Barras bravas: De juventud violenta a bio-lenta
Barras bravas: De juventud violenta a bio-lenta
Cada vez que ocurre un acontecimiento de violencia o desgarro social —cuando las personas se comportan de un modo que se desajusta con el vivir bonito: con respeto y cariño—, muchos adultos exclaman “¡jóvenes!”, con lo que se generaliza y estigmatiza a un sector de la sociedad. En el último suceso del Estadio Monumental, aunque fue un joven varón la víctima, no ocurrió lo mismo con el victimario, no obstante lo cual se corrió así la voz. Además, fue un acontecimiento personal, no de la juventud como hecho sociohistórico, aunque sí en un contexto que involucra a una porción de las juventudes: las barras bravas juveniles. Entonces surgen preguntas como: ¿Qué hacer con las barras bravas? ¿Cómo reducir la violencia alrededor del futbol? ¿Cuáles son los mitos que no nos permiten ver esta realidad?
Las juventudes son diversas y presentan conductas sociales variables: así como algunos se dedican a estudiar y otros a trabajar, hay también los que están desempleados y frustrados, y los que se violentan. Estas juventudes violentas no tienen nada que ver con el fútbol, y sí con las circunstancias en las que se encuentran o con las personas con ese tipo de comportamiento. Y aun así, toda violencia es consecuencia y no causa de los fenómenos sociales, manifestación de una crisis social.
La violencia juvenil —urbana, masculina— es un fenómeno que aparece junto con otros en la vida social, asociado a la forma de organizar la sociedad y las relaciones sociales de producción; a partir de allí se establece la condición que les atribuyen a los jóvenes y las jóvenes por el solo hecho de serlo, como estudiantes sometidos a una exclusión prolongada del aparato productivo y a la cultura adulta. Si bien es cierto que no toda la juventud es violenta o trasgresora, todas las juventudes comparten una condición de subordinación cubierta de derechos, como el de la educación, que la mayoría vive como marginación y hasta exclusión social.
Hay entonces una asociación de la condición social dada a los jóvenes y las jóvenes y las conductas que desencadenan, como la pasividad, la dejadez y la violencia, que son parte del mismo fenómeno de subordinación, cuando esta condición no es realmente un tiempo de preparación sino de frustración.
Hay juventudes que pasivamente, bajo condiciones de protección de sus padres, del Estado o de la sociedad, solo se preparan para trabajar algún día, o trabajan y estudian sin parar para conseguirlo. Aun siendo la mayoría, de ellos no se habla mucho, y en muchos casos son juventudes ejemplares.
Los fenómenos de rebeldía juvenil, uso de drogas, desperdicio del tiempo libre —de producción, de decisión política, de responsabilidad social—, que generan degradación, violencia juvenil y transgresión social, aparecen juntos históricamente y desaparecen con la adultez. Son parte del mismo proceso de separación de las juventudes del aparato productivo, y, con ello, las más de las veces de la práctica política. El no compromiso para con su sociedad los coloca en cierta condición de irresponsabilidad que en muchos casos es sobreprotegida por las instancias sociales y familiares y en otros casos por nada ni nadie. Cargan con la frustración de no contar con una familia promotora de su vida, afecto y reconocimiento como hijos legítimos. Es bien conocido que los hijos negados por su padre suelen devenir violentos; y si esto se eleva a los niveles de Estado y sociedad, que niega a algunos de sus jóvenes atención y derechos, se puede entender la violencia, aunque no justificarla.
Los jóvenes que se violentan son los que no han sido socializados para sentir a su sociedad como propia, sino como extraña, pasible de agresión. Muchas veces esto es producto de la forma incoherente como han sido educados, cuando se les acercan valores y contravalores a la vez, como justicia-corrupta, democracia-autoritaria, respeto-maltrato, protector-violador, padre-ausente, familia-violencia, futuro-frustración, etcétera.
Si por juventudes entendemos a un sector social que no debe ser solo tratado con atributos de futuridad, ni como el presente, sino como la regeneración de la vida social, como los que son parte constitutiva, desde siempre, de la sociedad que se autorregenera; cuando no es así, hay un sector que se degenera debido a que la sociedad no les ofrece referentes creíbles y que merezcan ser seguidos, para regenerar su sociedad o vida familiar. La porción de las juventudes que se violentan es un indicador de que las sociedades no están funcionando bien; ellos son la consecuencia antes que la fuente de la violencia.
La violencia no es un atributo de las barras bravas; ellas son el efecto, no la causa. El espacio puede ser una fiesta, la calle o un estadio de fútbol. El punto está en los espacios donde se juntan muchas personas jóvenes que tienen frustraciones no resueltas, de modo que se convierte en un polvorín más si las reglas y los límites no están claros. Un violento ante una mayoría de no violentos va a tener un comportamiento regulado; en cambio, si está ante más violentos, las condiciones se completan.
Se puede notar que la violencia en la juventud, así como el uso indebido de drogas y su postura antisistema, se acaba con los años, aunque no por los años, sino por los roles que asumen las demás porciones etarias; no se habla —ni se ve— la “violencia ‘adultil’” ni la “violencia infantil”, ni, menos, la “violencia ‘ancianil’”. Los fenómenos juveniles se acaban cuando los jóvenes asumen responsabilidades sociales, o por lo menos cuando así lo llegan a sentir.
La violencia no es un atributo de las barras bravas; ellas son el efecto, no la causa.
De la juventud violenta...
Las salidas consisten en respetar la naturaleza humana; por ello, bioéticas, si por ‘bio’ entendemos dejar que la vida humana se manifieste como ella es, ecosocialmente, ya que no hay motivos para tener a los jóvenes a la espera de asumir responsabilidades sociales, ni existe razón para que las nuevas generaciones no reciban atención, presencia de cuidadores, familias no violentas, oportunidades y derechos a plenitud. Todo ello es un derecho natural. De no ser así, la frustración de expectativas se deforma o degenera en agresividad y violencia.
La perspectiva de la solución la aprendí, de entre varias, de dos vivencias. Una, caminando con los jóvenes de Ayacucho que contaban que un arbusto al que llaman murmu y que contiene toxinas se había extendido por todo el territorio. Cuando el ganado lo comía, moría. La primera reacción fue arrancarlo de raíz, para exterminarlo; pero al día siguiente volvía a aparecer. Luego toda la comunidad se levantaba de madrugada a eliminar el musgo, y nada. Realizaron faenas con la participación de comuneras y comuneros, jóvenes y niños; y, lamentablemente, no pudieron combatirlo por completo.
La salida no se encontró hasta que un anciano sabio de la comunidad, a quien no se llevó la violencia política, les dijo que no se trataba de sacar el murmu sino de sembrar otras especies. Ese musgo crece porque han dejado de sembrar como antes, haciendo cercos, plantando de todo, con pesticidas, agroquímicos e individualmente y ya no en comunidad. “Cuando siembren todos, y de todo, habrá buena siembra y el murmu desaparecerá o aminorará para cumplir su función”, les dijo el anciano. Cuentan que ahora los animales no lo comen aunque estén con hambre. Ellos señalan que en los lugares donde abunda esta planta el suelo se ha erosionado. Actualmente se viene combatiendo el murmu por medio de la construcción de cercos con muro de piedra, zanjas y terrazas de formación lenta (andenes).
La lección es que no se puede exterminar la violencia juvenil con más violencia, con mera represión y control social, sino con prácticas no-violentas en paralelo y en demasía, con buenas prácticas en abundancia y referentes por seguir en cantidad. Estos temas están asociados a que los gobernantes y autoridades sean ejemplares y que “las demás juventudes”, así como las instituciones, promuevan prácticas saludables, productivas, participativas en gran escala. Ése debe ser el papel de las municipalidades, las ONG, los sectores del Estado: promover como política pública las bonitas prácticas, noticiarlas hasta que se conviertan en modelos para las demás juventudes y generen una sensación de bienestar.
La otra vivencia ocurrió en un barrio de Lima donde se juntan jovencitos a fumar y a pasarla bien; cuando no hay, piden monedas; y si, aun así, no logran satisfacer sus necesidades, arranchan sus pertenencias a los transeúntes, con lo que se inician en una carrera que suele llevarlos progresivamente hasta la delincuencia. Los vecinos se reunieron y sugirieron poner rejas de fierro, vigilantes armados, recurrir al Serenazgo y la Policía y todo lo que piden siempre; y que, si de algún modo disuade, no resuelve el problema.
Sugerí que también los saludemos y les hagamos sentir nuestro respeto; que averigüemos sus nombres y les digamos: “Hola, Juan, ¿cómo estás?”; “hola, jóvenes, cómo están”, en vez de mirarlos con desprecio y rencor (¿o miedo?). Qué tal si luego les preguntamos si han comido y, más aun, les ofrecemos una fruta… Claro, las respuestas fueron de las más bravas: que eso era consentir, y de lo que se trataba era de ponerles mano dura y cárcel. Lo que ya se conoce: responder a la violencia con violencia.
Algunos vecinos, con cierta cautela, hicimos la tarea y comenzamos a saludar y a ofrecer cariño envuelto en pan… Luego de un tiempo me cuenta uno que otro joven: “Nunca nadie me había saludado; menos me había preguntado mi nombre con respeto, ni alcanzado un pan”. Y algunos días después: “Al tío no me lo tocan, ni a nadie de los suyos”, y juraron cuidar el barrio de los ladrones que vienen de fuera.
Aquí la lección es: si partimos de que lo que les ha faltado a estos jóvenes toda su vida es afecto, ternura, padre y madre —sobre todo, solidez familiar—, parte de la salida va por ahí. Los casos son típicos: se portan mal en la casa y los padres-madres los botan o se enfurecen; se portan mal en el colegio y los profesores llaman a los padres que ya los habían botado; los vecinos, al ver sus malas conductas, acusan a sus padres de ello. Como se puede ver, los padres-madres ya no saben, ni quieren hacer nada, ya que tal vez tampoco ellos mismos tuvieron un padre y una madre, y si lo tuvieron solo les reprochaban haber nacido…
Si todos y cada uno de los jóvenes fueran asumidos como parte de la comunidad, como ocurre en las zonas andinas y amazónicas fortalecidas, y no como individuos aislados, como hijos mal educados por el padre que no está, o por la madre que no tiene fuerza para disciplinarlo, otros serían los resultados. En vez de que los vecinos digan “hay que decirle a sus padres”, ellos mismos, como parte de la comunidad, podrían sentarse con ellos a conversar y corregirlos. Así los jóvenes se sentirían no reprimidos sino tomados en cuenta por la colectividad. Esto no significa meterles gritos, sino escuchar y plantear salidas. Si los profesores, en vez de dar parte a los padres, corrigieran allí donde se dio la falta, y con respeto y cariño, la escuela recuperaría autoridad y su rol educativo. Si el policía fuera un amigo en vez de un enemigo de las juventudes, que lo único que hacen es reclamar atención y no indiferencia, presencia y no ausencia, autoridad y no autoritarismo, otra sería la situación. ¿Tanto puede costar esto?
La escuela es, por excelencia, el lugar de la regeneración de la vida social. En un encuentro, un grupo de jóvenes señalaban que si la educación —no solo la escolar, pero principalmente— fuera buena, no sufrirían luego para encontrar trabajo, para ingresar a la universidad, para tener pareja o juntarse a hacer buenas cosas. Y con ello están diciendo: “Profesores y profesoras, ¡qué me están enseñando, que no aprendo sino a ser violento! O a permanecer desganado o pasivo ante el sistema de cosas.
… a la juventud bio-lenta
Hay la necesidad de gestar una generación más lenta donde se corre sin conseguir mucho. La gente corre y deja lo importante por lo urgente: padres que no prestan atención a sus hijos, madres que ya no están cuando los hijos vuelven de la escuela, familia cuyos miembros no cocinan juntos y prefieren la comida al paso. Todo ello violenta a una generación. Hay que llevar una vida más pausada y contemplativa; una vida de relaciones durables, espacios donde se respete y aprecie la naturaleza, y se la transforme.
Los adolescentes necesitan vivenciar prácticas bio-éticas que respeten su naturaleza afectiva y emocional, y a la naturaleza o a las otras naturalezas. Es así que no hay artesano que no sea noble, porque aprende a tocar a la naturaleza, y la naturaleza a él, hasta volverla otra vez bella. Esto es el encuentro con el otro; y es desde el otro, distinto, de donde parte y viene la ética, del otro diferente pero igual a mí. Los otros son los jóvenes que se violentan. Esta práctica de respeto y cariño debe llevarse a cabo con cierta frecuencia y no maquinada, sino como una construcción de la cultura local y regional.
Los jóvenes deben volver a la manualidad de la vida, al oficio urbano, no pensando en el lucro y el mercado de compra y venta, sino para ser y sentirse productivos. Además, el quehacer manual desestresa y aminora la ansiedad y la frustración, así como la agresividad. Nadie está planteando que no aspiren a una carrera universitaria, aunque sean pocas las oportunidades. No se está hablando de ello, sino de revalorar la vida artesana desde donde se puede entender mejor, luego, la vocación profesional.
La propuesta es pasar de la Poca Juventud Violenta, pero escandalosa, a la Multitud de Juventud Bio-lenta; es decir, se necesita que la Policía, los padres en conjunto, los maestros como colectivo —las instituciones, digo—, se presenten, no solo como las correctoras y represivas, que no es sano ni correspondiente a la forma de vida sana, sino como paternales. Los jóvenes violentados necesitan afecto, que es fuente de vida, de ‘bio’; que no es el mero engreimiento para pasar por alto las feas conductas, sino atención, escucha para que puedan superar sus frustraciones en una sociedad rápida, agitada, que no cuenta con tiempo ni para cenar juntos en familia, por los menos una vez a la semana. Ese ritmo de vida que los empuja a ser competitivos sin contar con muchas ofertas ni oportunidades, por lo que anidan en ellos la frustración y la respuesta violencia.
Ello lleva a abordar también el sentido de sus vidas, tanto personal como histórico, a aclarar los fines para los que se vive. El solo hecho de que una comunidad salude con su nombre al violentado le ayuda a ser más gente. Eso es vida, ‘bio’. El solo hecho de que alguien se dedique a conversar con ellos para saber que viven ya es gravitante. No hablamos del violento debido a motivos patológicos o trastornos: ello implica otras entradas; hablamos del violento social.