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Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023En el Perú hay cuerpos que son sacrificables. Son los cuerpos marrones, altiplánicos, de trenzas y polleras, cuerpos abaleados por fusiles Galil, desde helicópteros, o por perdigones de plomo, lanzados a tres metros por la espalda. Son percibidos por el poder constituido como matables. No tienen armas, solo tienen eso que esgrimen como bandera: músculos vivos, sangre roja recorriendo venas y arterias, nervios y dignidad. La racialización de la biopolítica en países latinoamericanos nos divide en dos: los sacrificables y los ciudadanos. Los ciudadanos, como dice la canción, requieren de muertos de su felicidad. El modelo de desarrollo nos arrincona exigiendo cuerpos matables para poder seguir adelante con el crecimiento. Cualquier movilización que ponga en duda la idea de esa ciudadanía pasiva frente al modelo económico y político impulsa la maquinaria de represión y muerte.
Uno de esos cuerpos muertos por tu felicidad, desocupado lector o lectora, fue el de Leonardo Hancco, 32 años, transportista y operador de maquinaria pesada. Por la mañana del 15 de diciembre de 2022 se despidió de su esposa Ruth Bárcena diciéndole que iba a participar de la movilización contra el gobierno de Dina Boluarte a las afueras de Huamanga. Ruth temía, como cualquier esposa embarazada de mellizos, y le reclamó ante lo cual él solo contestó, cerrando la puerta del hogar, “siempre de pie, nunca de rodillas”. Fueron casi las últimas palabras. Ruth pudo encontrarlo agonizando en la calle, pudo llevarlo al hospital mientras tres helicópteros lanzaban bombas lacrimógenas desde el aire, pudo donar su propia sangre para completar las 25 unidades requeridas, pudo acompañar a los médicos en una ambulancia cuando lo llevaban al aeropuerto para trasladarlo de urgencia a Lima y pudo escuchar a los militares que le negaron el ingreso, “que se joda, que muera como un perro”. Al día siguiente a las cuatro de la mañana con cinco minutos, Leonardo Hancco, murió de un infarto. No pudo resistir las heridas en riñones, páncreas, hígado y vejiga. El 20 de diciembre, a los cinco días de los hechos, Ruth perdía a los mellizos.
Los militares en el aeropuerto pusieron, una vez más, en funcionamiento la lógica de la basurización simbólica, es decir, aquella forma de pensar que objetiviza a una persona como un residuo, como algo que debe estar fuera para que el resto sea operativo, y la convierte simplemente en lo que debe ser desechado, eliminado, evacuado; en un ser humano que deja de poseer la calidad de humanidad (Silva Santisteban 2005). Esta lógica es parte de un proceso de construcción de sentidos comunes muy antiguo. Fue un recurso de los terroristas y de militares y policías durante el conflicto armado interno: desechar la alteridad para instituir, a través de la violencia, la mismidad. Es la lógica que ha venido in crescendo desde la fallida transición democrática del año 2001 y ha venido polarizando la política peruana. El terruqueo como estrategia de estigmatización para convertir la palabra disidente en basura es una de sus armas más temibles. Esa arma se puso en acción por el propio gobierno de Dina Boluarte y, especialmente, por el premier Alberto Otárola, al intentar cancelar los reclamos de las movilizaciones del sur andino, de La Libertad, de Ica, de la selva central, considerando a los movilizados como “delincuentes, vándalos, terroristas”. La estrategia de basurización simbólica para destajar de la vida cuerpos considerados matables parecería que regresa en un eterno retorno tanático y demencial que, lamentablemente, no despierta la indignación de las grandes masas ni de las mayorías. Por eso los actores de estos procesos contra la vida permanecen en el poder a pesar de la altísima desaprobación de la población.
Como sostiene Eduardo Gudynas en un artículo sobre este proceso el asunto ha escalado. Hoy no se trata simplemente de estrategias de basurización simbólica desarticuladas sino del funcionamiento, estructurado, de la llamada necropolítica. “Boluarte se aferra a su silla presidencial, y la tragedia que vive el país no le resulta vergonzosa” sostiene Gudynas, quien destaca que, precisamente esta forma de rehuir la responsabilidad frente a la insostenible cifra de 67 muertos es parte de la instalación del “desentendimiento de la corresponsabilidad ante las muertes, esa exclusión de la reflexión moral, lleva a que se la tolere, y esto a su vez, a que se repitan […] Lo que está ocurriendo es un cambio en el balance por el cual ya no se logra detener la violencia y avanza, poco a poco, la aceptación de ese dejar morir (Gudynas 2023:2,4).
Lo peor de todo no es que los funcionarios gubernamentales, desde la presidenta hasta los congresistas, dejen de tener cualquier tipo de reflexión moral o de sentir asco frente a su propia podredumbre, para dejar morir a los movilizados con la excusa de los daños colaterales. Lo peor de todo es que la ciudadanía tolere las muertes: que ante los cuerpos puestos uno junto al otro en la masacre de Juliaca, el 9 de enero de 2023, en la puerta de la iglesia principal de la ciudad, una gran cantidad de limeños y limeñas, muchos de ascendencia quechua y aymara, solo hayan repetido para sus adentros “pobrecitos” sin capacidad alguna de indignarse y rebelarse frente a una masacre sin precedentes en nuestra historia última.
Necropolítica y diferir la crisis
Ha sido el historiador camerunés Achille Mbembe quien ha profundizado sobre el concepto necropolítica. Para Mbembe, necropolítica es “Ia expresión última de Ia soberanía que reside ampliamente en el poder y en Ia capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir […] La soberanía consiste en ejercer un control sobre Ia mortalidad y definir Ia vida como el despliegue y Ia manifestación del poder” (Mbembe 2011:19-20). La muerte de 49 civiles por abuso de la fuerza, de 11 civiles por bloqueos de las carreteras, de un policía quemado en circunstancias aún confusas y de 6 militares ahogados en un río por órdenes de su comando (Defensoría del Pueblo 2023), es el resultado de estos últimos meses de un gobierno necropolítico. En otras palabras, que hayan muerto 67 peruanos y que 1785 personas hayan sido heridas, se ha convertido en una forma de defender la soberanía.
Para Mbembe esa defensa de la soberanía se desata, especialmente, en los estados de excepción o estados de emergencia. Invocar la “excepción” —que es el hiato de violencia “permitido” por el propio poder soberano— permite la idea de construir un enemigo ad-hoc o de “ficcionalizar” un enemigo. En este caso, el vándalo, el antisistema, el terrorista que además es marrón, indígena, que no habla bien castellano, que es sospechoso por sí mismo, que viven en el sur andino. La imagen no es nueva, es la misma construcción del terrorista de los años 80 y 90, cuando Sendero Luminoso se mimetizaba con los campesinos, y las fuerzas del orden visualizaban a todo quechuahablante como sospechoso, precisamente en un ámbito de estados de emergencia. Hoy como ayer el sospechoso debe ser destajado del sistema: evacuado de la manera más expedita.
El 9 de enero de 2023 en la ciudad del sur andino, Juliaca (Puno), diecinueve cuerpos grandes y pequeños fueron destajados de la vida: diecisiete por impactos de proyectil de arma de fuego de la policía nacional y uno, el de una bebita, porque la ambulancia que la trasladaba no pudo atravesar los retenes de los manifestantes. Otro, el de un policía, asesinado por una piedra y luego quemado en su patrullero. Esta masacre que debe de constituir el episodio más perverso de esta crisis política que atraviesa el Perú fue, sutilmente justificada, por algunas autoridades y no menos de un periodista limeño. Se adujo que los cuerpos marrones, altiplánicos, son fácilmente manipulables. O que son ignorantes. O que forman el núcleo mismo de la barbarie. Por lo tanto —esto obviamente no lo dicen pero se infiere— como terroristas o incendiarios o bárbaros indígenas, merecían las balas que les cegaron la vida.
“Nos han deslegitimado tanto que los policías nos miran como narcotraficantes, mineros ilegales y seguidores de Evo Morales, cuando es mentira. Boluarte tiene que renunciar ya” enfatiza Tomás Vilca, vecino del aeropuerto Manco Cápac de Juliaca, Puno, y testigo de la muerte de 17 personas en un solo día ese lunes negro (La República 2023). Lo cierto es que, a pesar de la evidencia que hoy en día los periodistas como IDL-reporteros o los Informe de Amnistía Internacional, de Human Rights Watch o los de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, sostienen la existencia de ejecuciones extrajudiciales durante ese día, pero también los días previos de diciembre del 2022 en Apurímac y Ayacucho, Dina Boluarte, la sucesora de Pedro Castillo, sigue en el sillón presidencial. El apoyo que tiene es del Congreso de la República, especialmente de las fuerzas de derecha (fujimorismo) como de la ultraderecha (Renovación Popular y Avanza País), quienes la cooptaron días previos a la vacancia presidencial de Castillo, para asegurar el cogobierno.
Dina Boluarte no solo gobierna con las fuerzas que antes la llamaban “comunista” y que ahora callan en todos los idiomas su estirpe de izquierda militante del Partido Perú Libre, sino también con las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y el Comando Conjunto. Las campesinas puneñas y ayacuchanas que se trasladaron a Lima para participar de diversas movilizaciones gritaban en las calles “esta democracia ya no es democracia/ Dina asesina/ el pueblo te repudia”.
En efecto, Dina Boluarte es la primera responsable de las muertes por uso abusivo de la fuerza en tanto Jefa Suprema de las Fuerzas Armadas. La actual Fiscalía de la Nación —en un extraño juego político— le ha abierto una investigación a ella, al premier Alberto Otárola y a los ministros del interior y de defensa, por delito de genocidio[1]. Sospecho que el Ministerio Público tendrá “muchos problemas” para poder probar el genocidio, por lo mismo, lo más probable es que un juez archive esta denuncia. Sin embargo, según mi opinión, es altamente probable que ella termine también presa como su antecesor Pedro Castillo, pero por delitos de lesa humanidad.
Tanto la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos como Amnistía Internacional, o diversos colectivos ciudadanos y hasta la Conferencia Episcopal, proponen que renuncie, escuchando el reclamo de la mayoría de peruanos. Si renuncia, el presidente del congreso debería de sucederla, según lo estipulado en la Constitución. Para eso, previamente, se debería nombrar a otra mesa directiva y que renuncie la actual (el presidente del congreso, José Williams, tiene tantos anticuerpos como la propia Boluarte). Estas renuncias precipitarían elecciones para este mismo año 2023. Junto con las elecciones se debería votar un referéndum por una nueva constitución. Estos son los reclamos de la gente en las calles del sur andino y en los barrios periféricos de Lima.
El problema es que los congresistas y los analistas políticos limeños no creen que sea necesario; se piensa que se debe de continuar tal cual como ahora para evitar la inestabilidad política y económica. Hasta un colega sacerdote me ha argumentado lo mismo y los empresarios, que usualmente están atentos ante la “amenaza comunista de la democracia” no están interesados en defender esa misma democracia de la amenaza necropolítica. No importan las muertes ni los heridos, ni los abusos de poder, ni la irresponsabilidad moral siempre y cuando todo funcione perfectamente bajo el paraguas de los 17 principios de la ODS.
En realidad, Boluarte es funcional a los poderes de la elite económica, pero especialmente, a los mandos y comandos de las fuerzas armadas. En la primera semana de su mandato estuvo dos veces en la Base de la Marina de Guerra en actos públicos. Obviamente eso denota la necesidad de apoyo de los sectores más conservadores de las fuerzas armadas. Por eso el interés en los estados de emergencia, especialmente en Puno, gestionado por un comando político-militar.
Pero como sostienen varios autores (Mbembe, Gudynas, Garcés) los regímenes de excepción no resuelven la crisis, “sino que la mantienen abierta. No la supera, sino que la sostiene; no la cancela, sino que la gobierna. El poder obtiene y refuerza su poder permaneciendo en la crisis y no atravesándola. Y no es el poder de quien decide y resuelve, sino el de quien neutraliza toda decisión e impide una resolución […] no resolverla ofrece una situación de excepcionalidad permanente a los poderes que se hacen fuertes gracias a ella” (Garcés 2021:20).
¿Es posible que la propia crisis sea la que mantenga a Boluarte con las manos manchadas de sangre pero totalmente atornillada en el sillón presidencial?, ¿es posible que el amodorramiento moral limeño y el miedo regional a ser criminalizado o incluso asesinado haya larvado ese frágil terreno de movilizaciones que no cuajan en un proyecto político de rebelión sostenida? Si la política el día de hoy funciona como reacción en una entropía sostenida de acontecimientos sin fin y sin resolución, ¿cómo proponer una acción política que persuada a los peruanos y peruanas a izar las banderas de lucha?
Racismo y política
En Lima, en los WhatsApp de las familias de clase media, circulan fotos, avisos y mensajes, con una carga racista, clasista y colonial, que pretende rebajar el razonamiento de todo un pueblo a estereotipos de los tiempos de las encomiendas: “La América Latina roja le ha declarado la guerra al Perú”; “Los partidos comunistas del Foro de São Paulo buscan destruir el orden constitucional y económico que produjo un milagro peruano del cual surgió un país próspero con una nueva clase media”; “Es tal el odio de la izquierda que ahora, falsificando la historia y apoyando política, logística e ideológicamente, desarrollan un siniestro plan de violencia revolucionaria y sometimiento”, “los muertos son por armas de ellos mismos que han ingresado al país con los Ponchos Rojos de Evo Morales”. El hiato entre el Perú de los altos funcionarios públicos, los detentadores del poder dentro del Congreso o de Palacio de Gobierno, los jueces del Tribunal Constitucional, los letrados y el Perú de los campesinos comuneros, de los comerciantes informales que ganan el día a día, de los profesores de provincia con sueldos de 274 dólares mensuales, es abismal. Pero hoy en día, a diferencia de lo que ha sucedido con anterioridad, no reclaman por un bono ni por ser parte de los programas de gobierno, como quisiera la presidenta Dina Boluarte, ex ministra de inclusión social. Hoy reclaman por ser parte del poder.
Por otro lado, hay intereses legítimos en las movilizaciones, sobre todo por el malestar frente al enseñoramiento del congreso, por eso es que han salido los gremios y las comunidades indígenas, en marchas multitudinarias en el sur andino. Pero también hay extremistas, violentistas, intereses de sectores de una burguesía informal y lumpen, de la minería ilegal, de cierto sector de la ultraizquierda que han perdido con la salida de Pedro Castillo. Si bien es cierto que Castillo dio un golpe de Estado —algunos dirigentes de izquierda sostienen lo contrario en una actitud esquizoide de negación de la realidad— que se encuentre preso debido a un sumario inconstitucional de desafuero político es una clara transgresión al debido proceso.
En un mar revuelto entran todos a tratar de conseguir peces. Lamentablemente aún no hay liderazgos claros desde los sectores de la izquierda democrática que, por el momento, tampoco se perfila como una fuerza de vanguardia frente a las movilizaciones. Por el contrario, las movilizaciones no tienen liderazgos ni tradicionales ni no tradicionales, o por lo menos, se cuidan extremadamente de ser visibles ante tremenda campaña de criminalización de las dirigencias (con centenares de denunciados por diversos delitos). Las movilizaciones han menguado en estos días, aunque se preparan para regresar a Lima en julio de este año, para impedir que Boluarte dé el clásico discurso a la nación de Fiestas Patrias. Pero ¿de qué manera esta nueva asonada podría cuajar en una rebelión nacional que permita pasar a la acción a los millones de peruanos y peruanas que desaprueban al congreso (90%) y a la propia Boluarte (74%)?
Abrir los ojos y el corazón con la única acción posible que es la de todos y todas en conjunto: no permitir que la inmoralidad frente a la sangre derramada nos gobierne
Juliaca: zona del no-ser
Después de la muerte de 28 peruanos durante la crisis de diciembre 2022 por el intento de golpe de Estado del expresidente Pedro Castillo y su consecuente vacancia, el sur andino en su totalidad, decidieron seguir con las movilizaciones y convocar a un paro regional. Su agenda tenía cuatro puntos: 1) renuncia de Dina Boluarte, 2) cierre del congreso; 3) nuevas elecciones y 4) referéndum para una posible nueva constitución. Algunos pedían que se restituya a Pedro Castillo en el poder, pero ese grito se fue acallando.
Desde el sábado 7 de enero, a un mes del autogolpe, las comunidades altoandinas aymaras bajaron a la capital, Puno, para concentrarse. Durante el fin de semana, diferentes episodios de abuso de la policía nacional —golpearon a una mujer y su hijo de 14 años, voltearon un mototaxi, reprimieron a mujeres campesinas— marcaron el talante de la actitud de las fuerzas del orden. El lunes en la mañana se produjo una multitudinaria movilización de comunidades campesinas de Huancané, Azángaro, San Antonio de Putina, Sandia y Carabaya, que habían bajado a la ciudad de Juliaca para movilizarse.
Lo que desató la represión fue que un grupo de manifestantes tomó la pista de aterrizaje del aeropuerto Inca Manco Capac y más de 300 policías especializados se organizaron para despejar el aeropuerto, primero con bombas lacrimógenas, pero posteriormente con disparos al cuerpo de los manifestantes. Como sostiene el informe de IDL-Reporteros, las muertes comenzaron a la 1:45 pm —con disparos al cuerpo del comerciante Gabriel Gómez Amanqui, quien recibió 62 perdigones en la espalda— y siguieron hasta la noche, especialmente, en las calles aledañas al aeropuerto, donde incluso murió el joven médico Marco Antonio Samillán, que auxiliaba a un herido, y una joven de 17años, Yamileth Aroquipa, que caminaba con su familia al mercado.
Esas muertes levantaron a todo el sur peruano.
La rabia y la furia se desataron y los campesinos, especialmente, decidieron levantar su voz lo suficientemente alto para que se escuche en Lima. Se incendiaron 19 comisarías, desde la de Chao, en La Libertad, al norte hasta las de Yunguyo y Desaguadero, en la frontera con Bolivia; también las sedes del Poder Judicial de Ayacucho, Ilave y Arequipa, así como la casa de un congresista puneño. Los medios de comunicación hicieron eco de inmediato de la tesis principal del gobierno, se trata de la famosa “teoría del complot”, que se puso en funcionamiento durante los conflictos sociales de los años anteriores (Conga, Espinar, Tía María) con diferentes aciertos. Se dijo entonces que, no era el país alzado, sino unos cuantos vándalos y revoltosos, dirigidos por los “ponchos rojos” de Evo Morales o por un grupo de terroristas, rezagos de Sendero Luminoso.
Nadie en Puno quiere el comunismo. Muy por el contrario: quienes se han levantado en esas zonas son comerciantes, alpaqueros, campesinos, mineros. Lo que quieren es que se respete su voto. Lo que quieren es más democracia en tanto que están pidiendo nuevas elecciones y un referéndum para una asamblea constituyente. ¿Acaso las elecciones y los referéndums no son instituciones absolutamente democráticas?
La derecha y la ultraderecha se alían con Boluarte
La derecha, la ultraderecha peruana y los medios de comunicación quieren hacerle creer a la gente que es el comunismo que se levanta en Juliaca porque “quieren miseria e ignorancia”. La misma ultraderecha neofascista que se congregó en Lima los días 29 y 30 de marzo con representantes del bolsonarismo más ultra, los antiguos fujimoristas, las caras visibles del Opus Dei, además del partido español Vox. Todos le demostraron su apoyo a Dina Boluarte quien, pasó de autocalificarse como “una mujer de izquierda” a permanecer bien callada entregándole la Orden del Sol a Mario Vargas Llosa, líder peruano de la derecha mundial.
Pero a pesar de ser totalmente absurdo el discurso de la derecha y la ultraderecha peruanas ha tenido algún eco en sectores ultraconservadores de Lima, precisamente, los nietos de migrantes que vinieron de los Andes. Los que se movilizan desde el sur andino, millones de indígenas y mestizos, no son ignorantes sino racionales, que han visto en un día el asesinato de 17 personas y en veinte años la impunidad de todas las muertes de las protestas sociales. Pero en Lima se ejerce el racismo y la colonialidad del poder —como diría Aníbal Quijano— de tal manera que solo se piensa en el resto del país muchas veces con el estereotipo de resentidos y “odiadores”.
Los diversos informes que Amnistía Internacional ha emitido durante todo este tiempo, desde las primeras muertes por represión indiscriminada, dan cuenta de un excesivo uso de la fuerza especialmente en zonas donde hay mayor población indígena: “Amnistía Internacional ha realizado un análisis que toma como parámetros la concentración de protestas y el número de muertes por represión en base a datos de la Defensoría del Pueblo de Perú. Ha registrado que el número de posibles muertes arbitrarias por la represión estatal se encuentra concentrado de manera desproporcional en regiones con población mayoritariamente de pueblos Indígenas. Ello a pesar de que el nivel de violencia estatal durante las manifestaciones fue prácticamente igual al registrado en otras regiones, como Lima, por ejemplo. Mientras que los departamentos con población mayoritariamente Indígena sólo representan el 13% de la población total de Perú, estos concentran el 80% de las muertes totales registradas desde el inicio de la crisis” (AI 2023, énfasis mío).
Los porcentajes que propone Amnistía Internacional sobre el uso de la fuerza contra la población indígena son sumamente parecidos a los que emitió en el año 2003, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, sobre el conflicto armado interno peruano. Durante 40 años los muertos en conflictos armados o conflictos sociales son puestos por los sectores más vulnerables de la población. Precisamente por eso, Ericka Guevara Rosas, presidenta para las Américas de Amnistía Internacional, ha sostenido que “no es casualidad que decenas de personas dijeran a AI que sentían que las autoridades las trataban como animales y no como seres humanos. El racismo sistémico arraigado en la sociedad peruana y en sus autoridades durante décadas, ha sido el motor de la violencia ejercida como castigo contra las comunidades que han alzado la voz” (AI 2023).
No una sino muchas crisis
El historiador y ensayista, José Carlos Agüero, ha sostenido en un artículo muy lúcido que en el Perú estamos atravesando por un “colapso total” que debería reconfigurar la nación (Agüero 2023). Sin duda, los peruanos y peruanas nos encontramos en una de las crisis más profundas, sostenidas y que atraviesa todo el territorio desde inicios de la República. Esta crisis muestra, de forma brutal, las fracturas de una sociedad cuyos ejes de poder se han instituido en función de una minoría política criolla, racista, colonial, con un ejercicio del poder autoritario y centralista. Por ejemplo, aun cuando algunos gobiernos regionales reciben altas sumas del canon minero, este no se puede distribuir sin pasar por la aprobación del Poder Ejecutivo (Ministerio de Economía y Finanzas). Esta élite que se ha afincado en las diversas instituciones del Estado hoy se ve enfrentada a grandes sectores, empoderados, del mundo rural e indígena, especialmente del sur peruano, que ahora tienen mayores capacidades e ingresos, pero que no se perciben como ciudadanos.
No olvidemos que en el Perú la informalidad llega al 76.8% (INEI 2022), es decir, sectores de ingresos medianos o altos, como los mineros informales o los comerciantes informales, pujan para ser incorporados a la institucionalidad, pero en los propios márgenes de lo legal; así como otros sectores, tradicionalmente más golpeados por la crisis y la pandemia, como los campesinos, agricultores familiares, sectores de comerciantes minoristas, que se vieron representados por Pedro Castillo en la presidencia, ahora sienten que se les ha quitado del poder.
Toda esta situación de extrema violencia se ha desatado en ciudades con un alto porcentaje de población indígena como Juliaca, Puno, Ayacucho, Andahuaylas, Cusco, Arequipa e Ica. En la ciudad de Lima, a pesar de las movilizaciones de todo el país hacia la capital que mantuvieron una “Toma de Lima” por más de sesenta días seguidos, se produjo la muerte de una persona por una bomba lacrimógena lanzada a pocos metros directamente al cráneo. En otras palabras, la represión se ha centrado en el sur andino, esa geografía peruana que siempre vota por la izquierda, donde se produjeron numerosas revueltas y revoluciones, donde se iniciaron las tomas de tierras que causaron la Reforma Agraria de 1968. El sur andino, encabezado por Puno y Cusco, se han movilizado desde el primer día en que Pedro Castillo fue retirado del poder.
Algunos sostienen que toda esta situación es producto de una crisis de representación política que se inició en el año 2016 cuando la candidata Keiko Fujimori no admitió su derrota y, desde sus huestes congresales, le hizo el gobierno imposible a Pedro Pablo Kuczynski (PPK). PPK renunció y se nombró al vicepresidente Martín Vizcarra como primer funcionario del país. En ese mismo momento, Keiko Fujimori lo quiso cooptar, primero con la propuesta de diversas alianzas para la gobernabilidad y luego con amenazas variadas desde los curules del congreso de su bancada. Un año, un cierre del congreso constitucional y una pandemia después fue vacado por las fuerzas de la ultraderecha, en alianza con el fujimorismo y el lumpen-emprendedurismo (partidos que tienen dueño, que usufructúan de las nebulosas de la legalidad, prohijados por el capital delictivo).
Me refiero a la vacancia que el Congreso interpuso ante Vizcarra el 10 de noviembre de 2020. La masa indignada salió a las calles de todo el país para oponerse al gobierno del congresista Manuel Merino, especialmente los jóvenes organizados e inspirados por las acciones de Santiago de Chile un año antes, quienes se organizaron de tal manera, que era casi imposible lanzarles bombas lacrimógenas porque las desactivaban de inmediato. A los cinco días murieron dos jóvenes estudiantes, Inti Sotelo y Bryan Pintado, por los perdigones de metal que la policía nacional usó de manera antiprotocolar a pocos metros del Congreso de Lima. Merino renuncia y se produce otro cambio constitucional, nombrando como presidente del congreso a Francisco Sagasti, liberal progresista, quien asumió la presidencia en el año del bicentenario. Un año y cuatro meses después, se hizo del gobierno el maestro rural Pedro Castillo. La pregunta que cae de madura es la siguiente: ¿cuál es la diferencia entre la situación de crisis política y movilizaciones del 2020 y del 2022 que Dina Boluarte no cae como Manuel Merino a pesar de 65 muertos más?, ¿no valen lo mismo los cadáveres de decenas de puneños, ayacuchanos y andahuaylinos que los de dos jóvenes limeños?
El miedo al marrón
El fujimorismo perdedor de la segunda vuelta electoral del 2021, junto con la derecha que no pudo hacerse del gobierno con Merino, se apoderaron del discurso público e inventaron, contra el monitoreo de la OEA y de la Unión Europea, un falso fraude electoral. Decenas de abogados de los mejores bufetes de Lima se dedicaron a espulgar cientos de actas y nunca pudieron probar nada. Desde ese instante la derecha emprendedora, la lumpen y la colonial-ultraconservadora, todas representadas en el congreso, se dedicaron a destruir al gobierno de izquierda.
Sin embargo, Pedro Castillo, en los hechos, se encargó de dejar en claro que su gobierno no era de izquierda. Nunca aprobó las modificatorias para que los ricos paguen más impuestos; no estaba de acuerdo con cambios profundos en la matriz productiva; se reunió con los grandes empresarios mineros a puerta cerrada; se puso de costado en los conflictos sociales; se rodeó de paisanos que lo habían apoyado —no sabemos cómo— durante la campaña y, finalmente, esa corte de palaciegos empezó a exigir prebendas y cutras. Paisanos, sobrinos, ministros corruptos, empresarios que exigían su cuota de poder y oficiales de la policía que habían comprado sus puestos, se agolpaban alrededor del presidente que parecía flotar pero que caía en picada.
Esta situación era percibida por los peruanos y peruanas, incluso por sus propios votantes, como un estado de precariedad y corrupción que este profesor rural no había logrado contener, por el contrario, se había vuelto para del problema. La desorientación y el agotamiento frente al mismo discurso anticomunista de los diarios como El Comercio, Perú21, Expreso, Correo o el canal Willax TV que golpeaban día a día a Castillo, frente a la inoperancia del estamento gubernamental, y el populismo desfachatado del premier Aníbal Torres y de la premier Betsy Chávez, produjo la profundización de un descreimiento en la acción política. Las mayorías sabían perfectamente que el miedo al comunismo era solo un fantasma de la ultraderecha. Sin embargo, un miedo cierto que se puso en funcionamiento durante las marchas en Lima fue el miedo al marrón, al indígena que “baja” a la ciudad, al que se sabe y reconoce subalternizado desde el virreinato, al “resentido” que puede “tomar Lima”.
¿Qué hubiera sucedido si el Congreso corrupto, de congresistas mochasueldo y asesores genuflexos, vacara a Castillo sin mediar golpe de Estado alguno? La población que salió en diciembre, enero y febrero hubiera sido muchísimo mayor y quizás no tendríamos en la presidencia ahora a Boluarte, tal vez a Williams, y movilizados al centro, al norte y al sur en una marcha eterna de marrones hacia la gran capital. O quizás no. A veces los pensamientos contrafácticos permiten especular en estrategias hacia el futuro y otras son ejercicios ociosos.
En todo caso, como sostiene Gudynas, la forma de contener a la necropolítica es tomándola en serio: entendiendo que la solución de la crisis no pasa por restituir a Castillo, quizás ni siquiera por proponer nuevas elecciones de inmediato, porque volveremos a tener a los mismos actores políticos, ni siquiera con una Asamblea Constituyente. Aquí si discrepo del profesor uruguayo porque opino que un cambio profundo pasa, sin duda, por la reactualización de un nuevo pacto ciudadano en que, los sacrificables, dejen de ser pensados así y se conviertan en nuestra alteridad urgente para entendernos como país pluricultural y plurinacional. Tal como sostiene Garcés, la crisis fortalecerá a los actores que tienen intereses en profundizarla y los convierte en ejecutores de acciones para mantener la entropía política: cooptar el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo, el Jurado Nacional de Elecciones, la ONPE y toda la institucionalidad de tal manera que estaremos a su merced por diez o veinte o nosécuántos años más. ¿Lo vamos a permitir? De ninguna manera.
Lo que se requiere para detener a la ultraderecha acurrujada en el poder, con la anuencia de los políticos traidores como la propia Boluarte, es denunciar la inacción de los tibios, el amodorramiento de algunos limeños y limeñas, la vista gorda de los empresarios, la indolencia ante la muerte de peruanos y peruanas, el uso de la muerte para mantenerse en el poder. Despertar el mejor de los sentimientos posibles que es la indignación ciudadana y solidarizarnos con los heridos, con los deudos, con las viudas como Ruth Bárcena o con las madres y padres de los menores de edad muertos. Abrir los ojos y el corazón con la única acción posible que es la de todos y todas en conjunto: no permitir que la inmoralidad frente a la sangre derramada nos gobierne. Entender que no es posible crecer, ni desarrollarse, ni ser feliz sobre los cadáveres de otros peruanos y peruanas como nosotros mismos.
Fuentes citadas
Agüero, José Carlos. “Desprecio”. Noticias SER, 13 de diciembre de 2022, https://www.noticiasser.pe/desprecio
Amnistía Internacional. “Perú: La Represión Letal del Estado es una muestra más del desprecio hacia la Población Indígena y Campesina”. Noticia, Página Web Institucional, 16 de febrero de 2023, https://amnistia.org.pe/noticia/represion-estado-poblacion-indigena-campesina/
Defensoría del Pueblo, Adjuntía para la Prevención de Conflictos Sociales y la Gobernabilidad, Reporte Diario, 10 de abril de 2023, https://www.defensoria.gob.pe/wp-content/uploads/2023/04/ReporteDiario104202313horas.pdf
Garcés, Marina. “Pilotos del caos: excepcionalidad permanente en la era global”. Inclán, Daniel. La brutalidad utilitaria. Ensayos sobre economía política de la violencia. México, Akal-UNAM, 2021 (19-39).
Gudynas, Eduardo. “El agotamiento de la política en una nueva crisis en Perú”. Cuestiones y Disputas en Otra Política N. 2, 20 de abril de 2023.https://otrapolitica.substack.com/p/02crisisperu
Instituto Nacional de Estadística – INEI, Comportamiento de los Indicadores Laborales a Nivel Nacional, Informe Técnico N. 3, agosto 2022, https://www.inei.gob.pe/media/MenuRecursivo/boletines/03-informe-tecnico-empleo-nacional-abr-may-jun-2022.pdf
La República, diario nacional. “Juliaca: 17 muertos en protestas contra Dina Boluarte y por cierre del congreso”, Sección Política, 10 de enero de 2023, https://larepublica.pe/politica/actualidad/2023/01/10/protestas-en-peru-juliaca-17-muertos-en-protestas-contra-dina-boluarte-y-por-cierre-del-congreso-toma-de-puno-marchas-en-peru-enfrentamientos-en-puno
Mbembe, Achille. Necropolítica. Sobre el gobierno privado indirecto. Madrid, Melusinas, 2011.
Silva Santisteban, Rocío. “Basurización simbólica y discursos autoritarios”. Ideele Nº 173 / octubre 2005, pp. 16-20. http://www.idl.org.pe/idlrev/revistas/173/16-20.pdf
[1] Personalmente opino que sí se trata de un delito de genocidio y que puede argumentarse, de manera totalmente pertinente, en tanto el uso y abuso de estados de excepción para, precisamente, permitir el manejo indiscriminado de la fuerza en zonas de alta densidad indígena como Juliaca, Huamanga, Andahuaylas o Pichanaki.
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