Instituciones débiles y legislaciones incompletas
Instituciones débiles y legislaciones incompletas
Seguramente, la comida chatarra y las trabajadoras domésticas no son conceptualmente comparables – al menos así diría Giovanni Sartori en su exhortación a comparar lo comparable (1994). Pero si analizamos el trasfondo institucional y legislativo que envuelve a estas dos realidades, encontraremos que no solo hay comparaciones a hacer, sino que el entorno institucional y legislativo actual ha servido para producir resultados parecidos en ambos casos.
La Ley de la Promoción de la Alimentación Saludable para Niños, Niñas y Adolescentes (Ley 30021, también conocida como la “Ley de la Comida Chatarra”) se aprobó en el 2013. Ésta, entre otras cosas, pretendía regular la venta de comida chatarra (aquella alta en grasas, preservantes y azúcar) a niños y adolescentes. Parte de lo estipulado por esta ley es que se restringieran los espacios en los cuales este tipo de comida podría ser vendida, por ejemplo, limitando la misma en los colegios. Luego de más de dos años de haber sido promulgada, en este año 2015 finalmente llegó de parte del Ministerio de Salud una propuesta de reglamentación que pone en cuestión la capacidad de esta ley de proteger a niños, niñas y adolescentes de los efectos nocivos de la comida chatarra. (Huerta 2015; OMS 2015).
A pesar de que en el mundo entero se reconocen los peligros de la obesidad y su creciente incidencia en poblaciones jóvenes (Popkin 2009; OMS 2015), y pese a que en el Perú ya existe una tendencia en este sentido que -- de acuerdo a todos los indicios -- surge de una combinación de la mala alimentación junto con sedentarismo (Liria 2012; MINSA 2015; OMS 2015), hasta ahora solo se ha reglamentado una parte de la ley -- sobre los límites de azucares y grasas en las comidas considerados saludables. Pero en su actual forma, ésta es como un tigre sin dientes, pues fija los índices recomendables de azúcares y grasas a un nivel tan ridículo que la OMS (2015) y otros (Huerta 2015) han declarado contra lo absurdo de la propuesta.
Asimismo, el reglamento general -- podría decirse que el más importante de la ley -- aún no ha sido aprobado por el Poder Ejecutivo. Es a través de éste que se regularía la publicidad y la venta de comidas chatarras, sobre todo en las escuelas. El tema de fondo es la lentitud del gobierno en finalizar la reglamentación de una ley de importante alcance social, que se explica por la capacidad de presión de los gremios empresariales, en especial en este caso la Sociedad Nacional de Industrias (SNI). Pues, si es que el gobierno se demoró dos años en reglamentar la ley y si lo reglamentado hasta ahora representa una burla a la salud pública, es porque estos gremios tienen una extraordinaria influencia sobre este gobierno. No importa que los últimos estudios sobre el tema en el Perú demuestren el vínculo entre la promoción de alimentos dañinos a niños, y el consumo de los mismos (Busse& Díaz 2014), sobre lo cual también hay bastante evidencia a nivel internacional hace años (Dixon et al 2007; Robinson et al 2007; Chou, Rashad& Grossman 2008).
Por tanto, lo que este caso manifiesta es, por un lado, el poder político y económico desproporcionado de parte de un gremio. Y, por otro, la falta de institucionalidad y de poder de este gobierno que precisamente permite la entrada a otros grupos de interés en dicho vacío. Esto me lleva a la comparación con el caso de las trabajadoras domésticas remuneradas.
En el 2011 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estableció la Convención 189 para asegurar los derechos laborales de trabajadoras domésticas a nivel mundial. Hasta la fecha, el Perú no ratifica dicho convenio por una serie de razones, entre ellas, --y tal vez de mayor importancia --- porque ratificar dicho convenio y adherirse a sus estipulaciones requeriría establecer un sueldo mínimo para estas trabajadoras, en su mayoría mujeres, pobres, migrantes, de bajo nivel educativo, y en gran medida, adolescentes. Aquí, de nuevo, se puede observar una confluencia notable entre un vacío de poder institucional y legislativo de parte del Estado, por un lado, y la fuerza de un gremio empresarial, por el otro. En este caso se trata de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (CONFIEP) que ha jugado un rol protagónico en asegurar el statu quo en torno a los derechos laborales de este sector que son bastante recortados en comparación con el resto de la PEA ocupada (Pérez y Llanos 2015ª).
En las discusiones y negociones iniciales en torno a la elaboración de la Convención 189 a nivel mundial, el Perú participó en las reuniones en Ginebra, representado por los sindicatos de trabajadoras del hogar y por la CONFIEP. Si bien la participación del sindicato tuvo sentido, el rol de la CONFIEP fue menos claro ya que solo participó a raíz de la ausencia de un contraparte de empleadores de trabajadoras del hogar en el Perú, que hubiera sido el actor lógico en este escenario. Luego, pese a los esfuerzos de los sindicatos en el país, asimismo diferentes esfuerzos desde el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables y del Ministerio de Trabajo, y al menos el apoyo de un par de congresistas, además de la presión internacional, el tema de la ratificación de la Convención 189 en el Perú efectivamente pasó a segundo plano, pese el conocimiento generalizado de los pocos derechos con los que cuenta este sector. Sin embargo, en esta situación vuelven a aparecer los intereses de un gremio, pues la CONFIEP se opone a incrementar los sueldos, arguyendo que esto costaría más a sus empresas afiliadas.
La pregunta que surge en ambos casos --la ley de comida chatarra y el Convenio 189 de la OIT- es, ¿Por qué el Estado es tan débil frente a las presiones de los empresarios?
Un análisis político nos llevaría a que las instituciones del Estado peruano en general brillan por su debilidad. La falta de contrapesos, como lo son partidos políticos sólidos y competitivos, un congreso independiente, medios de comunicación autónomos y diversos, sindicatos y una sociedad civil fuertes, explicarían esta debilidad estatal frente a los grandes empresarios (Morón y Sanborn 2007).
Ciertamente el Perú no es el único país en que el Estado y el interés público se enfrentan a la industria de alimentos y/o a los intereses patronales privados, pero no todos pierden tan rotundamente como aquí. En Estados Unidos, por ejemplo, han tenido éxito en políticas públicas enfocadas en la protección del consumidor y de hecho en esos casos hemos visto como los índices de salud asociados a la mala alimentación comienzan a mejorar (ver caso New York, California). Pero no tan lejos del Perú, en Chile -- pese a sus recientes dificultades en implementar etiquetas que señalen los daños de las comidas chatarras (BCN 2014) --igual prosiguen en la revisión de su reglamento sanitario de alimentos (Ministerio de Salud de Chile 2015). Entre sus propuestas está también la regulación de la promoción y venta de esta comida en colegios. Pese a sus propias limitaciones, es evidente que el sistema político chileno cuenta con un sistema de contrapesos importantes que permiten una mayor discusión y diversidad de opinión en la toma de decisiones por el Estado, lo cual está bien documentado (Stein 2006).
Asimismo, Chile recientemente ratificó a la Convención 189. Nuevamente, ha existido una diversidad de voces y contrapesos que han apoyado en este esfuerzo. Y, ojo, que las fuerzas del cambio comienzan en la gestión de Piñera con la modificación de legislación que mejora la previsión social para el país en general y por lo cual se benefician las trabajadoras del hogar cuando finalmente se aprueba la Convención 189 en 2014 bajo el gobierno de la concertación encabezado por Michelle Bachelet. Pero aquí, como en el anterior caso, hubo una apuesta por la ciudadanía que fue posible a través de instituciones comparativamente más sólidas y menos penetrables por un solo sector, es decir, intereses privados y poderosos que lleven las decisiones de un país en beneficio de unos muy pocos.
Estamos viendo el resultado de aquello hace tiempo en el Perú. Las secuelas en la salud y en la calidad de vida de niños y jóvenes pueden ser muy graves.