en el marco de los democracias constitucionales- ha sido elemental para el equilibrio de poderes.

Como respuesta a esta discusión empiezan a surgir corrientes judiciales para modular el nivel de control que pueden ejercer las cortes constitucionales de los actos públicos. Estas fueron básicamente: a) la corriente judicial auto-restrictiva o judicial self-restraint; b) la corriente del activismo judicial o judicial activism; y, c) la corriente del activismo judicial moderado.

En particular, la judicial self-restraint introdujo al ámbito de la Suprema Corte de Estados Unidos la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables o political questions. Esta doctrina tiene como fundamento la existencia de “islas” jurídicas que suelen ser actos políticos a los que ciertos jueces prefieren darles el tratamiento de cuestiones no pasibles de control[3], a fin de evitar la contraposición entre las decisiones constitucionales y la actividad de los poderes políticos.

Sobre la base de dicha doctrina, los jueces debían identificar si se estaba frente a un proceso constitucional político o no, de acuerdo a las particularidades del caso concreto. Esta forma de proceder por parte de los jueces trataba de evidenciar el supuesto conflicto entre el Estado Constitucional y la dinámica política que es propia de las democracias, y de esta manera justificar la introducción de ciertas consideraciones que limiten el control de los jueces en cuestiones estrictamente políticas. Entre estas cuestiones estaban aquellos actos que derivan del ejercicio de la discrecionalidad jurídica que la Constitución concede a ciertos poderes estatales para el ejercicio de sus competencias[4].

Ejemplos de estas limitaciones a la jurisdicción se pueden observar aún en algunas disposiciones de la Constitución peruana de 1993, que -aunque no lo digan expresamente- buscan sustraer del ámbito del control constitucional ciertas decisiones políticas. Este es el caso del artículo 70 de la Constitución, cuando establece que en los procedimientos de expropiación solo es posible promover acción ante el Poder Judicial para cuestionar el justiprecio, es decir, el valor asignado a la propiedad que el Estado ha decidido expropiar, dejando establecido implícitamente que no podrían cuestionarse los motivos que fundamentan el acto mismo de la expropiación. Así también, el artículo 118, inciso 21, de la Constitución, sobre la facultad que tiene el Presidente de la República para conceder indultos y conmutar penas, la cual se considera una decisión política que no está sujeta a justificación o análisis de razonabilidad. Y, por último, el párrafo final del artículo 200 de la Constitución, cuando establece que en los procesos de hábeas corpus y amparo promovidos durante la vigencia de regímenes de excepción, el órgano jurisdiccional competente únicamente podrá examinar la razonabilidad y la proporcionalidad del acto restrictivo, pero no podría cuestionar la declaración (política) del estado de emergencia ni de sitio.

Quienes consideramos que la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables es incompatible con el Estado Constitucional -porque plantea la impunidad de los actores políticos y niega el derecho a la jurisdicción y de acceso a la justicia de los afectados con dichos actos[5]-, asumíamos que esta había sido superada con las diversas intervenciones de la jurisdicción constitucional en el ámbito de las políticas públicas, lo que hacía cada vez más difícil que en el contexto de las democracias constitucionales se pueda justificar la existencia de espacios exentos de control.

En este punto es importante recordar que el Estado Constitucional es, en esencia, límite al poder, y sus fines son la supremacía de la Constitución y la materialización de los derechos fundamentales. Este límite al poder, que se traduce en parámetros formales y sustantivos, busca prevenir la arbitrariedad, es decir, evitar que los poderes públicos actúen sin restricciones o que no estén en la capacidad de ponderar las diversas situaciones que tienen relevancia jurídica y que se presentan en la realidad. Esta configuración jurídica que nos ofrece el Estado Constitucional, impone a los poderes públicos la realización de conductas razonables que eviten la vulneración de los derechos o que, en todo caso, busquen el daño menos gravoso.

En ese sentido, existen dos temas sustantivos cruciales en la teoría constitucional que refuerzan la  incompatibilidad entre las cuestiones políticas no justiciables y el Estado constitucional, que son el principio de razonabilidad y el principio de interdicción de la arbitrariedad.

El principio de razonabilidad

El profesor Manuel Atienza en su libro Argumentación Legislativa (2019)señala que ser racional significa, sobre todo, ser capaz de enfrentarse con problemas inéditos, es decir, con problemas que no pueden solucionarse simplemente aplicando normas preestablecidas. Asimismo, refiere que la racionalidad es una capacidad que nos permite resolver o hacer frente a problemas que van más allá del discurso. Ella (la racionalidad) es necesaria para poder enfrentarnos con problemas relativos a la comprensión del mundo (conocimiento) y a cómo actuar en él (práctica), y en estos problemas cognoscitivos y prácticos existe una dimensión lógica, por lo que la racionalidad lógica -que tiene un carácter instrumental de la racionalidad teórica y práctica- sería el nivel más básico de racionalidad. Pero así también, sugiere que hay otros niveles de racionalidad en los que es posible apelar a razones de fin (racionalidad teleológica) y razones axiológicas (racionalidad ética).

Con esta noción multinivel de racionalidad, el profesor Atienza plantea que en cuanto al complejo problema de las relaciones entre la razón y el Derecho, es necesario establecer una “concepción estructurada de la racionalidad”. Se trata, indica este autor, de articular diversos niveles de racionalidad, y esto no solo implica distinguir entre diversos sentidos o tipos de racionalidad, sino también ordenarlos de alguna forma.

Así, es posible establecer dos ideas básicas sobre la conducta razonable. La primera, es que esta presupone una conducta racional, que en su nivel más básico consiste en observar las reglas de la lógica, lo cual exige ciertas capacidades intelectuales. Y la segunda, que lo razonable hace referencia a un nivel de racionalidad que apela a razones principistas y en las que se toman en consideración los diversos intereses en juego.

Así, lo razonable nos remite a la noción de principios, los cuales son estándares o consensos institucionales capaces de guiar la conducta humana. Estos principios son parte de la racionalidad que compartimos los seres humanos, cuyo contenido aceptamos respetar como sociedad. Este es el caso, por ejemplo, de los principios de dignidad humana, igualdad y libertad. Los principios constituyen fuente directa de la conducta razonable, y son fundamentales a la hora de establecer los objetivos sociales a alcanzar.

No obstante, debido a la textura abierta de los principios, se le exige a los poderes públicos la capacidad de ejercer una adecuada función de ponderación sobre los mismos. Esta función consiste en analizar todos los componentes del caso concreto planteado, comprender el significado de cada uno de estos componentes, establecer los principios en juego y sus diferentes relaciones, así como determinar la adecuación de los medios empleados para el logro de determinados fines constitucionales. Si bien esta no es una tarea fácil, la búsqueda de una decisión razonable debe llevar a los poderes públicos a adoptar aquella solución que sea la más justificada desde el punto de vista de la protección y optimización de los derechos.

Por su parte, la jurisprudencia constitucional peruana ha señalado que: “(…) se identifica la razonabilidad como prohibición o interdicción de arbitrariedad. Razonable sería, así, toda intervención en los derechos fundamentales que constituya consecuencia de un fundamento. Arbitraria, aquélla donde ésta se encuentra ausente. En relación a la igualdad, carente de razonabilidad sería el tratamiento diferenciado ausente de fundamento alguno”[6].

En ese sentido, una tercera idea básica que podemos establecer sobre lo razonable a partir de su desarrollo jurisprudencial, es que este no es una cualidad contingente en el ámbito público, como lo es con respecto a la actuación de los individuos, sino que se trata de una obligación que tiene la autoridad pública y que conlleva un deber de justificación.

En efecto, el principio de razonabilidad en el ejercicio del poder público, de conformidad con la jurisprudencia constitucional peruana, exige que toda medida restrictiva se justifique en la necesidad de preservar, proteger o promover un fin constitucionalmente valioso. En ese sentido, la restricción de un derecho fundamental satisface el principio de razonabilidad si es posible justificar que esta restricción persigue un fin legítimo y de relevancia constitucional[7].

Por otro lado, esta idea de razonabilidad en las actuaciones públicas guarda relación directa con la legitimidad del poder estatal, en el sentido que este pierde legitimidad cuando sustenta su accionar no en la fuerza de la razón, sino en la razón de la fuerza[8]. Entonces, para que toda conducta de la autoridad se considere razonable, esta debe ser capaz de expresar las razones que motivan sus actos, y esta motivación debe estar fundada en un determinado marco normativo. Esto presupone, en definitiva, la existencia de un poder público con límites.

En el contexto particular de las democracias constitucionales, el principal límite del ejercicio del poder es la Constitución, norma suprema que establece un determinado marco de valores y principios, y de la cual derivan límites adicionales en función al tipo de autoridad que se ejerce. De esta manera, la Constitución y sus normas de desarrollo vinculan a todos los poderes públicos, guiando las actuaciones del legislador, los actos de la autoridad ejecutiva y las decisiones de los jueces.

El principio de interdicción de la arbitrariedad

El principio de interdicción de la arbitrariedad es el fundamento constitucional de la obligación que tiene el Estado de actuar razonablemente, y esto incluye el deber de ejercer sus potestades discrecionales dentro del marco de los derechos y principios que consagra la Constitución. Conforme a dicho principio, en el Estado Constitucional no hay espacio para el actuar desmedido, desproporcionado e injustificado.

No obstante, la justificación que deriva del deber de razonabilidad de los actos públicos, y que básicamente consiste en la expresión de los motivos o razones que sustentan una decisión, puede representar un problema en el ámbito jurídico cuando se asume que su cumplimiento se contrapone con el ejercicio de los poderes discrecionales que tienen diversos órganos en el marco de los Estados Constitucionales.

Asimismo, si bien la discrecionalidad jurídica “es ese margen de libertad que tiene la autoridad pública para adoptar decisiones, debido a la indeterminación del Derecho o a la delegación de un poder para elegir entre varias alternativas”, como refiere la profesora Isabel Lifante[9], es necesario establecer a qué tipo de libertad nos referimos y cómo debería operar esta en el ámbito de las decisiones públicas.

En principio, como precisa Lifante, la discrecionalidad que tienen los órganos jurídicos no debe confundirse con este “poder” o “libertad” que se predica de los individuos y que está conectada con preferencias personales, o con un permiso que hace que estos actos no estén sujetos a control o enjuiciamiento. Claro está que, ante la indeterminación del Derecho o una norma que confiere facultades discrecionales, los poderes estatales y los órganos jurídicos no pueden hacer lo que quieran, sino que esta libertad en el ámbito público debe entenderse como una potestad que al ejercerse genera responsabilidades.

Otra idea importante que debemos señalar sobre la discrecionalidad jurídica y su relación con el mal de la arbitrariedad, es que la decisión discrecional en el ámbito público no deja de ser una decisión jurídica, porque se adopta en el marco de un determinado sistema jurídico y puede tener incidencia en los derechos de las personas o en el funcionamiento de las instituciones que integran el sistema democrático existente. Conforme a esto, la discrecionalidad tiene límites constitucionales, y uno de estos es el principio de interdicción de la arbitrariedad.

De esta forma, podemos decir que la discrecionalidad jurídica abre ciertos márgenes de libertad a la autoridad pública para que adopte decisiones, pero estas decisiones y los medios empleados para efectivizarlas no pueden ser arbitrarias, pues ello sería incompatible con el Estado Constitucional.

Conforme a lo expuesto, no favorece a la democracia constitucional ni a la justicia entre las partes, la existencia de jueces constitucionales sumisos ante los poderes políticos y autolimitados en sus competencias de control; así como tampoco la existencia de jueces apegados a la literalidad de las normas y desligados de su contexto

Ejemplo de normas constitucionales que confieren potestades discrecionales a la autoridad, son las directrices o normas programáticas, que -conforme a los profesores Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero[10]– son un tipo de norma regulativa perteneciente a la categoría de los principios, cuyo antecedente establece una oportunidad de realizar la conducta prescrita en el consecuente (abierto), y cuyo consecuente establece un estado de cosas en la mayor medida posible (abierto) permitiendo una ponderación sobre los medios. Los juicios sobre las relaciones de medio-fin serán producto de la discrecionalidad de los destinatarios de la norma, la cual deberá ejercerse dentro de los márgenes razonables de acción.

En ese sentido, las directrices son normas que dejan a la autoridad ciertos márgenes de discrecionalidad para su cumplimiento; no obstante, las actuaciones que los poderes públicos lleven a cabo para alcanzar los objetivos impuestos por este tipo de precepto constitucional deberán enmarcarse dentro de los límites que establece la norma, y aunque esta -por su naturaleza- no los describa de manera expresa, se deberá entender que dichos límites están dados por otros objetivos constitucionalmente ordenados.

Otro ejemplo de normas que confieren potestades discrecionales, son aquellas que se refieren al nombramiento y/o designación de autoridades a través de actos políticos, como es la designación de los titulares de los organismos constitucionales autónomos, los ministros y las autoridades políticas locales (gobernadores y tenientes gobernadores)[11]. Si bien estas decisiones tienen un carácter político que conciernen a los poderes legislativo y ejecutivo, esto no significa que no tengan una connotación jurídica o que se encuentren fuera del ordenamiento constitucional. Dado que estas decisiones son adoptadas por una autoridad pública, y pueden tener un impacto en la institucionalidad democrática y en los derechos de la ciudadanía, son decisiones que se enmarcan dentro del Estado Constitucional y, por tanto, están sujetas a la Constitución y pueden ser sometidas a control constitucional.

En síntesis, ya sea que se proceda discrecionalmente por la indeterminación del Derecho o por una facultad normativa, el resultado de dicha actuación está vinculado al sistema jurídico y debe justificarse conforme a dicho sistema. Por ello, la discrecionalidad jurídica en ningún caso debe entenderse como una facultad que exime a la autoridad del deber de justificación o motivación; asimismo, la actuación discrecional en el ámbito de los Estados Constitucionales no puede amparar el proceder arbitrario.

Sin embargo, el mal de la arbitrariedad se puede presentar si asumimos que la discrecionalidad jurídica es como una burbuja que puede sustraer a la autoridad pública de aquellos límites (formales y sustantivos) contenidos en el ordenamiento constitucional. Ciertamente, en el Estado Constitucional hay un espacio discrecional para la adopción de decisiones políticas, pero este espacio no puede transgredir los límites de lo razonable y lo jurídicamente permitido, por lo que la autoridad pública siempre estará obligada a justificar sus decisiones, así estas sean producto de la discrecionalidad.

El control constitucional de las decisiones políticas

Desde el constitucionalismo y sus elementos característicos, algunos de los cuales he abordado brevemente aquí, podemos decir que el razonamiento político, así como los actos derivados de estos, no pueden considerarse ajenos al orden constitucional, pues ello afectaría gravemente las garantías democráticas referidas al límite al poder público, un peligro mucho mayor al que se suele alegar cuando se habla de los riesgos de las imperfecciones de la “judicialización de la política”[12].

En efecto, la forma de Estado Constitucional y el modelo de gobierno democrático conjugan un conjunto de arreglos institucionales para evitar los excesos del poder político, abusos y arbitrariedades contra los derechos de la ciudadanía. Una de estas garantías es el control constitucional, cuya limitación implicaría transgredir el propio modelo de Estado, pues se trata de un elemento inmanente a él. El ejercicio de este control no consiste en que el juez sepa distinguir una esfera para el Derecho y otra para la política, sino en asumir la Constitución como un cristal a través del cual se deberán analizar y resolver las diversas cuestiones controvertidas que se presenten ante él, pues -tal como señala Gustavo Zagrebelsky- los jueeces deben decidir “no sobre la Constitución, sino según la Constitución”[13].

Y si bien al juez no le corresponde acatar ciegamente el programa político del gobierno para salvaguardar la Constitución y proteger los derechos fundamentales, esto no quiere decir que deba ignorar las consecuencias políticas y/o económicas de sus fallos, pues de nada sirve declarar el derecho y ordenar su reparación si no se toman en cuenta las posibilidades fácticas para el cumplimiento de las decisiones judiciales. Los jueces constitucionales no pueden ni deben perder de vista las consecuencias de sus sentencias, las cuales muy a menudo tienen que ver con la esfera política porque es en ese ámbito en el que se deben adoptar medidas correctivas frente a los derechos[14].

Conforme a lo expuesto, no favorece a la democracia constitucional ni a la justicia entre las partes, la existencia de jueces constitucionales sumisos ante los poderes políticos y autolimitados en sus competencias de control; así como tampoco la existencia de jueces apegados a la literalidad de las normas y desligados de su contexto. Como bien ha señalado el profesor César Landa: “Estas posiciones extremas (…), expresan, por un lado, el voluntarismo judicial de muchos jueces, basados fundamentalmente en un criterio discrecional de la justicia, que se identifica usualmente con su adicción al poder político, y; por el otro, el positivismo judicial formalista que fosiliza al Derecho Constitucional alejándolo de la realidad (…)[15].

Es cierto que existen argumentos -algunos buenos- en contra de la intromisión de las decisiones constitucionales en el ámbito político, que se amparan en el principio de separación de poderes y el alto grado de subjetividad de los jueces durante los procesos de interpretación, y las críticas a ciertas sentencias que aplican este control son tan válidas como aquellas críticas que le son favorables. Lo que no se puede admitir es el discurso que pretende anular o desconocer la garantía de la jurisdicción constitucional, y su papel político en tanto órgano controlador de los poderes públicos, pues: “determinar si una ley es o no constitucional es, desde luego, una operación jurídica, pero, inescindiblemente, como acto de control entre poderes, también posee naturaleza política”[16].

Como vemos, el control constitucional de las decisiones políticas del legislador o de los actos políticos del gobierno no puede interpretarse a rajatabla como un quebrantamiento del principio de separación de poderes, más aún si con ello se pretende justificar la existencia de compartimientos públicos estancos, algo contrario a la garantía del control y balance de poderes que es consustancial a la democracia constitucional. Se debe tener presente que, tal como señala Zagrebelsky, a la luz del pactum societatis (acuerdo previo de garantías mínimas) la política es una actividad dirigida a facilitar la convivencia, y conforme a esta significación la jurisdicción constitucional puede y debe juzgar la actividad política[17].


[1] Decision-making in a democracy: the supreme court as a national policy maker, Journal of Public, Law 6, 1957, pp. 279-295.

[2] The Supreme Court and Public Policy. Glenview, Ill: Scott, Foresman, 1969; Juridicalization of Politics in the United States, International Political Science Review, Vol. 15, No. 2, 1994, pp. 101-112.

[3] Landa Arroyo, César, Justicia constitucional y political questions, Revista Pensamiento Constitucional, Lima, Volumen VII, Nº 7, 2000, p. 111.

[4] Pozzolo, Susanna, Neoconstitucionalismo, Derecho y derechos, Lima: Palestra Editores, 2011, p. 18.

[5] Sagüés, Néstor Pedro, Los tribunales constitucionales como agentes de cambios sociales, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, Uruguay: Programa Estado de Derecho para Latinoamérica de la Fundación Konrad Adenauer, 2011, p. 531.

[6] Sentencia recaída en el Expediente N° 045-2004-PI/TC, fundamento 24.

[7] Sentencia recaída en el Expediente N° 2235-2004-AA/TC, fundamento 6.

[8] Díaz García, Elías, Estado de Derecho y Democracia, Anuario de la Facultad de Derecho, Universidad de Extremadura, Nº 19-20, 2002, p. 207.

[9] Lifante Vidal, Isabel, Dos conceptos de discrecionalidad jurídica, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, N° 25, 2002, p. 421. Cabe señalar que existen otras nociones de discrecionalidad que se refieren a esta libertad como una que no estaría circunscrita al ámbito jurídico, sino que es posible apelar a criterios extrajurídicos o desvinculados del Derecho, lo que haría que estas decisiones no sean pasibles de control o de juicio. Si bien esto tiene cierta similitud con el sentido fuerte de discreción que plantea Ronald Dworkin, según el cual la autoridad no está vinculada por estándares jurídicos para adoptar una decisión, incluso en ese caso dicho autor señala que la discreción no equivale a “libertad sin límites”, o “desprovista de estándares de racionalidad, justicia y eficacia” (Los derechos en serio, Editorial Ariel, Barcelona, 1989, p. 86).

[10] Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Barcelona: Editorial Ariel, 4ª edición, 2007, p. 37.

[11] Decreto Supremo N° 006-2008-IN, que modifica el Reglamento de Organización y Funciones de las Autoridades Politicas, publicado en el diario oficial El Peruano el 08 de agosto de 2008.

[12] Landa Arroyo, César. Op. cit., p. 138.

[13] Principios y votos. El Tribunal Constitucional y la política, Madrid: Editorial Trotta, 2008, p. 33.

[14] Bachof, Otto, El juez constitucional entre Derecho y Política, Revista Alemana de Letras, Ciencias y Arte, Vol. IV, Nº 2, Stuttgart, 1966, p. 127.

[15] Landa Arroyo, César. Op. cit., p. 123.

[16] Sagüés, Néstor Pedro. Op. cit., p. 533.

[17] Zagrebelsky, Gustavo. Op. cit., p. 29.

Sobre el autor o autora

Lily Ku Yanasupo
Abogada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Magíster en Derecho Constitucional por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), y Máster en Estado de Derecho Global y Democracia Constitucional por la Universidad de Génova - Italia. Actualmente es Doctoranda en Derecho por la PUCP.

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