Detrás del ruido y la furia

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Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023

Transcurridos cuatro meses de intensas movilizaciones sociales, aun son más las preguntas que las respuestas sobre lo que continúa aconteciendo y esta situación exige, sin duda, darnos un necesario “recodo en el camino” para construir, al menos tentativamente y sin aspirar a plantear hipótesis, algunas nociones que permitan iniciar un debate cada vez más urgente.

Tal vez, una buena entrada sería poner de lado, desde el inicio, la idea de que todas las personas pensamos y actuamos la política, la economía y la sociedad de la misma manera y, por lo mismo, ceder a la tentación de la proyección de lo nuestro hacia los demás. Persuadámonos que cuando referimos a las sociedades estamos en un mundo de particularidades, irreductibles a “leyes generales”.

Seguramente, desde esta premisa, nada mejor que recurrir a E. P. Thompson. En 1971, ya le había dado un perfil definitivo al concepto de economía moral (“The Moral Economy of the English Crowd in the 18th Century”, en Past& Present 50): un conjunto de creencias, usos y formas asociadas con la comercialización de alimentos en tiempos de escasez, así como las emociones profundas estimuladas por ésta, las exigencias que la multitud hacía a las autoridades en tales crisis, y la indignación provocada por el lucro durante emergencias que ponían en peligro la vida, terminaban dándole una carga “moral” particular a la protesta.

Señalaba Thompson que las revueltas eran provocadas por el aumento pertinaz de los precios, las prácticas indebidas de los comerciantes o, sencillamente, por hambre. Pero, no eran estos hechos en sí mismos lo que provocaba la reacción de las multitudes, algo que Thompson denominaría “visión espasmódica” y refutaba con firmeza, sino que estas “agresiones” se daban dentro de un consenso popular sobre lo que eran prácticas legítimas e ilegítimas de comercialización, molienda, horneado, etc. Esto a su vez estaba cimentado sobre una visión tradicional consistente de las normas y las obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de diversos grupos dentro de la comunidad, las que, vistas en su conjunto, constituían la economía moral de los pobres. Un atropello de estos supuestos morales, tanto como las privaciones experimentadas, era la ocasión para la acción directa.

Años después, en 1976, usando la metáfora de R. H. Tawney para referir la situación de la población rural como la de un hombre parado con el agua al cuello permanentemente, de tal manera que basta una ola pequeña para ahogarlo (Land and Labour in China, Beacon Press, Boston, 1966), James C. Scott sostuvo la noción de “ética de subsistencia” en el argumento que elaboró sobre los campesinos vietnamitas (The moral Economy of the Peasant. Rebellion and Subsistence in South East Asia, Yale University Press, 1976).

En pocas palabras, el temor a la insuficiencia de alimentos ha dado lugar, en la mayoría de las sociedades campesinas tradicionales, según Scott, a una ética de subsistencia. Es decir, gran parte de los mecanismos sociales que se ponen en funcionamiento en estos ámbitos, estarían orientados a sobrellevar esas “pequeñas olas” que podían ahogar a un poblador rural: patrones de reciprocidad, generosidad forzada, tierras comunales, y otras, todas destinadas a amenguar el impacto de las inevitables caídas en los recursos familiares, lo que de otra manera arrojaría a la familia, literalmente, al hambre.

Si seguimos esta línea de argumentos, entenderíamos la ira y la indignación que radican en la base de las rebeliones campesinas, precisa Scott: “La ética de la subsistencia, entonces, está enraizada en las prácticas económicas y de intercambio de la sociedad campesina. “Como principio moral, como derecho a la subsistencia, creo que puedo mostrar que constituye el estándar contra el cual las demandas de latifundistas y del Estado sobre el excedente, son evaluadas. La cuestión esencial es quién estabiliza su ingreso a costa de quién. Puesto que el arrendatario prefiere minimizar la probabilidad de un desastre y no maximizar su ingreso promedio, la estabilidad y seguridad de su ingreso de subsistencia es el factor determinante de su evaluación del sistema de tenencia, más que su ingreso promedio o el monto de la cosecha apropiado por el terrateniente. Un sistema de tenencia que provea al arrendatario con un ingreso mínimo garantizado es probable que sea percibido como menos explotador que uno que, aunque le quite menos en promedio, no considere sus necesidades como consumidor como fundamentales… La prueba para el campesino es más probable que sea ‘¿cuánto me queda?’ que ‘¿cuánto me quitan?’”

Cada vez más expuestos, cada vez menos seguros

Vistas las cosas desde esta perspectiva, tendríamos que averiguar si estos mecanismos de “seguridad social” en los ámbitos rurales siguen funcionando y los motivos que podrían estar detrás de ello, agregando que un factor determinante actualmente es el mercado. Prácticamente todos los bienes de las pequeñas economías rurales se transan mercantilmente y por ello el sistema resulta crucial para establecer una pauta de los equilibrios que puedan estar estableciéndose.

Así, solo como una manera de ir acumulando elementos explicativos, anotemos que la sociedad peruana ha sido muy impactada por lo que los reportes de gobernabilidad del INEI denominan “choques adversos”. Entre ellos, la disminución progresiva del crecimiento económico, la pandemia del 2020-2021, los desastres producidos por la mala gestión de los recursos naturales, los efectos progresivos del cambio climático, entre otros.  

En efecto, entre julio-diciembre 2022, nada menos que el 30% -mientras que en el 2021 fue 34.8%- de los hogares peruanos enfrentaron estas situaciones, disminuyendo su nivel de bienestar en casi un 5% menos que el año anterior. Esto se manifestó, en primer lugar, con la ocurrencia de enfermedades o accidentes grave de algún miembro de la familia (10.4%); luego los desastres naturales (8.1%), la pérdida de empleo (7.4%); quiebra del negocio familiar o abandono del jefe de hogar (4.4%); y, finalmente, un hecho delictivo contra algún miembro de la familia (7.4%).

De otro lado, estos choques adversos representaron una disminución de ingresos para el 72% de los hogares peruanos (habiendo sido 78.9% en el 2021); también una pérdida de bienes y patrimonios en el 8.6% de hogares; en tanto el 5% señalaron que no tuvieron impacto alguno con los choques adversos.

Respecto a las estrategias seguidas para amortiguar los impactos, el 29.3% de hogares gastó sus ahorros (mientras que en el 2021 fue nada menos que el 40.1%); el 22.4% recibieron apoyo de familiares; el 20% disminuyó el consumo, especialmente alimentación; un 13.8% consiguió otro trabajo; el 13.3% obtuvo préstamos y; finalmente, el 4.9% recibió ayuda gubernamental (una disminución de 7.9 puntos porcentuales respecto al 2021). Un 25.3% manifestó no haber implementado ninguna estrategia en particular.

Todo ello ha conducido a que el 70% de los encuestados por INEI perciban que actualmente apenas puedan equilibrar ingresos y gastos. Este porcentaje se eleva por encima del promedio nacional en doce regiones: Huancavelica (90.2%), Apurímac (85.7%), Puno (83.4%), Pasco (82.2%), Cusco (81.8%), Ayacucho (80.3%). Áncash (77.8%), Huánuco (76.3%), Amazonas (75%), Junín (72.5%), Cajamarca (70.8%), Piura (70.4%).

En esa línea, solo el 11% de los hogares peruanos declaran haber mejorado su situación anterior, mientras que el 30.1% manifestó que había empeorado, entre ellos Lambayeque (43.4%), Amazonas (43%), Junín (39.1%), Cusco (35.8%), Lima Metropolitana (33.4), La Libertad (33.3%), Callao (32%), Tacna (31.3%) y Puno (30.4%).

En suma, es cierto que los porcentajes expuestos son muy generales como para hacer afirmaciones precisas, pero, sin duda, bastan para mostrar el deterioro de las condiciones de vida de gran parte de los peruanos en los últimos años. Sin embargo, decirlo de esa manera, tampoco evidencia con la importancia debida una situación muy delicada: el constante deterioro del bienestar de peruanas y peruanos, fragilizando de manera continua su situación. Somos cada vez más frágiles y, por lo mismo, tenemos recursos menguantes para enfrentar situaciones de crisis.

A estas alturas ya es imposible asumir estas articulaciones espaciales entre lo formal, informal e ilegal como simples anomalías, proclive de ser superadas mediante algunos cambios dentro del sistema

La (falta de) ética de las responsabilidades que no se asumen

No es todo. Paralelo a ello, debe registrarse la evolución de la opinión ciudadana sobre los gobernantes, como una manera de buscar enlaces entre deterioro de la situación cotidiana y “performance moral” de los que gobiernan. En ese sentido, no hay por que abundar en la constante caída de la simpatía hacia el gobierno central; pero si debiéramos tomar nota que ese mismo deterioro vamos a verlo en los gobiernos regionales y, menos pronunciado, en los gobiernos locales. En suma, el distanciamiento entre los gobernantes y gobernados es generalizado y en todos los niveles del Estado.

Al respecto, algo interesante podría ser que cuando INEI desagrega los porcentajes de aprobación nacional del gobierno central en 2022, que promedia 24.2%, encontramos que 16 regiones superan este promedio. Pero, solo cinco regiones estuvieron encima del 35% de aprobación -Puno, Apurímac, Madre de Dios, Tacna y Pasco- lo cual de buenas a primeras pareciera que no estaría correlacionando la simpatía hacia el gobierno de Castillo e intensidad de las protestas sociales a inicios de este año.

Sobre el nivel regional, como señala el reporte del INEI; “es muy baja la valoración hacia la gestión de los gobiernos regionales”, pues solo el 16.3% de los encuestados califican su gestión como buena/muy buena, encontrándose en trece de los 25 gobiernos regionales porcentajes muy altos de desaprobación: Tumbes (89.1%), Lambayeque (84.1%), Arequipa (77.7%), Ica (75%), Ucayali (74.9%), Pasco (74.4%), Piura (71.8%), Cusco (68.4%), La Libertad (68.4%), Áncash (68.1%), Junín (67.8%) y Huancavelica (67.7%).

Finalmente, el panorama entre los gobiernos locales no varía significativamente, aun cuando los porcentajes de desaprobación son ligeramente menores a los vistos en el gobierno central y los gobiernos regionales.

Pero, es posible que, en términos relativos, la desafección de los y las ciudadanas hacia la institucionalidad estatal sea más grave en las dimensiones locales en tanto ellas y ellos definen su identificación fundamentalmente en términos territoriales (61.2 % manifiesta identificarse con “su departamento, provincia, distrito o centro poblado”). Al respecto, solo el 16.8% define su identificación mediante su grupo o posición religiosa, 12.5% como pertenencia a una comunidad campesina o indígena y el 7% por etnia o raza.

No todo es hambre…

Entonces, a modo de cierre provisional de lo planteado, la conflictividad social se manifiesta de manera muy diferenciada en los espacios regionales y, posiblemente, estaría muy condicionada con el quiebre de fórmulas y códigos locales “morales”, en medio de una situación cada vez más deteriorada para las y los ciudadanos y, de otro lado, con una declinante capacidad para responder con soluciones desde la institucionalidad estatal.

Esto significa, entre otras cosas, que si bien desde décadas atrás hay una intensa disputa por el control territorial y los recursos naturales, que genera conflictos, los ámbitos institucionales no se han adecuado a estos escenarios muy cambiantes y produce ordenamientos territoriales de facto y circunstanciales. Además, los problemas no solo existen por las relaciones sumamente asimétricas entre actores sociales y económicos – sociedad y empresas- sino que se han dado condiciones para el creciente dominio territorial de actividades ilegales como narcotráfico, minería ilegal, tala de árboles, contrabando, entre otros.

Sin embargo, desde los mismos territorios, los ciudadanos perciben con dificultad estas situaciones, debido a su “normalización”, es decir, al ser parte de las actividades fundamentales que articulan el espacio económico y social no pueden verse como algo anómalo sino como parte consustancial de la realidad local y regional. A estas alturas ya es imposible asumir estas articulaciones espaciales entre lo formal, informal e ilegal como simples anomalías, proclive de ser superadas mediante algunos cambios dentro del sistema. En efecto, debe entenderse estos resultados como algo consustancial al modelo neo-liberal que impera en el país.

Las relaciones que establecen entre ellos, cuando actúan en movimientos, son fuertemente pragmáticas y se articulan alrededor de objetivos muy pragmáticos y de corto plazo. Desaparecieron los grandes discursos homogenizantes. Los recursos que emplean son múltiples y van desde la negociación puntual hasta la acción directa, dependiendo de los resultados que busquen.

Así, las relaciones con otros actores están fuertemente marcadas por la desconfianza, aunque saben apelar al escenario nacional e incluso global, de acuerdo con sus necesidades/resultados. La primera forma de articulación que buscan es territorial/sectorial y su estrategia discursiva recurre con facilidad a la radicalidad.

Sobre el autor o autora

Eduardo Toche
Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo - DESCO. Coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO “Neoliberalismo, desarrollo y políticas públicas”, Perú

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