El último día de la guerra en Colombia

Creo no equivocarme al afirmar que el 23 de junio, todos los medios de comunicación a nivel mundial anunciaron el acuerdo sobre el “cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo y dejación de Armas” al que llegaron el gobierno colombiano y las FARC-EP; calificado como histórico, contó con la presencia de ilustres invitados como el Secretario General de Naciones Unidas Ban Ki-moon, la Presidenta de Chile Michelle Bachelet, al igual que otros mandatarios latinoamericanos y altos dignatarios. La firma de este acuerdo marcó un punto de no retorno en los diálogos de paz que desde noviembre de 2012, ya casi cuatro años, se están llevando a cabo en La Habana, Cuba.
El 22 de junio las delegaciones que se encontraban en la mesa de negociaciones notificaron a través de un comunicado, que al día siguiente a las 12 del mediodía se daría inicio a la ceremonia en que se oficializaría el mencionado acuerdo. La noticia se difundió de manera eufórica en el país y las redes sociales empezaron a circular el mensaje de que había llegado “el último día de la guerra”. No puedo tener certeza de los sentimientos que esta noticia generó en la población colombiana, sin embargo para mí, que como gran parte de mis compatriotas no han conocido un día sin conflicto armado en su existencia, la idea de que no hubiese más muertes y sufrimientos derivados de esta confrontación bélica, resultaba a su vez increíble y extraordinariamente conmovedora.
Así, el 23 de junio la nación despertó radiante, la capital amaneció con el sonido de juegos pirotécnicos, el país entero se preparaba para la transmisión televisiva y toda la atención estaba puesta en La Habana. Ese día acepté la invitación para ver la ceremonia en un lugar emblemático de la ciudad en donde se dispuso todo un dispositivo audiovisual para tal fin. En el ambiente se respiraba alegría, entusiasmo y optimismo por lo que estaba a punto de anunciarse.
Puntualmente se dio inició al acto, a medida que se iban pronunciando los diversos discursos, una sensación de euforia se iba tomando el lugar. Las banderas de Colombia y el color blanco eran el común denominador, así como las flores y pancartas alusivas a la paz. La lluvia era intermitente, pero parecía no importarle a nadie, todos esperaban el momento decisivo, ese momento en que por medio de una firma se pondría fin a cincuenta años de lucha armada. Y llegó. A mí alrededor muchos lloraban, se abrazaban, daban saltos de alegría; respiré profundo y, con esperanza, pensé en el tiempo y esfuerzo que se iban a necesitar para convertir este acuerdo en realidad.
Recapitulando sobre el estado de los acuerdos, de los seis puntos inicialmente pactados para negociar, cuatro ya han sido finalizados, a saber: desarrollo agrario integral; participación en política; drogas ilícitas; y víctimas. Dejando los puntos de fin del conflicto y de implementación, verificación y refrendación, todavía con algunos temas por precisar. No obstante el balance es muy positivo, tanto los voceros del gobierno como de las FARC-EP coinciden en que ya se acerca la fecha de la firma del acuerdo final.
En este momento el próximo gran reto será el plebiscito por la paz; este mecanismo de participación ciudadana, aprobado el 18 de julio por parte de la Corte Constitucional, será el instrumento que tendrán los colombianos para refrendar los pactos que se hayan establecido entre las partes. El gobierno, diversos sectores políticos y de la sociedad civil, ya han iniciado la campaña por el “Sí”; tarea que busca reforzar la pedagogía sobre el proceso de negociaciones y para la paz. Como cada aspecto de estas negociaciones, el plebiscito no ha estado exento de ser utilizado por la oposición, liderada por el expresidente Álvaro Uribe, para desvirtuar el proceso, entre otras razones aduciendo que es ilegal. Son ellos los más férreos partidarios del “No”, quienes en estos momentos se encuentran definiendo su estrategia electoral frente al plebiscito con dos posibilidades: hacer campaña oficial por el “No” o por la abstención.
El expresidente y su colectividad le han hecho un daño enorme al país, se encuentran vociferando las mil y una razones infundadas, que justificarían el rechazo a una salida negociada del conflicto con las FARC-EP. Intentar hacer la paz, incluso sin la certeza del éxito, siempre será una mejor opción que continuar con una guerra que por más de medio siglo ha desangrado al país.
La consecución de la paz en un país que ha estado más de cinco décadas en guerra presenta enormes desafíos; sin embargo, en ocasiones percibo que ni el Estado, ni los ciudadanos colombianos han vislumbrado la dimensión de la labor que tienen por delante. Para poder analizar los retos que enfrenta el país en la construcción de la paz, hay que dar una mirada a ciertas condiciones que se encuentran fuertemente arraigadas en la sociedad y que dificultan cualquier proyecto común que tengamos como nación. Entonces, aunque hacer una radiografía de nuestra sociedad no es tarea fácil ni grata, me referiré a manera de ejemplo, a dos de estas condiciones que podrían poner en riesgo el éxito del proceso de construcción de paz: la creación de mecanismos jurídicos y políticos complejos (perdiendo el sentido de la realidad) y la de menospreciar a las regiones.
En cuanto a la primera, no puedo desconocer que en el país tenemos a eminentes juristas y conocedores de la política, pero falta una gran conexión entre lo que dejan escrito en el papel y la realidad; entre la teoría y la práctica; entre la retórica y la acción. Falta, a su vez, que la sociedad se auto examine, que reconozca sus limitaciones y trabaje de manera sensata y dedicada para superarlas. Insisto, como lo he manifestado en otras ocasiones, que no comprendo ese deseo de crear mecanismos muy complejos y de vanguardia, si en la realidad con los recursos que se tienen, no se pueden alcanzar sus ambiciosos objetivos.
De ahí que el costo de la sofisticación de estos instrumentos, es que en ese afán de innovación y protagonismo se pierde la oportunidad de proponerse metas concretas y de alcanzarlas. Todo lo anterior conlleva, como bien lo expresa Enrique Serrano en su reciente libro ¿por qué fracasa Colombia?, a que la sociedad colombiana sea “un pueblo de medios logros, de aspiraciones interrumpidas, de objetivos apenas realizados, un pueblo que habla de grandes logros y sin embargo solo alcanza una parte de ellos”. Los colombianos para construir un proyecto de nación nos debemos una autoconciencia propositiva.
Existe un gran riesgo de que los acuerdos de La Habana sigan este camino, de hecho, ya algunos de los mecanismos propuestos resultan de una complejidad considerable; ante esto, una posible solución sería que en su reglamentación se definieran propósitos más definidos y realizables, acordes con las limitaciones presupuestales y administrativas. Se debería tener presente, que si con la construcción de la paz se pretende reconstruir la confianza entre el Estado y sus ciudadanos, esta debe basarse propuestas que se puedan materializar.
En cuanto a la segunda condición, se encuentra lo que he llamado el menosprecio por las regiones. Históricamente, la política y el derecho (así como otros aspectos fundamentales en la vida del país) han sido de dominio capitalino. Existe una brecha inmensa entre las decisiones que se toman en Bogotá y la realidad territorial. Lo que el académico colombiano Álvaro Pablo Ortiz ha llamado el “desdén por la periferia”, se ve configurado en una exclusión sistemática a la hora de re-conocer no solo las necesidades de las regiones, sino el potencial, la capacidad de agencia y progreso. Este menosprecio, es signo de una arrogancia y autosuficiencia centralista. Si en el proceso de construcción de paz no se le da un papel protagónico a los territorios, la desigualdad y la discriminación estructural e histórica que ha dado origen a la guerra continuarán.
Por lo tanto, no incluir la perspectiva de las regiones tanto en el diseño como en la implementación de los mecanismos que se establezcan para el postconflicto, no solo sería el resultado de una mirada miope, sino además, una torpeza e irresponsabilidad en detrimento de las regiones que han sido devastadas por la guerra. Pues bien, en los acuerdos de La Habana que se han hecho públicos hasta el momento, se evidencia un énfasis en el enfoque territorial, lo cual se podría considerar un buen punto de partida, aunque esté solo en el papel. Ahora, será fundamental garantizar que si se dispongan los recursos necesarios para las regiones, que la toma de decisiones se descentralice y que exista la voluntad política para que las acciones de construcción de paz sean coherentes con discurso de la paz territorial.
Por estas y otras razones, la posibilidad ante el fracaso existe. A pesar de ello, estas líneas no son una convocatoria al desánimo; todo lo contrario, son una alerta temprana frente a la ardua tarea que tendrá el Estado, los próximos gobiernos y cada una de las colombianas y los colombianos en las décadas por venir. Construir la paz será una tarea de largo aliento; de establecer las condiciones para que las actuales y futuras generaciones conozcan un país más justo; y en el cual los derechos que anteriormente fueron negados sean reconocidos y garantizados.
Asumir el compromiso de construir paz significa dejar al lado el individualismo y pensarnos como nación; es cambiar el chip del “yo” por el del “nosotros”; utilizar la creatividad, la pujanza y la pasión que nos caracteriza en busca de un proyecto común; romper con la visión conservadora y trabajar por una sociedad más libre e igualitaria. Asumir este compromiso es más que una opción, es una obligación moral y política. Construir la paz en Colombia se traduce en la responsabilidad reconciliarnos con el otro y de persistir hasta alcanzarla.