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Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023“Presidente Fujimori, he venido hasta aquí para reconocer lo que hizo por nuestro país en su primer gobierno.”
Alejandro Toledo, spot televisivo[1] campaña electoral 2000[2].
Empieza abril y, como todos los abriles, en Perú recordamos un hecho político particularmente traumático, y que este año 2023 cobra una vigencia todavía mayor: el autogolpe de Alberto Fujimori en 1992. En las últimas semanas hemos visto conversatorios diversos, columnas de opinión, reportajes, gráficas, fotografías para hacer memoria, repeticiones del discurso del hoy preso dictador, etc. Lo habitual en nuestra escena política. El cinco de abril como una fecha bastión de aquello a lo que no queremos volver. El espejo del tiempo que nos recuerda cómo se fractura una democracia.
Treinta y un años después el recuerdo viene con ciertos añadidos. Uno de ellos, por ejemplo, tiene que ver con la pregunta válida sobre las similitudes y diferencias entre el gobierno dictatorial liderado por Fujimori y el gobierno actual que parece estar siguiéndole los pasos a una velocidad mucho mayor que el original. Es verdad que parece haber un cierto debate -ni mayoritario ni mucho menos central en la agenda pública- en ciertos espacios académicos y políticos sobre la nomenclatura a utilizar respecto al gobierno que (sobre)vivimos. Frente a quienes circunscriben el debate a una lista de aspectos que “deben cumplirse” para catalogar sucesos históricos en movimiento, hay quienes, como José Ragas[3], apuntan a que las dictaduras son también construcciones que van cambiando y, por lo mismo, cuentan con características distintas en función de esos tránsitos. De hecho, Alberto Fujimori es precisamente uno de los que rompió ciertos esquemas de medición sobre lo que era una dictadura demostrando que ese tránsito existe. Asimismo, aunque habrá quienes señalen que esta variable es “menos rigurosa”, el diálogo y encuentro entre la academia y los espacios de politización mayoritarios resultan no sólo una necesidad, sino una responsabilidad en momentos de estallido como ocurre en el Perú actual. De ahí que, para este debate, convendría oír más aquel coro de quienes llevan cuatro meses movilizados y cantando que “esta democracia ya no es democracia”, pero que también -aunque pocos recuerden esta segunda afirmación- definen claramente a este gobierno como una dictadura. Y añado: como una dictadura producto de un golpe de estado[4].
Pero, treinta y un años después del autogolpe fujimorista que instaló una dictadura y tejió un régimen cuya arquitectura se sostiene hasta hoy, hay otro añadido que se suma este abril. A estas alturas ya resulta evidente la intención del poder mediático -el espacio de poder de mayor disputa política en estos tiempos- por igualar lo que ocurrió el 5 de abril de 1992 con lo que ocurrió el 7 de diciembre de 2021. No se nos escapan, por ejemplo, los reportajes en que las líneas del mensaje suicida enunciado por Castillo son contestadas con las del mensaje de Alberto Fujimori. Del mismo modo, a estas alturas ya todos hemos oído alguna vez frases como “Pedro Castillo es un golpista igual que Alberto Fujimori” o, su derivada aún más falaz, “Pedro Castillo es un dictador al igual que Alberto Fujimori”. Sí, este 5 de abril ha tenido añadidos interesantes a nuestro encuentro colectivo de memoria. Y esto ocurre, precisamente, cuando las disputas están abiertas.
La intención de este texto no es profundizar en este marco discursivo útil para las derechas y las ultraderechas peruanas. Flaco favor le hacemos desde las izquierdas a nuestras propias apuestas al enredarnos en las trampas del adversario[5]. Basta, eso sí, con tener clara la intención de los actores del poder por limpiar el nombre y el periodo de Alberto Fujimori para que la suspicacia nos permita detener comparaciones insostenibles. Basta también con recordar que no es la lectura de un mensaje a la nación lo que convirtió a Alberto Fujimori en un dictador, ni lo que le arroga el título de autogolpe a dicho cinco de abril. Es precisamente la concreción de dicho mensaje la que dio inicio a un periodo dictatorial gracias al cierre de filas de las instituciones de poder en el Perú en apoyo a dichas intenciones. Es precisamente ese contubernio -similar al que vemos hoy en el poder- el que dio nacimiento a ese régimen que hoy, con recursos retóricos, pretenden igualar con el ridículo y suicida mensaje de un expresidente que pudo querer emular discursivamente a Fujimori pero que no contó -y esto es clave- con ningún espacio de poder para que ese mensaje fuera algo más que tinta sobre papel. De ahí que las comparaciones no sólo resultan insostenibles sino profundamente perversas al limpiar la cara de un régimen que debemos recordar con mayor seriedad y responsabilidad que la que muestran nuestros referentes mediáticos locales.
Pero precisamente para que la memoria se abra paso en medio del ruido convenido de los actores del poder, merece la pena recordar ese autogolpe de 1992. Un autogolpe que parece ser mayoritariamente repudiado desde el Perú de la transición hasta nuestros días. Ese repudio es, sin duda, una buena noticia. Habla de la pulsión democratizadora que, con altibajos, subsiste en el país. Sin embargo, también conviene problematizar la lectura hegemónica sobre ese autogolpe y aquello a lo que dio inicio. Una lectura que resulta también limitada cuando narra el autogolpe del 92, y el periodo que inició en esa fecha, como un quiebre del orden democrático únicamente. Como si las acciones iniciadas en aquel abril hubieran tenido como objetivo romper el orden democrático para instalar un régimen autoritario. Esto es verdad, pero le falta el resultado. Claro que se instaló un régimen autoritario y dictatorial, pero lo que este análisis obvia es que esta no es la consecuencia sino la forma. Hablamos del qué y no del para qué. Obviamos así que el objetivo final no fue la democracia, sino el modelo.
El ‘para qué’
En un episodio del podcast “La batalla de las palabras” dedicado a la palabra ‘neoliberalismo’[6], la filósofa y politóloga feminista argentina, Verónica Gago, afirmaba que en nuestra región el modelo neoliberal no puede disociarse de su condición de origen. En Perú, en Chile o en Argentina este modelo fue impuesto a punta de golpes de estado con consecuentes dictaduras que no sólo demolieron los cimientos democráticos, sino que lo hicieron con el objetivo de imponer un sistema de poder concreto. La fuerte represión estatal, la violación de los derechos humanos, la censura de expresiones de resistencia o insurgencia, el terruqueo como estrategia discursiva que justifique silenciar -y asesinar- a quien se rebelaba contra dicha imposición, etc. son estrategias autoritarias utilizadas para imponer este modelo. Esta es la seña de identidad del objetivo que el autogolpe del 92 logró en el Perú.
Hacer memoria, supone delinear al Fujimorismo con todas estas coordenadas. No se puede recordar la dictadura de Fujimori como un periodo de recorte de libertades y derechos únicamente, sino entendiendo que dichos recortes y atentados fueron la estrategia para concretar la imposición de un modelo que plantea una forma concreta de dirigir la economía, el papel del estado, la relación entre sujetos, la soberanía sobre los recursos, la participación de los capitales privados, etc. Este modelo se concretó políticamente en la Constitución del 93 que se redactó sobre ese paradigma, pero, sin duda, excede a la Carta Magna.
Alguien puede pensar que al hablar del modelo neoliberal nos limitamos a la mirada sobre el sistema económico. Nada más falso. El neoliberalismo es un sistema de poder que construye también a un sujeto político específico con una subjetividad concreta. Por ello hablamos de un sistema de poder donde el individualismo competitivo es un valor, el emprendedurismo superviviente es una normalidad, la vaporización de las relaciones colectivas es una consecuencia positiva y la mercantilización de todos los intercambios, el nuevo dogma. De ahí que en este proyecto antropogénico surjan discursos como “el pobre es pobre porque quiere” o “felicito a quienes no se quejan” pues construye una subjetividad específica que reproduce y defiende estos nuevos valores. Hablamos de un modelo que modifica la condición humana a partir de una operación de Estado. Ese es el gran legado de la dictadura fujimorista. Un legado que tenemos atravesado, incluso quienes lo impugnamos, y del que apenas se habla. Tal vez porque este aspecto medular cuenta con múltiples defensores que lograron articular un movimiento como el antifujimorismo, pero vinculado exclusivamente al rechazo a la dictadura y sus formas totalitarias dejando de lado el objetivo de la misma. Este es el relato hegemónico sobre dicho periodo histórico y, como vemos, es incompleto.
No hay mejor momento que el presente movilizado y politizado en Perú como para apuntar las limitaciones de este relato. La crisis sistémica en su clímax, por un lado, evidencia la necesidad de ampliar el foco de los análisis; y, la restauración del régimen del 93 como objetivo del nuevo gobierno, nos brinda evidencias de aquello que por diversos motivos fue relegado en la lectura sobre nuestra transición a la democracia. Una transición valiosa y que permitió dignificar espacios institucionales, pero que, lamentablemente, no fue capaz de acabar con la arquitectura del régimen que Fujimori instaló. Dicho en simple: sacamos a Alberto Fujimori, pero no al Fujimorismo del poder en el Perú. La evidencia más clara es la velocidad con la que la coalición dictatorial que gobierna hoy está recuperando todo el terreno perdido.
El modelo está desnudo
Quienes defienden el modelo neoliberal saben que hablar de democracia defendiendo al neoliberalismo es una contradicción. Volvamos nuevamente a las calles del Perú que rebosan de dignidad y sentido común estos meses. El clamor popular no es inmediatista ni cortoplacista ni mucho menos fetichista. Pese al discurso de la dictadura no hay proclamas comunistas, defensas socialistas, arengas terroristas ni acciones violentistas. Lo que vemos es una pulsión democrática potente. Un sentir compartido que defiende algo más que el derecho al voto. Un anhelo amplio y esperanzador: el derecho a hacer política. Asimismo, quienes hemos podido participar en algunas de estas movilizaciones sabemos que el canto “esta democracia ya no es democracia” es también problematizado por quienes lo compusieron. En más de una ocasión se puede oír una pregunta lógica tras dicha letra: ¿cuándo esta democracia realmente lo fue?
Hablar de democracia sin hablar de igualdad resulta menos que preciso y, sin embargo, desde una perspectiva neoliberal donde es el mercado el único ente de regulación, la desigualdad no es solo consecuencia, sino condición de posibilidad de dicho sistema. Para que el mercado libérrimo (no libre) se sostenga tienen que quedar fuera de ese modelo las mayorías. El modelo es necesariamente exclusivo. Afuera los más y adentro los menos. Luego, resulta curioso que algunos se lleven las manos a la cabeza cuando se les recuerda que en Perú la informalidad es también hija de ese modelo. El sujeto informal es hijo del neoliberalismo.
Pero el modelo está desnudo. Y, a diferencia del emperador al que nadie se lo decía, en este caso cada vez hay más personas confirmándolo. Hubo un tiempo en que era hegemónico. En el periodo fujimorista, por ejemplo, gozó de muy buena salud. La evidencia podemos verla en la campaña electoral del 2000. Entonces, la dictadura fujimorista ya no gozaba de buena salud, pero el modelo que impuso con un golpe de estado, con el quiebre de la democracia y con balas, desapariciones y censuras, era incuestionable. Tanto así que el principal opositor a la dictadura, Alejandro Toledo, no tuvo mejor idea que señalar en un spot electoral que él mantendría un “fujimorismo sin Fujimori” y que construiría el segundo piso de la casa cuyo primer piso había construido el dictador. El problema parecía ser sólo Fujimori. Lo incómodo era su figura. El relato limitado del que hablábamos se iba construyendo. El problema no era el modelo que impuso, sino la forma en que lo hizo. Y Toledo cumplió. Construyó ese segundo piso. Pavimentó el suelo, fortaleció las columnas y afianzó los tejados con la corrupción que ese modelo genera. La arquitectura que nos legó Fujimori sobrevivió a la caída de su arquitecto. Y de aquellos polvos estos lodos.
Sobre todo esto escribió mucho uno de los intelectuales contemporáneos más lúcidos en el Perú: Francisco Durand. Nos hablaba del nudo del poder, del contubernio que afianzó el principal legado de Fujimori que no fue la ruptura del orden democrático, sino la construcción de una arquitectura de poder hasta hoy vigente. Como nos recuerda Durand, la CONFIEP fue uno de los principales apoyos de la dictadura. El triángulo Fujimori-Montesinos-Romero era como la santísima trinidad. No sólo hablamos de la concentración de poder en muy pocas manos, sino de los cimientos que se anclaron para que siempre fuera así. Para que estos poderes fácticos gobernaran siempre sin presentarse a las elecciones.
Como recordaba Durand en el documental “Su nombre es Fujimori”[7], un gerente de la CONFIEP le confesó que en Perú estaban buscando a un Pinochet y que con Fujimori lo encontraron. No en vano apoyaron sus aventuras electorales, aplaudieron sus políticas económicas, criticaron todo movimiento social que intentara hacerle frente a esa imposición mal-calificada de “desarrollo” y, por supuesto, se encargaron de liquidar mediáticamente a cualquier adversario posible. Cuando Fujimori cayó, los ricos se habían hecho ya inmensamente ricos, y pese a que el arquitecto no podía seguir al mando de la construcción, se encargaron de que nadie osara cambiar los planos. De ahí también que en las elecciones sucesivas, el papel de la CONFIEP, pero también los otros poderes que constituyen parte de este andamiaje -en términos toledistas- mostraran todo su apoyo y despliegue en beneficio de candidaturas que prometen mantener el piloto automático económico y, si acaso, cambios cosméticos que disfrazan de “responsable”, “moderado” o de “centro”. El terruqueo al resto no es casual. Es la reedición de estrategias que aprendieron a utilizar en los noventa. Hoy, por cierto, para defender y sostener a Boluarte vemos cómo los poderes están aplicando el mismo guión.
Pero lo que en los 2000 era un sentido común, empezó a ser cuestionado. El modelo ha sido herido múltiples veces pero su gran herida de gravedad ocurrió durante la pandemia cuando en un contexto de desesperación e incertidumbre todas las limitaciones de un modelo que perpetuaba una desigualdad que lo hacía incompatible con la vida se mostraron. En este periodo los sentidos comunes a nivel internacional -y en Perú en particular- se empezaron a desplazar de manera impugnatoria. De pronto empezamos a preguntarnos sobre el rol del Estado, sobre por qué las clínicas podían cometer tantos abusos cuando estábamos debatiéndonos entre la vida y la muerte, o por qué las farmacias podían subir los precios del Panadol a cien soles en plena desgracia. Sí, el neoliberalismo al desnudo empezó a ser atacado por quienes lo padecemos. Se abrió ahí una puerta de oportunidad para señalar su perversidad. Y empezamos a ser conscientes de que así como era incompatible con la vida lo era también con la democracia. Esa disputa hoy sigue abierta pese a los múltiples intentos de las élites por poner punto final a la crisis sin tocar nada.
En buena cuenta, tanto la victoria de Pedro Castillo como la movilización popular sostenida desde hace cuatro meses en Perú responde a esta impugnación de fondo. A la concientización de que es el sistema el problema. De que es imposible “volver” y que necesitamos construir un modelo distinto donde participemos todos y todas no sólo con el voto, sino también con la escritura de un pacto social donde, como es evidente en estos meses de movilización, entran también en el debate y la agenda el rol del Estado o la recuperación y cuidado de los recursos naturales de nuestro territorio.
La velocidad con la que esta dictadura cogobernada ha restaurado el régimen de los noventa nos muestra por qué es necesario que el bando democrático se ensanche
La reacción
Seríamos ingenuos, sin embargo, si pensáramos que basta con que los sentidos comunes se desplacen para poder cantar victoria. La política es así. Los avances que suponen las olas democratizadoras traen siempre un correlato de quienes buscan detenerlas: la reacción. El modelo que ha sido herido de muerte cuenta con muy buenos doctores intentando hacerlo sobrevivir a toda costa. Y saben que en el contexto de impugnación popular peruano, la democracia se ha vuelto, nuevamente, un obstáculo. Lo sabía Fujimori en el 92, lo sabe Boluarte en el 2023, y lo saben los poderes que cogobiernan con Boluarte en esta dictadura que, a diferencia de la Fujimorista, en lugar de un líder al que los otros poderes arropan en su gobierno, tiene a todos los poderes trabajando articulados con el mismo propósito: sostener el modelo. Y para sostenerlo no les queda más que reeditar el origen de su imposición.
El último recurso de los grupos del poder tiene una forma ya conocida históricamente. Una forma agresiva, discriminatoria, feroz y macabra. Una última vía. Así como no podemos disociar el neoliberalismo de su origen dictatorial, no se puede disociar al fascismo actual (neofascismo si prefieren) del sistema de poder que defiende y que busca defender contra viento y marea. Ni los fascismos de entreguerras ni los contemporáneos impugnan al sistema. Por el contrario, buscan recrudecerlo. Y para ello cuentan con el apoyo de las élites. No ofrecen una alternativa al desorden neoliberal, sino la agudización de dicho desorden excluyendo a todavía más sujetos de la vida política. Y en un momento en que el modelo está desnudo y herido, y tras el gran susto de las élites por la victoria electoral de Pedro Castillo en 2021, tienen muy claro que toca no sólo activar ese último recurso sino abrirle las puertas, darle exposición mediática, hacer equidistancia entre quienes protestan por democracia y quienes violentan a cualquiera que piense distinto, etc. Las derechas y las extremas derechas comparten el modelo y, por eso, no tienen ningún problema con dejar la democracia de lado si con ello se preserva el sistema de poder que les da tantos beneficios. Hay mucha conciencia de clase en las derechas. Y por eso hoy no sólo vemos a personajes con discursos de odio, iracundos y misóginos, sino también a muchos referentes locales que se decían democráticos y que fueron incluso antifujimoristas en algún momento, callando cómplices o trabajando directamente con la nueva dictadura que busca preservar ese “orden” neoliberal.
No es solo la locura de unos pocos, el odio de otros tantos, o la excentricidad de los que son sus portavoces. Es el modelo en su versión más desesperada dando los manotazos de ahogado. Es el neoliberalismo intentando sobrevivir. Este abril en que recordamos al 92 como aquel inicio de la dictadura, nos conviene tener claro también que sus cimientos siguen operando hasta hoy y están de vuelta en Palacio de Gobierno. Es el modelo para el que Dina Boluarte trabaja y el que Alberto Otárola defiende. Es el modelo que ese Congreso de aprobación de un dígito quiere perpetuar porque les permite, entre otras cosas, gozar tanto del sueldo de sus escaños como del aparato lobbysta que opera fuera del hemiciclo. Es el modelo que se mantuvo en espacios de nuestro sistema de justicia y que, en cuanto Castillo estuvo fuera de juego, asumió su papel como brazo legal en favor de la dictadura. Es el modelo que el poder económico necesita para seguir beneficiándose de un Estado que ellos conciben como empleado suyo y no como regulador de nada. Es el modelo que el poder mediático defiende en cada portada y cada hora de radio o televisión del oligopolio y sus satélites y que disfrazan de “libertad de expresión” cuando es un monopolio de expresión que hace presión para mantener los intereses de las familias que son dueñas del “periodismo” en Perú. Ese neoliberalismo fujimorista del que no quieren que hablemos porque les conviene que veamos a Fujimori como pasado y no como presente, aunque en cada elección vuelven a demostrar que en realidad el fujimorismo sigue muy vivo. Esa Constitución es su DNI.
Cuando hablamos de hacer memoria merecemos hablar de esto, al igual que cuando hablamos del derecho a hacer política también hablamos de precisamente esto: de acabar con un sistema que se impuso en el 92 con balas y con sangre para hoy ser defendido con el mismo método. Pensar en una nueva democracia posible supone por ello tocar esa Constitución del 93 que no sólo perpetúa el modelo impuesto por la dictadura en su capítulo económico (como algunos quieren hacernos creer), sino en toda la concepción sobre el rol del Estado, la soberanía sobre los recursos, los derechos en manos de capitales privados y, por supuesto, en las manos que participaron escribiendo esta Carta Magna que desde su redacción excluyó a las mayorías aunque a muchos “demócratas” les molesta que se lo recordemos.
Sacar a Alberto Fujimori del poder fue un necesario primer paso. Pero para sacar al fujimorismo del poder todavía queda mucho trecho. La velocidad con la que esta dictadura cogobernada ha restaurado el régimen de los noventa nos muestra por qué es necesario que el bando democrático se ensanche. Pero sólo hay una forma de hacerlo: entender que no hablamos sólo de estructuras de institucionalidad democrática, sino de un sistema de poder que, guste más o guste menos, está completamente desacreditado por las consecuencias que nos trae pero también por su origen dictatorial. El referéndum por una Nueva Constitución es un paso indispensable pues plantea una pregunta de fondo que las calles ya tienen respondida porque van varios pasos por delante de sus analistas y referentes mediáticos: ¿volvemos a la “normalidad” de este modelo o democratizamos el modelo? Y esto vuelve a demostrar que la pulsión democrática peruana sigue siendo potente porque lo que está impugnando es que treinta y un años después haya quienes consideren que hay un golpe “permitido”. Y esto es lo que el pueblo peruano impugna.
[1] Spot electoral Alejandro Toledo. Año 2000
[2] Ver referencias al discurso electoral de Toledo aquí y aquí.
[3] Conferencia: “A 31 años del autogolpe: ¿estamos ante una nueva dictadura?” Organizado por el Frente de Egresados de la UNMSM
[4] Ver Ipsos Apoyo Abril 2023 https://www.ipsos.com/es-pe/encuesta-america-tv-ipsos-abril-2023
[5] Arroyo, L. (2022). La izquierda en el laberinto (del adversario). Revista Ideele Nº 305
[6] La batalla de las palabras. Primera temporada, episodio 8: Neoliberalismo
[7] Vílchez, F. Bergman Was Right Films. (2016). Su nombre es Fujimori.
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