Las epidemias, una vieja historia

Las epidemias, una vieja historia

Hans Ruhr Historiador
Ideele Revista Nº

La peste de Atenas (1652) de Michael Sweerts

 Desde que el ser humano ha registrado los hechos a su alrededor, la enfermedad siempre ha sido una constante en la realidad cotidiana. Esta siempre ha estado presente no solo como dramas personales e individuales, sino también, muchas veces, a través de grandes tragedias que afectan a sociedades enteras o incluso todo un sistema interconectado de Estados y naciones, que pueden verse afectados por su presencia a gran escala.

 Desde la antigüedad, sabemos que existían las epidemias por  aquellas personas que registraron estos hechos debido, principalmente, a su impacto en la sociedad, tan atroz como una guerra o un desastre natural. Gracias a uno de los padres de la Historia como ciencia, Tucídides, tenemos conocimiento que una plaga de tifus atacó Atenas durante la Guerra del Peloponeso. Para el autor, su impacto fue tan grande que le atribuye ser una de las causas de la derrota de la ciudad frente a Esparta. Sabemos gracias a historiadores romanos, como Tito Livio, Flavio Eutropio y Procopio de Cesaria, que al Imperio Romano lo asolaban constantes epidemias de rubiola, influenza, viruela; asimismo, por los archivos históricos, que fue durante el periodo de Justiniano que llegó la peste negra.

 Durante siglos, la presencia temporal de las epidemias ha sido un factor disruptivo en las sociedades, principalmente por la mortalidad relacionadas con ellas. El ejemplo más conocido es la pandemia de peste negra durante las décadas de 1350 y 1360, que devastó Eurasia y mató, en muchas zonas, entre el 30% y el 50% de la población. El nulo conocimiento del funcionamiento de la enfermedad -hoy es casi un consenso que tanto las ratas como los humanos transportaron la peste- y la incapacidad de los casi inexistentes Estados para afrontar cualquier respuesta produjo el colapso de muchas sociedades y la transformación de otras. El impacto demográfico fue tremendo: la población en muchos lugares de Europa no se recuperó hasta un siglo después.

 Hasta la invención del método científico, nadie en realidad sabía cómo funcionaba una enfermedad realmente, cómo se transmitía o se curaba. Por lo general, la presencia de la viruela, la peste, la tuberculosis, la malaria o cualquier otra enfermedad infectocontagiosa daba siempre lugar a una respuesta irracional acompañada por fervor religioso o ataques xenófobos. No fue extraño, por eso, que los judíos y gitanos fueran acusados de traer la peste negra a pueblos y ciudades de Europa, y muchos de ellos fueron asesinados en pogromos en Italia y Alemania. Como tampoco es extraño para un historiador ver, ahora, cómo acusan a ciudadanos chinos de esparcir el coronavirus, con la carga racista y xenofóbica habitual.

 Asimismo, no puedo dejar de mencionar la similitud que encuentro entre la ejecución de grandes misas de sanación y de petición a Dios para acabar con la peste, entonces, con lo que ocurre ahora, frente a nuestros ojos, cuando un presidente latinoamericano expresa que su país es inmune al coronavirus porque tiene la protección de la Virgen. Es simplemente el ser humano actuando como es capaz de actuar.

 Pero no vayan a pensar que antes todo era superstición, encontramos ejemplos de lo contrario. Es el caso de Tucídides, quien alegaba que si bien el tifus mataba -según él- a 5000 personas en Atenas, cada día, los mismos ciudadanos eran conscientes de que no debían acercarse mucho a los enfermos y muertos. Del mismo modo, durante los años posteriores a la peste negra en Europa, cuando la enfermedad regresaba de cuando en cuando, era común introducir cuarentenas (un invento veneciano) obligatorias, en la medida de lo posible, para evitar el contagio.

 Pero casos así son aislados, más como hechos anecdóticos que parte de la administración de políticas públicas. Se tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para encontrar las primeras inoculaciones -transmitir una versión débil de la enfermedad para lograr inmunidad- contra la mortal viruela. Hasta entonces, los brotes de peste, viruela, malaria, sarampión, paperas y tuberculosis eran constantes y periódicos, y morir de una enfermedad infecciosa era un peligro tan real como lo es ahora morir de un accidente de tráfico.

La gripe española, que contagió a casi el 60% de la población y mató entre 30 y 100 millones de personas a nivel mundial en un periodo no mayor a 36 meses, sucedió en una época en que ya se conocían cómo funcionaban los virus y bacterias. Lo que no existía eran los sistemas de salud universal,  una vieja reivindicación de las clases obreras urbanas que buscaban protección del Estado ante las durezas del trabajo capitalista.

 

 Fue recién con el nacimiento de la era industrial que se permitió la acumulación de conocimiento adecuado para combatir las enfermedades. Se descubrió qué eran bacterias o virus, se conoció cuáles eran las sustancias para neutralizarlos y se mejoró el nivel de la atención médica, con el desarrollo de antisépticos, analgésicos y antibióticos. Como dice Yuval Harari, el conocido historiador israelí en un artículo publicado hace unos días en la revista Time, fue el conocimiento que compartimos como humanidad el que nos permitió vencer a las epidemias que antes nos diezmaron por siglos.

 Con la revolución industrial, vinieron dos cambios importantes. El primero fue el crecimiento de las ciudades, que provocó aglomeraciones de personas en diferentes urbes y, con ellas, el retroceso de enfermedades típicamente rurales, como la peste bubónica y la malaria; y el crecimiento de otros padecimientos, como el cólera y la tifoidea. El segundo se refiere a los avances en la ciencia que también trajeron mejoras en la higiene de las personas, esto ayudó a aliviar y contener las plagas que habían rondado por siglos.

 Una de las últimas guerras más importantes que ha librado el ser humano contra las epidemias se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XX. No solo el invento de los antibióticos y el perfeccionamiento de las vacunas dieron las herramientas para combatir las pandemias, sino también el nacimiento de una logística suficiente para tomar la ofensiva. La gripe española, que contagió a casi el 60% de la población y mató entre 30 y 100 millones de personas a nivel mundial en un periodo no mayor a 36 meses, sucedió en una época en que ya se conocían cómo funcionaban los virus y bacterias, y cómo era la forma de transmisión de estos. Lo que no existía eran los sistemas de salud universal, un invento nacido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, una vieja reivindicación de las clases obreras urbanas que buscaban protección del Estado ante las durezas del trabajo capitalista.

 Fueron los movimientos obreros y los partidos tradicionales de izquierda los que llevaron adelante la idea de la salud universal como un derecho de sus ciudadanos y esto fue llevado a cabo básicamente por todo el mundo industrializado luego de 1945: desde Clement Attlee en el Reino Unido, pasando por De Gaulle en Francia y Adenauer en Alemania Occidental. El bloque comunista, dirigido por Khrushchev y Brezhnev en la URSS y Mao en China, también organizó sistemas universales de salud en sus propios países para atender las demandas básicas de la población.

 El nacimiento de la Organización Mundial de la Salud, parte del racimo de agencias multilaterales surgidas del modelo de las Naciones Unidas, fue fundamental para detener la mayoría de plagas que existieron durante siglos: la viruela fue erradicada oficialmente en 1979 gracias no solo a la colaboración entre países, sino también porque estos sistemas de salud universal permitieron la movilización de personal, recursos y conocimientos adecuados para erradicar las pandemias.

 En los últimos 40 años, salvo ocasionales brotes de malaria, sarampión, fiebre amarilla y rubeola, las epidemias históricas parecen haber desaparecido de la humanidad: todos los brotes modernos son enfermedades que se convirtieron en crónicas recién hace un siglo (como el cólera) o enfermedades de aparición reciente, como el VIH/SIDA y los nuevos tipos de influenza y coronavirus. Y si ahora estamos preparados para enfrentarnos a estas plagas modernas no solo es porque tenemos el conocimiento adecuado sobre ellas, sino también porque tenemos a disposición todo un sistema de administración pública que permite movilizar los recursos económicos, técnicos y humanos para frenar en seco una epidemia.

 Las pandemias de esta era se presentan como nuevos desafíos, pero a la vez tenemos, como seres humanos, las herramientas disponibles para hacerles frente y minimizar sus consecuencias.

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