Escrito por
Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023Las muertes causadas por el régimen dictatorial de Dina Boluarte están ampliamente documentadas por la prensa independiente y organizaciones internacionales de derechos humanos. Las fuerzas del orden perpetraron masacres y ejecuciones extrajudiciales en varias regiones de Perú, acabando con la vida de 49 peruanos que solo ejercían su derecho de protesta. En relación a estas protestas, hubo tres hechos oprobiosos en los que considero necesario detenernos y que demarcarán el decurso de la reflexión que plantearé en estas líneas: 1) el terruqueo sistemático hacia los manifestantes, 2) la detención arbitraria de siete dirigentes del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho, y 3) el pedido de amnistía para los policías y militares que ejecutaron las muertes.
Estamos frente a manifestaciones sintomáticas que exponen el fallido proceso de verdad y reconciliación nacional posterior al Conflicto Armado Interno (CAI) y ante la persistencia de viejas representaciones estigmatizantes sobre lo andino. Ambos fenómenos son el sustrato de la forma tan bárbara en la que el Estado y sus élites gobernantes han dispuesto de la violencia como un artefacto “pacificador” y “estabilizador”. Pienso que actualmente somos testigos del fracaso del Perú como nación, donde lo acontecido pone de manifiesto la concepción de una alteridad perniciosa. Entiendo que esta derrota de la nación está inherentemente vinculada al fracaso de las funciones de duelo colectivo y memoria, indispensables para la construcción continua de una nación. Las sociedades que no logran reelaborar aquellos episodios de tragedia en espacios de memoria padecen inexorablemente ante el mecanismo operativo del trauma: la reiteración.
En nuestro caso, con un pasado reciente de violencia política todavía irresuelto y con diversas narrativas sobre ella aún en pugna, la repetición de dicho trauma es cada vez más salvaje, como una violencia que persiste, que no cesa y que se proyecta dentro de un periodo de posconflicto en el que las víctimas son siempre las mismas.
Del trabajo de duelo a la función de duelo
Sigmund Freud[i] planteó que el duelo es una reacción frente a la pérdida de una persona amada, o de algo equivalente como la patria, la libertad, o algún ideal de carácter semejante. Para él, el hecho traumático de la desaparición del objeto amado deja al sujeto en un estado de desamparo e inserto en la titánica tarea de abandonar la pérdida. Para el sujeto duelante el mundo se ha tornado en un sinsentido, en un lugar vacío, donde el “yo” apenas puede volcar energías hacia la representación psíquica del difunto. Para el autor, el duelo involucra dolor, angustia y aflicción, y tiene como consecuencia, en un tiempo indeterminado, una reestructuración del orden psíquico del sujeto. Se trata entonces de un esfuerzo humano por no sucumbir ante lo que se perdió, un camino a transitar en el que el sujeto sustrae del objeto perdido las representaciones puestas en él. Asimismo, tal como señala Freud, el deudo se sumerge al sujeto en una confrontación entre la negación de la pérdida y el principio de realidad. Casi siempre, aclara, el proceso de duelo alcanza un tiempo final en el que el escrutinio de la realidad se impone y lo perdido adquiere una nueva significación a consecuencia de una ardua elaboración sobre los recuerdos. Si bien para Freud en una primera etapa había considerado que el objeto perdido podría llegar a ser reemplazado, es a raíz de la muerte de su hija Sophie[ii] que manifiesta la imposibilidad de su sustitución: nada ni nadie podrá ser equivalente.
Posteriormente, Jacques Lacan, ampliará la noción del trabajo de duelo y la llevará a un terreno fuera de lo íntimo. En el Seminario 6[iii], sostiene que el duelo, en tanto función subjetivante, tiene lugar en el orden de la privación y que se trata de una operación principalmente simbólica que recae sobre la relación con el objeto perdido. Por ello, el proceso de duelo no consiste en sustituir al objeto, sino en cambiar la naturaleza del vínculo que los enlaza. Lacan subraya que la muerte, al tornarse en una pérdida casi intolerable al ser humano, produce un agujero en lo real. El autor no solo pone énfasis en el objeto perdido, sino en lo que el sujeto ha perdido, o sacrificado, de sí en lo que se fue. Ante esto, el golpe traumático de la muerte deja al sujeto a merced del vacío, casi sin herramientas simbólicas para hacer frente al acontecimiento. En esta reformulación acerca del duelo, el psicoanalista francés otorga protagonismo al rol que cumplen los ritos funerarios y al soporte que brinda la comunidad en el proceso de subjetivación de la pérdida. Afirma que es en esta instancia donde intervienen todos los recursos simbólicos —las diferentes manifestaciones del lenguaje— que bordean ese agujero manifiesto. Así, Lacan expresa que el lugar del duelo está en el registro de lo simbólico, y que dicha función de significación recae sobre los recuerdos que el deudo proporciona[iv]. Precisa que ello permitirá la construcción de un relato, una narración del dolor que hará viable la inscripción de lo perdido en el mundo del presente. En el Seminario 8[v], Lacan enuncia que para que algo signifique debe ser plasmable en el lugar del Otro, dicho de otro modo, en la sociedad, en el discurso, en la ley, en las instituciones, en las tradiciones, en los mitos y en los saberes, en todo lo que está fuera de los límites del “yo” y que es fuente de identidad.
De este modo, notamos un tránsito desde la propuesta freudiana a lo planteado por Lacan. Partimos de una dimensión subjetiva e íntima del duelo a una dimensión pública donde el grupo y la comunidad operan como un medio y lugar para resignificar la pérdida. Es a partir de esto, que podemos concebir el espacio comunitario como uno en el que se vuelcan los testimonios sobre las condiciones de violencia causantes de la muerte. Nos aproximamos hacia una historización del dolor que permite gestar una narrativa de los hechos que construya un sentido compartido, y un posicionamiento colectivo de cara a los sucesos traumáticos. Ambos autores nos muestran que lo perdido puede ser traducido a formas tanto subjetivas como colectivas.
Hacia una dimensión política del duelo
Esta función subjetivante del duelo articula lo íntimo con lo público[vi], y aquí es donde ese Otro social-jurídico-político (instituciones políticas, públicas, sociales, religiosas, medios de comunicación, deudos, testigos y responsables de lo acontecido) cumple un rol fundamental: sanciona la violencia y la muerte, protege al deudo con los instrumentos jurídicos, sanitarios y sociales con los que dispone el Estado para su reconocimiento como un sujeto central en el esclarecimiento de la verdad. En esa línea, desde lo público y también desde lo mediático resulta imperativo que la historia de cada víctima sea relatada a través de los deudos, testigos y autoridades competentes. Con ello, la tragedia tendrá un lugar visible y juzgable en el tejido social. Todo el ejercicio ritual que circunde a la muerte, ya sea toda clase de prácticas fúnebres, conmemoraciones gubernamentales, la exposición de los casos en los medios de comunicación —desde criterios de justicia y verdad— permite el rearmado simbólico a través del cual el deudo reestructura un lazo diferente con el objeto perdido.
Ante esto, resulta apropiado interrogarnos sobre qué uso y qué función —en la esfera política, social e histórica— le dará la actual coalición autoritaria de gobierno a los sucesos que causaron la muerte de los 49 peruanos a manos de las fuerzas del orden. Entiéndase a esta coalición como al gobierno liderado por Dina Boluarte y el premier Alberto Otárola, y a las bancadas de ultraderecha con mayoría parlamentaria que hoy ya han copado instituciones autónomas como Tribunal Constitucional, Fiscalía de la Nación y la Defensoría del Pueblo con funcionarios afines a sus intereses. Esta alianza autoritaria ahora se alista para defenestrar la ONPE, la Junta Nacional de Justicia, el Jurado Nacional de Elecciones y la Reniec. Desde esta coalición se ha negado la causa de las muertes. La presidente Dina Boluarte, en ya múltiples ocasiones, ha transmitido un discurso estigmatizante hacia los manifestantes y víctimas, los ha acusado de pertenecer a grupos subversivos, de formar parte de mafias como la del narcotráfico y la minería ilegal. El terruqueo ha servido como coartada para “legitimar” la violencia despiadada ejercida por los agentes del orden. Esta actitud discursiva ha sido replicada al unísono por los grandes medios de comunicación, quienes hoy apoyan al régimen, y han instalado en la opinión pública una narrativa que sitúa al país en medio de una supuesta guerra antisubversiva y antimafias. Esto a fin de deslegitimar la disidencia, desciudadanizar y deshumanizar a los manifestantes y transformarlos en agentes culpables de barbarie y merecedores de la muerte. Ya un semanario periodístico[vii] ha revelado que en los planes operativos de las Fuerzas Armadas se concebía a los manifestantes como agentes proclives a la violencia, dado que se encontraban azuzados por personas vinculadas o pertenecientes a Sendero Luminoso.
Así, a ojos del Estado y del establishment económico-empresarial y mediático, dichas pérdidas humanas no son dignas de atención ni mucho menos de duelo, no son merecedoras de reconocimiento ni conmemoración públicos, y, por ende, están destinadas a divagar en el vacío de la indiferencia estatal y a padecer la humillación de la burocracia. Mientras haya muertes que no importen, pérdidas sin reparación y no incorporadas a la memoria social, mientras se oculte el origen político de la tragedia, y no se articulen espacios mediáticos donde la brutalidad causante de las muertes esté abierta al escrutinio público, sucesos como la masacre de Juliaca[viii] serán escalofriantemente normalizadas, si es que ya no lo son para ciertos sectores de la sociedad. Sin una mediatización plural es imposible que la comunidad nacional pueda advertir que persisten aún factores materiales y discursivos de violencia estructural que se arrastran desde la etapa del Conflicto Armado Interno y que son la causa de que los muertos sean los de siempre: personas quechua o aymara hablantes en situación de pobreza y de marginación de la comunidad nacional y del Estado de derecho[ix].
Que para las élites no sea un espanto que gente sea ejecutada extrajudicialmente y que las Fuerzas Armadas y la policía disparen a quemarropa es un síntoma aterrador de que la construcción de la nación ni siquiera ha tenido un desenlace viable y prometedor a lo largo de nuestros 2000 años de república. Para aquel sector no hay masacres, sino solo daños colaterales. ¿Cómo se construye una nación sin una base común de criterios mínimos para el respeto de la vida como un bien jurídico supremo? ¿No son acaso los Derechos Humanos los cimientos elementales para gestar una vida común con estándares mínimos de paz? De este gobierno y de los medios, los deudos no han recibido más que violencia física y simbólica. No hemos visto a la prensa hegemónica brindar sus pantallas, sus portadas y sus micrófonos a los deudos. Sus sufrimientos han sido silenciados mediante la fuerza y el hostigamiento. ¿Cómo se gesta un proyecto común si hay personas que pueden ser eliminadas de forma impune? ¿Qué hace el Estado y el gobierno para con los deudos? De qué modo se sanciona lo ocurrido, si el único objetivo de la actual fiscal de la nación, Patricia Benavides, ha sido el de entorpecer las investigaciones iniciales de algunos pocos probos fiscales provinciales y ha desactivado fiscalías de derechos humanos[x], lo cual ha puesto de manifiesto la tácita complicidad con la presidenta Dina Boluarte y a sus ministros. No hay apenas un atisbo de justicia y sanción que permita acercarnos al umbral de un duelo nacional.
Vulnerabilidad y castigo
Judith Butler[xi] entiende que a pesar de que provenimos de lugares muy distintos y de no compartir la misma historia, todos tenemos siquiera una noción de lo que significa haber perdido a alguien. Indica que por ello es posible apelar a un “nosotros”, a un sentido colectivo de la muerte que remite al dolor. Ante ello, comprende que cada uno, como sujeto, está constituido social y políticamente en relación a su vulnerabilidad física. En otras palabras, expresa que nos hallamos expuestos a la violencia y a la pérdida en tanto somos sujetos políticos. Nos sugiere que esa vulnerabilidad física está globalmente distribuida de forma desigual, pues los efectos diferenciados de la violencia están determinados por factores sociales, políticos, étnico-raciales y de género. Una interseccionalidad de la violencia. Por ende, algunas vidas humanas son más vulnerables que otras. La evidencia constata que no todas las vidas valen igual, que hay muchas en este país que se encuentran fuera de los confines de lo deseable y, por consiguiente, no tienen lugar en los procesos de duelo. Son muertes desatendidas[xii], víctimas sometidas a una falta de compasión colectiva, donde su lugar de proveniencia cumple un rol determinante, en este caso, hacia personas que habitan los andes peruanos. Aquel espacio construido discursivamente desde las élites como un lugar atrasado en el tiempo, cuyos habitantes actúan en la barbarie, casi como dominados por instintos atávicos, de naturaleza beligerante, esencialmente no aptos para la educación y mucho menos para el gobierno. La sierra es valorizada en tanto se torna en una geografía accidentada y adversa, y en un clima idóneos para el castigo[xiii]. Si desaparece o muere gente allá, a pesar del modo y las circunstancias, el hecho terminará en la intrascendencia. Nuestra élite ha entendido a la sierra como un espacio donde se puede ejercer una disciplina aleccionadora sobre sus habitantes, cuyos cuerpos dóciles se deben mantener tan solo en ciertos roles. La militarización será siempre una opción. Es por ello que la detención de manifestantes en la región de Ayacucho y su encierro en el cuartel “Los Cabitos” ha develado la persistencia de estos imaginarios, y su intencional escasa mediatización ha demostrado lo arraigados que están en el sentido común limeño. Este episodio ha reabierto una herida en el pueblo ayacuchano, ¿ha desmantelado quizá una cicatriz?
En la década de los ochenta, durante el Conflicto Armado Interno, el cuartel “Los Cabitos” fue un centro de detención militar, en el cual fueron recluidos miembros del grupo subversivo Sendero Luminoso, o individuos sospechosos de pertenecer a este o a personas inocentes que no sostenían ningún vínculo con dicha organización. “Los Cabitos” cuenta con el mayor número de casos de desaparición vinculados a un solo lugar, entre 1983 y 1992, y con un solo actor perpetrador: las Fuerzas Armadas.[xiv] En este lugar, se llevaron a cabo detenciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Además, en La Hoyada, el terreno adyacente al recinto militar, se utilizó como cementerio clandestino, donde, hasta el día de hoy, se descubren fosas comunes y se llevan a cabo exhumaciones y el reconocimiento de restos. “Los Cabitos” significó, para la población ayacuchana, un lugar de terror y representa una época de absoluta vulnerabilidad. ¿Qué vida estaba garantizada y protegida en aquel entonces cuando la región había sido declarada en estado de emergencia y se encontraba regida por un Comando Político-militar? ¿Está la vida garantizada y protegida en el marco de la actual movilización nacional? La reciente militarización de la región de Ayacucho por dictamen de este gobierno es sin duda uno de los atentados más perversos a la memoria colectiva. Que “Los Cabitos” haya vuelto a ser un centro de detención no hace más que reavivar ese vínculo entre la muerte y el espacio carcelario que se gestó en tiempos de la violencia política[xv]. Para la población ayacuchana observar cómo su región ha sido militarizada nuevamente y al ver a los agentes del orden disparar por doquier no hace más que revitalizar y abrir las secuelas de la guerra interna.
Memoria y duelos colectivos, amnistía y olvido
Halbwachs[xvi] ha definido la memoria colectiva como una propia de los integrantes de una comunidad, la cual reconfigura su pasado según un marco referencial de representaciones compartidas en relación a sucesos que han impactado a un grupo social: conflictos políticos, guerras, desastres naturales, situaciones de violencia, etc. La comunidad resignifica dichos acontecimientos y los hace parte de su identidad. Indica, que toda reelaboración colectiva involucra un ejercicio moral de lo prescriptivo, dicho de otro modo, este ejercicio determina qué está permitido y qué no. Es a raíz de esto que se pondrán en marcha las operaciones de identidad grupal como las conmemoraciones públicas, manifestaciones artísticas, la producción académica, la construcción de monumentos, etc. Un ejemplo de esto es cómo las distintas sociedades latinoamericanas que padecieron regímenes dictatoriales en la segunda parte del siglo XX poseen una vasta producción cultural, académica, arquitectónica y ritual como expresión de memoria, y ello ha servido para forjar un consenso mayoritario en rechazo a toda expresión política que reivindique los métodos de muerte y dolor implantados en aquellas décadas.
Se entiende entonces el duelo colectivo como un instrumento a través del cual el pasado puede ser repensado, mediante esa suma de experiencias y verdades subjetivas que sirven para recomponer una memoria resquebrajada por la tragedia. La formación de la memoria colectiva demanda un trabajo sobre los recuerdos. Por ello, la articulación del dolor en una diversidad de voces permitirá que la memoria le dé lugar a la verdad en el entramado social[xvii]. Ante esto, es preciso que tengamos en cuenta que sin verdad y sin memoria es imposible el inicio de un proceso de reparaciones a los deudos de quienes fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos.
Toda pérdida expresa una discontinuidad, una ruptura en el tiempo habitual, un abismo que debe ser salvado. Así, llego al punto medular de esta reflexión. Este proceso de reconstrucción del pasado tiene como consecuencia principal activar y proponer la demanda de justicia. Es esta la razón por la que los regímenes dictatoriales buscan, a través de la intimidación, la censura y la desaparición, acallar toda manifestación pública y nacional de duelo. En otras palabras, el objetivo es inducir el olvido y para aquello apelan al recurso de la amnistía. Esta no es más que una política que beneficia al poder de turno, que tácitamente se sabe responsable de la violencia. Este instrumento político y legislativo prioriza el borrón y cuenta nueva de la desgracia. De esa forma, se niega el duelo y se instaura el mensaje de que el conflicto ha terminado y de que la sociedad ya se encuentra pacificada. Se trata de forzar el perdón, sin tener en cuenta el sufrimiento de los deudos, pues el fin es eludir la acción de la justicia. Mientras que la justicia busca la convocatoria de todos los actores del conflicto, la amnistía apuesta por la disipación de los sucesos en el tiempo[xviii].
De allí lo preocupante del pedido público de amnistía por parte de miembros de la bancada parlamentaria de Avanza País para los policías y militares responsables directos de las 49 muertes. Esta solicitud si bien expresa la vocación autoritaria ya propia de la ultraderecha peruana, es además otra evidencia de un pasado aún irresuelto. Esto nos remite a la Ley de Amnistía decretada en la dictadura de Alberto Fujimori en 1995, un perdón forzado otorgado a militares y policías investigados o ya condenados por graves delitos de lesa humanidad en el marco de la lucha antisubversiva, incluso aquella ley extendía sus prerrogativas a quienes pudieran, en un futuro, ser procesados. En aquel entonces, el régimen hizo gala de su popularidad por haberse adjudicado la total titularidad de la derrota de Sendero Luminoso y de haber sacado al país de la crisis económica más difícil de su historia, y montó un escenario de impunidad en el cual legitimó el discurso que hoy replica el actual régimen de Boluarte: todo está permitido a fin de lograr la “pacificación” del país, así el costo sea la pérdida de vidas humanas.
El lugar de enunciación del gobierno es el del repudio hacia los derechos humanos, y el mensaje es contundente: hay muertes que son negadas y al mismo tiempo muertes que son deseables, hay cuerpos que son desechables y proyectos de vida que pueden ser truncados, hay ciudadanos que pueden dejar de serlo, hay víctimas que son constantemente des-victimizadas, hay cuerpos que pueden ser humillados, vidas que pueden ser sustraídas de la sociedad y derivar en el olvido, y hay deudos que no merecen reparación.
A modo de cierre: nación, duelo y memoria
Existe una interdependencia entre las nociones de nación, duelo y memoria, sin la articulación de las dos últimas, la primera es imposible de realización completa. La idea de nación y de pertenencia a un colectivo parten del requisito de que una comunidad de semejantes pueda ser reconocida públicamente por sus pérdidas, por la capacidad conmemorar a sus víctimas y de reparar a sus deudos. Tal como ha manifestado José Carlos Agüero[xix], las pérdidas deben ser reconocidas porque de no hacerlo se comete una injusticia, puesto que la sociedad continúa como si nada hubiese ocurrido, y porque es un modo de acompañar al deudo en su sufrimiento y en su padecer. Además, Agüero pone atención en la singular paradoja que es en nuestro país contar con la categoría de víctima (o deudo), que por más trágico que ello suene, dicha condición puede abrir una vía hacia la condición de ciudadano.
Para aspirar a la construcción de un orden social más justo y democrático, se necesita el reconocimiento del sufrimiento del otro, de los deudos. Esto exige un lugar protagónico de ellos en lo público. Esa centralidad es indispensable para trazar esa vía de intercambio entre el pasado y el futuro. Qué es lo que queremos que no se repita es la interrogante y simultáneamente esta es también una respuesta. Hoy hay familias y comunidades enteras sumidas en un padecer y dolor inconmensurable. Madres, padres, hermanos, hermanas buscan respuestas en lo imposible, en el agujero que dejó el ser amado perdido. Desalentador y triste es el futuro inmediato que se avizora, quizá uno de más violencia e impunidad. Ojalá haya un punto de inflexión. En definitiva, en el Perú la mayoría de la gente está condenada al desprecio y al abandono, a una vida miserable, violenta y precaria, sin atención y sin cuidado, sin posibilidad legítima de duelar la muerte de sus seres amados devastados por las balas que el Estado depositó en los cuerpos de quienes ya se fueron y ya no volverán nunca más.
[i] Freud, S. (1993). Duelo y Melancolía. En Sigmund Freud. Obras Completas XIV (pp. 235–255). Amorrortu editores.
[ii] Freud, S. (1962). Carta a Binswanger. (de 12/4/1929). In: Ernest Freud (Org.).
Epistolario 1873-1939. (p. 431). Madrid: Biblioteca Nueva.
[iii] Lacan, J. (2015). Seminario VI. El deseo y su interpretación. Paidós.
[iv] Allouch, J. (2011). Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. El cuenco de plata.
[v] Lacan, J. (2003). Seminario 8. La transferencia. Paidós.
[vi] Elmiger, María Elena. La subjetivación del duelo en Freud y Lacan. Rev. Mal-Estar Subj. [online]. 2010, vol.10, n.1, pp. 13-33. ISSN 1518-6148.
[vii] Zambrano, A. (2023, mayo 26). Reprimir brutalmente fue una decisión política. Hildebrandt en sus trece, 4–7.
[viii] Orihuela Quequezana, R. (2023, enero 14). Masacre en Puno: 18 muertos por armas de fuego. Convoca. https://convoca.pe/agenda-propia/masacre-en-puno-18-muertos-por-armas-de-fuego
[ix] Baraybar, J. P., & Delacroix, D. 2023. Cap 3. Haciendo y deshaciendo ciudadanos: Derechos póstumos y burocratización de la muerte en el Perú pos-CVR. In Bedoya Forno, R., Delacroix, D., Robin Azevedo, V., & Romero Barrios, T. (Eds.), La violencia que no cesa: Huellas y persistencias del conflicto armado en el Perú contemporáneo. Aubervilliers : Éditions de l’IHEAL. doi :10.4000/books.iheal.10663
[x] Romero, C. (2023, enero 13). Desmantelan las fiscalías de Derechos Humanos a nivel nacional. La República. https://larepublica.pe/politica/judiciales/2023/01/13/desmantelan-las-fiscalias-de-derechos-humanos-para-crear-fiscalias-de-terrorismo
[xi] Butler, J. (2006). Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Paidós.
[xii] Panizo, L. M. (2021). De la muerte desatendida a su reconocimiento social: prácticas y sentidos en torno a la desaparición de personas en Argentina. En A. M. Losonczy & V. Robin Azevedo (Eds.), Retorno de los cuerpos, recorrido de las almas. Exhumaciones y duelos colectivos en América Latina y España. Universidad de los Andes, Instituto Francés de Estudios Andinos.
[xiii] Vich, Víctor. El discurso sobre la sierra del Perú: la fantasía del atraso. Crítica y
Emancipación, (3): 155-168, primer semestre 2010.
[xiv] Caro Cárdenas, R. 2023. Cap. 1. La construcción de la búsqueda: Los desaparecidos en el cuartel Los Cabitos. In Bedoya Forno, R., Delacroix, D., Robin Azevedo, V., & Romero Barrios, T. (Eds.), La violencia que no cesa : Huellas y persistencias del conflicto armado en el Perú contemporáneo. Aubervilliers : Éditions de l’IHEAL. doi :10.4000/books.iheal.10650
[xv] Delacroix, D. (2021). “Como alma en pena”. Experiencias íntimas de los campesinos peruanos andinos encarcelados por delito de terrorismo e impactos en la vida comunitaria. En A. M. Losonczy & V. Azevedo Robin (Eds.), Retorno de los cuerpos, recorrido de las almas. Exhumaciones y duelos colectivos en América Latina y España. Universidad de los Andes, Instituto Francés de Estudios Andinos.
[xvi] Halbwachs,M.(1950): La Mémoire Collective. Paris: PUF.
[xvii] Cuestas, F. (2018). El trabajo de duelo colectivo en la recuperación de la memoria cultural. Cuadernillo Aperturas, 2.
[xviii] Celis Estupiñan, C., Pinzón Arteaga, I., & Guevara Parra, A. (2018). Sobre la dimensión política de la memoria, el duelo y el olvido. Una apuesta por la construcción de paz. Reflexión Política, 20(40).
[xix] Agüero, J. C. (2015). Los Rendidos: sobre el don de perdonar. Instituto de Estudios Peruanos.
Deja el primer comentario sobre "La nación imposible: duelo y memoria a la sombra de un régimen represor"