Nosotros, el pueblo

Escrito por Revista Ideele N°310 Julio-Agosto 2023

¿Quiénes son los que salieron a la calle el 19 de julio y por qué lo hicieron? Un importante dato de inicio es que, pese a haber sido titulada dicha jornada como la “toma de Lima”, estuvimos ante una demostración que abarcó muchas regiones del país sin que, es cierto, podamos referirla como una movilización nacional. Comparativamente, para los que recuerdan, entre el 19 de julio de 1977 y el reciente no hay manera de establecer equiparaciones cuantitativas ni, seguramente, cualitativas.

Sin embargo, esto no significa que lo ocurrido en julio de 2023 no tenga gran significación. Paulatinamente, una vez más, diferentes espacios sociales, que buscan definir sus voces desde diferentes y hasta contradictorias perspectivas, portando una gran diversidad de experiencias, se encontraron sintonizando un mismo discurso, compartiendo actos y gestos, haciéndose visibles y, sobre todo, exponiéndose -en su diversidad y contradicciones- ante los demás.

Entonces, contrario a lo que cree la derecha peruana, toma forma una exigibilidad democrática desde la movilización social, que tiene voces propias y actúa tangiblemente que, seguramente, no tiene la nitidez que solo encontraríamos en los textos académicos, pero es evidente su existencia y la direccionalidad de sus demandas. Como diría Hannah Arendt, los reconocemos por su vocalización y sus modos de actuar en común, nos guste o no.

Así, los que no quieren aceptar la importancia de la actual movilización ciudadana dan mucha importancia a la “legalidad” del gobierno de la presidenta Boluarte, lo que es incuestionable, respondiéndose a esto con la deslegitimidad que se muestra en todas las encuestas de opinión, que también es incuestionable. En realidad, el problema político es otro.

Las movilizaciones sociales:  la democracia no se debilita, se profundiza

Se supone que en las democracias formales las autoridades electas representan la soberanía popular (o, más específicamente, la “voluntad popular”) en virtud de haber sido elegidos por la mayoría de los habitantes. Sin embargo, de ello no puede deducirse bajo ningún aspecto que la soberanía popular se agota en el proceso electoral o que las elecciones transfieran completamente la soberanía de los habitantes a sus representantes electos.

Como afirma Claude Lefort, el poder es del pueblo y no es de nadie al mismo tiempo: quienes ejercen la autoridad política son entonces simples gobernantes, no pueden apropiarse del poder, incorporarlo, ni encarnarlo. Y es aquí donde empieza la paradoja, porque la democracia moderna instituye un nuevo polo de identidad, un pueblo soberano, que se convierte en el nuevo fundamento del poder, lejos y ajeno a los gobernantes.

En esa línea, el pueblo sigue separado de sus representantes y, por tanto, puede continuar protestando contra las condiciones y resultados de las elecciones como contra los actos de los funcionarios electos. Así, si bien la “soberanía popular” se traduce en poder electoral, esa traducción no agota su potencialidad. Una parte de la soberanía popular no se transfiere vía la representatividad y hay un poder que el pueblo retiene con el que puede derribar un régimen tanto como elegirlo. En suma, la soberanía popular legitima formas de poder presidencialistas y parlamentarias, pero también retiene el poder de deslegitimarlas.

Por eso, según Judith Butler, un régimen electoral puede ser interrumpido o desbordado por la multitud de personas que hablan “en nombre del pueblo”, plasmando ese “nosotros” plural y diverso en el más amplio sentido de la palabra que, bajo las condiciones de un Estado democrático, es en última instancia lo que retiene el poder de legitimación. En otras palabras, las condiciones de un Estado democrático dependen finalmente de un ejercicio de la soberanía popular que ningún orden democrático logra contener del todo.

Obviamente, “el pueblo” no es el grupo de personas que se movilizan, por muy amplia que esta sea, pero provee la base de legitimación de aquellos que van a representarlo. Desarrollemos esto, remitiéndonos nuevamente a Butler. Las personas movilizadas se trascienden a sí mismas y se constituyen como “pueblo”, en un acto de auto designación.  Así, la soberanía popular es entonces un ejercicio performativo: ““nosotros, el pueblo” es una enunciación que busca dar lugar a la pluralidad social que nombra. No describe esta pluralidad, sino que produce la pluralidad social que enuncia”.

En efecto, la “asamblea pública” se caracteriza porque evita y hasta impide la formulación de una sola voz, de manera tal que “el pueblo autodesignado” ni presupone ni produce una unidad, sino que encuentra e instituye una serie de debates sobre quiénes son y qué es lo que quieren. Con ello tenemos un elemento central para definir el “campo popular” como un espacio de tensiones, contradicciones, conflictos y la construcción de un sentido común sin alterar sino promoviendo esta diversidad y conflictividad, de manera tal que la constitución del pueblo comienza a darse con el debate sobre quiénes son y quiénes deberían ser.

El rostro del pueblo

Entonces, ¿quiénes son el pueblo, en el Perú de estos momentos? En términos generales, un primer agrupamiento pueden ser las personas que perciben no haberse beneficiado con el ciclo de crecimiento económico. De otro lado, están las personas que han sido impactadas sobremanera por los acontecimientos climáticos (sequías, inundaciones, etc.) y la ausencia de respuestas desde el aparato estatal ante su situación; y, muy probable, las que han empezado a disminuir sus ingresos y variar sus demandas materiales, por el comportamiento de una economía que dejó de crecer desde años atrás.

Esta identificación de los grupos que integran “el pueblo” puede parecer antojadiza pero no la es. Seguramente, una de las muchas deficiencias que mostramos desde la izquierda peruana es la ausencia de definición de las formas que adquiere y funciona actualmente el capitalismo neoliberal en el país.

La explosión de las burbujas financieras, seguida del crecimiento débil o estancamiento económico y de los impactos de la pandemia volvieron a poner sobre la escena, desde hace 20 años, la necesidad de contar con una sólida teoría del capitalismo para comprender e intervenir en los conflictos políticos del presente. Al respecto, Nancy Fraser nos indica que la palabra capitalismo suele emplearse para designar fundamentalmente un sistema económico basado sobre la propiedad privada y el mercado, el trabajo asalariado y la producción con fines de lucro, pero esa definición es demasiado acotada, y en lugar de revelar la verdadera índole del sistema, la opaca.

Para Fraser “ capitalismo ” remite a una entidad más amplia , un orden social que confiere a una economía, cuyo motor es la obtención de beneficio, el poder de alimentarse de los soportes extraeconómicos que necesita para funcionar: “riqueza expropiada a la naturaleza y a los pueblos subyugados; múltiples formas de cuidado, crónicamente subvaluadas cuando no negadas por completo; bienes públicos y poderes públicos, que el capital requiere y a la vez procura restringir; energía y creatividad de los trabajadores”.

En suma, el término “capitalismo” hace referencia no solo a un tipo de economía sino a un tipo de sociedad: “una sociedad que autoriza a una economía oficialmente designada a acumular valor monetizado para sus inversionistas y propietarios, a la vez que devora la riqueza no económica del resto de los individuos. Al servir esa riqueza en bandeja a las clases empresarias, esta sociedad las invita a hacerse un festín con nuestras capacidades creativas y con las de la tierra que nos da sustento, sin obligación alguna de reponer lo que consumen o reparar lo que dañan”.

Es decir, detrás de la persistente pobreza, de los ingresos familiares insuficientes y menguantes, de las percepciones de desigualdades cada vez más groseras, de la informalidad e ilegalidad como forma de subsistencia y de estar totalmente expuestos a los embates de la naturaleza sin que las autoridades gubernamentales se inmuten, no radican simples ineficiencias, distorsiones del mercado proclive a ser corregidas mediante políticas públicas o corrupción de los funcionarios. Lo que tenemos, si nos remitimos a Fraser, son los resultados de las expropiaciones impuestas a las peruanas y los peruanos, para que el sistema pueda funcionar.  Es allí donde toma forma el embalsamiento del malestar de la población que perfila nuestra noción de pueblo y, a su vez, busca constituirse a través de las consignas “Fuera Dina” y “Cierre del Congreso”.

¿Qué está fallando?

En el análisis de los acontecimientos peruanos sigue primando el sentido común de una sociedad civil inexistente, el fraccionamiento de la sociedad o la debilidad de las organizaciones sociales como explicación a la supuesta falta de resultados de lo que acontece. 

De otro lado, se plantea la ilegitimidad de Boluarte por el hecho de tener 80% de desaprobación y que el Congreso debe cerrarse por tener 90% de lo mismo. Pero, el detalle es que no estamos ante una situación coyuntural. Siempre fue así en los últimos 23 años. Tener 12% de aprobación en un país que ha tenido presidentes con 11% (Vizcarra, marzo 2020), 18% (Kuczynski, diciembre 2017), 13% (Humala, setiembre 2015), 19% (García, setiembre 2008) y el sorprendente y jamás superado 6% de Toledo en abril 2004, estaría indicando una constante de la bajísima intensidad de la democracia peruana o algo más, particular a Boluarte, que no se termina de develar. En simple, así funciona nuestro sistema político democrático.

Ambas cuestiones, desde una perspectiva de los movimientos sociales, estarían entrelazadas y pueden comprenderse por lo que Toni Negri y Michael Hardt denominan “el problema de la organización” y “el problema de la institución”. En otras palabras, el punto crítico de los movimientos sociales contemporáneos está en el ámbito donde se toman y ejercen las decisiones que busca tanto la destitución del poder imperante como la constitución de nuevas articulaciones entre las organizaciones sociales y políticas.

En esa línea, dada la naturaleza que adquiere actualmente el capitalismo vamos a tener centros de poder diseminados que obliga a diseñar estrategias que trasciendan el conflicto focalizado, asumir que no puede trazarse objetivos claros y directos, así como la ausencia de líderes. De esta manera, el desafío se plantea a partir de la superación de concepciones tradicionales sobre quién dirige los movimientos sociales porque han dejado de ser, en buena cuenta, operativos.

De ello, se deriva no solo la inutilidad sino también lo contraproducente que resulta la dirección centralizada de los movimientos sociales, de raigambre leninista, una modalidad que sigue primando entre los dirigentes sociales peruanos. En su lugar, Negri y Hardt proponen un multicentrismo funcional en el que la imposición de un programa desde los que dirigen se deja de lado para resaltar las habilidades para articular y coordinar diversos objetivos y propuestas que se forman en la diversidad social y, desde esta heterogeneidad, proponer metas comunes.

Esto último obliga a una revisión profunda de los sentidos que tiene la organización, especialmente los referidos a los espacios en donde se generan e impulsan las decisiones. Es posible que los abordajes a este desafío no sean más que fórmulas metafóricas que, de alguna manera, manifiestan más una aspiración que la factibilidad de lo recomendado, como “fortalecer la base de la organización”, dándole “un sentido horizontal a los procesos” y que las decisiones se implementen “de abajo hacia arriba y no en el sentido contrario”.

Sin embargo, plasmar estas figuras retóricas en acción efectiva debería ser la parte central de la agenda del momento. No se trata, en suma, de rechazar la noción de liderazgo, sino de eliminar su carácter trascendente y, por tanto, separado del movimiento. Si a ello le sumamos el efecto demostración que produciría nuestros actos y la organización de nuestros espacios acerca del mundo que queremos, habríamos avanzado un buen trecho hacia el cambio.

En fin, la cuestión no está en fantasear cómo debiera ser nuestras hipotéticas “mesas de diálogo” para generar supuestos “consensos” entre nosotros, sino mostrar la superioridad moral de nuestras expectativas.    

Sobre el autor o autora

Eduardo Toche
Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo - DESCO. Coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO “Neoliberalismo, desarrollo y políticas públicas”, Perú

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