La "mano dura" en Jamaica

La "mano dura" en Jamaica

Carolyn Gomes Directora ejecutiva de Jamaiquinos por la Justicia (JFJ)
Ideele Revista Nº 218

Incursión de los efectivos de las fuerzas de seguridad en Tivoli Gardens, Kingston.

Es una tendencia en nuestro hemisferio: cuando la violencia se acrecienta, los gobiernos recurren a “endurecer” leyes y a militarizar “soluciones”. El saldo en Jamaica de  la aplicación de la llamada “mano dura” contra la violencia pandillera y ligada al narcotráfico, en mayo del 2010,  fue más de 70 civiles muertos. Más de la mitad, como son los casos de Keith Clarke y Sheldon G. Davis, fueron extrajudiciales.

Este abril que está por terminar, el expediente completo de la investigación sobre la muerte de Keith Clarke fue entregado a Paula Llewellyn, directora de la Fiscalía Pública jamaiquina. Ésta, al parecer, se habría comprometido a conformar un equipo de trabajo que se encargará de “revisar minuciosamente el enorme archivo, con el fin de determinar cuál será la sentencia”.

Clarke, contador y hermano del ex ministro de Industria y Comercio, fue asesinado el 27 de mayo del 2010. Ese día estaba en casa con su esposa e hija cuando escuchó una gran conmoción proveniente de la calle. Se escondieron y llamaron a la Policía, pensando que estaban siendo atacados por delincuentes armados. En ese momento se les prometió despachar oficiales, pero su calvario continuó durante lo que parecieron horas. Un helicóptero apuntaba un foco de luz intenso sobre la casa, que fue objeto de varios disparos.

La esposa de Clarke, una jueza de paz, llamó a sus vecinos para pedirles ayuda. Éstos también telefonearon a la Policía, y otra vez les prometieron que enviarían oficiales. Cuando se hizo evidente que varios individuos estaban ingresando en su domicilio, Clarke escondió a su esposa e hija en el baño y se metió en la parte superior de un clóset. Desde su escondite podía ver la puerta de la habitación y, dada su ubicación estratégica, tenía la esperanza de poder usar su arma —contaba con licencia para hacerlo— con el fin de proteger a su familia.

Un grupo de soldados empujó la puerta con fuerza y entró en la habitación. Al darse cuenta de que eran militares y no delincuentes, la esposa salió del baño, dio su nombre y se identificó como jueza de paz. Instantes después le dijo a Clarke que podía salir de su escondite. Cuando empezó a hacerlo, fue acribillado por una ráfaga de disparos y cayó al suelo delante de su aterrorizada familia. El hermano del ex ministro recibió unos 20 disparos y su casa quedó completamente agujereada.

La investigación sobre la muerte de Clarke ha demorado dos años, y el informe recién ha sido enviado a la Directora de la Fiscalía Pública. Aun así, la familia de Clarke ha tenido mucha suerte: ninguno de los otros expedientes relativos a la investigación de la “Incursión Tivoli” —durante la cual las fuerzas de seguridad intentaron capturar, en Kingston, Jamaica, en mayo del 2010, a un notorio gángster con el fin de extraditarlo a los Estados Unidos— ha podido ser concluido. De modo que los archivos sobre el asesinato de Davis Gary Davis y las 73 personas —quizá 76 o incluso 100: ni siquiera el número de muertes se ha confirmado— que perdieron la vida en este operativo permanecen abiertos. No podrán ser enviados a la Fiscalía Pública, ni se podrá determinar si habrá una sentencia o si alguien rendirá cuentas por estas muertes.

La muerte de Sheldon G. Davis probablemente termine convirtiéndose en otro caso más de “daño colateral”. Algo que el discurso y la práctica de la “mano dura” contra el crimen han dejado a Jamaica.

Sheldon G. Davis era un hombre común. Nació con una deformidad en uno de sus pies y, a pesar de los esfuerzos de su madre y de los médicos, quienes lo operaron y lo atendieron regularmente, nunca pudo caminar bien. Esta discapacidad le impidió trabajar, por lo que pasaba la gran parte de su tiempo en casa, con su madre Paulette Wellington y sus hermanos. Durante la “Incursión Tivoli” todos se quedaron en casa, porque el aventurarse a la calle — especialmente en su barrio, que formaba parte de la zona de operación— implicaba correr el riesgo de morir.

El 30 de mayo del 2010, la intensidad de las operaciones policiales y de las Fuerzas Armadas se redujo considerablemente. La familia de Davis estaba preparando la cena cuando unos soldados demandaron registrar la casa. Pidieron conversar con Davis y le preguntaron si era un “shotta” (delincuente armado). Lo negó redundantemente, y su madre explicó que, debido a su discapacidad física, solía quedarse en casa. Además, señaló que su hijo nunca se había metido con pandilleros. Los soldados le reprocharon hablar demasiado y dijeron que querían cuestionar a su hijo con mayor detenimiento. Según la madre de Davis, unos 30 soldados rodearon a su hijo para interrogarlo. Luego fue embarcado en un jeep y se lo llevaron, según explicaron, para comprobar si existía una orden de captura contra él.

Cuando Davis no regresó esa noche, su madre empezó una frenética búsqueda para encontrarlo. Acudió a comisaría tras comisaría, así como al Estadio Nacional, donde se había establecido un centro de detención, pero no encontró rastro alguno de Davis, ni siquiera registros de su arresto o detención. Solo cuatro días después se enteró de que su hijo había sido asesinado. De acuerdo con la versión oficial, Davis habría intentado desarmar a un soldado. y fue baleado antes de que su nombre pudiera ser consignado en la lista de personas detenidas.

Clarke y Davis están muertos. Sus familias están igualmente traumadas y necesitan respuestas: ¿Cómo murió el hijo, el esposo, el padre? Pero en Jamaica la justicia no es igual para todos. Se acordó cierto tipo de prioridad (si a una investigación de dos años se le puede, de algún modo, calificar de “prioritaria”) al caso de Keith Clarke. Porque era un hombre de clase media y porque conocía a gente importante (las fuerzas de seguridad jamaiquinas no suelen asesinar a personas de clase media con contactos en altos niveles). El caso de Davis, por lo contrario, se mezcla —y se pierde— con todos los demás asesinatos perpetrados en los barrios más pobres, ubicados en la zona de operación de la “Incursión Tivoli”. A diferencia del caso Clarke, en el de Davis ningún investigador forense acudió al lugar donde éste fue asesinado. Tampoco se tomaron fotografías ni se recolectaron los casquillos de bala. El nombre de Sheldon G. Davis no significa nada para nadie más que para su familia. Su muerte no ha provocado mayores debates o discusiones dentro de una estructura de poder que se ha acostumbrado a “excusar” las muertes de jóvenes hombres a manos de las fuerzas de seguridad. Y de calificar a éstas como “daños colaterales”.

Así, es posible que en un futuro no muy lejano el caso de Keith Clarke sea sentenciado y reciba cierta forma de revisión judicial. La presión que será ejercida por la sociedad civil —para obtener respuestas sobre el porqué fue tan brutalmente asesinado— podría, además, resultar en que se asuma algún grado de responsabilidad por su muerte. Sobre este punto, podríamos incluso esperar que alguien sea inculpado por el crimen, aunque, dada la impunidad existente en casos de muertes perpetradas por policías y soldados (4 condenas a policías en los últimos 10 años, durante los cuales más de 2 mil personas fueron asesinadas por las fuerzas de seguridad), sería más seguro no contar con ello.

Es más que factible que la muerte de Davis quede impune. Que el expediente de la investigación nunca se cierre o, que si se cierra, la Fiscalía Pública tarde años en pronunciarse sobre él. Y que si, algún día, se emite alguna sentencia, el expediente (como muchos que lo hayan precedido) sea enviado a un juez de instrucción. Este tipo de proceso puede demorar cinco años o más y, como no hay testigos —que no sean policías o soldados—, la muerte de Davis probablemente reciba un veredicto “abierto”, es decir, indeterminado, de modo que nadie rendirá cuentas por su asesinato.

La muerte de Davis probablemente termine convirtiéndose en otro caso más de “daño colateral”. Algo que el discurso y la práctica de la “mano dura” contra el crimen han dejado a Jamaica. Y hasta que su muerte y la de las otras 320 personas asesinadas por las fuerzas de seguridad jamaiquinas en el año 2010 conlleven una investigación fidedigna y un proceso judicial que, creíblemente, sentencie o absuelva a los policías y soldados involucrados, Jamaica seguirá sufriendo el aumento de la delincuencia y el declive de la confianza en su sistema judicial. Es una receta para la anarquía.

Esperemos que la indignación provocada por el brutal asesinato de Keith Clarke ayude a impulsar un proceso de cambio y un sistema de desarrollo que pueda revertir el récord de impunidad alcanzado por Jamaica en materia de muertes de hombres jóvenes a manos de las fuerzas de seguridad. Sabemos, sin embargo, que Jamaicans for Justice (Jamaiquinos por la Justicia-JFJ) tendrá que seguir haciendo lo que ha hecho desde sus inicios, hace unos 13 años. 

JFJ seguirá documentando atrocidades, registrando estadísticas, aportando asesoría legal a las familias de las víctimas, presentando informes y patrocinando casos en cortes tanto nacionales como internacionales. Y, quizá lo más importante, trataremos de visibilizar los que la sociedad quisiera invisibilizar o llamar “daños colaterales”. Intentaremos que nuestra sociedad se dé cuenta de que todos somos Sheldon G. Davis.

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