El diálogo no es cuestión de semántica

Para hacer un balance adecuado de los procesos de manejo de conflictos en nuestro país durante estos dos últimos años, debemos considerar tanto la institucionalidad del Estado para la gestión de conflictos como las capacidades de la sociedad civil para expresar sus demandas, preocupaciones y participar en los procesos de gestión de tales conflictos. Esto es lo que se conoce en el campo de la transformación de éstos como ir construyendo una “infraestructura para la paz”. En este sentido, sigue habiendo una relación directa y recíproca entre la conflictividad y los cambios institucionales que se han expresado en nuestro país a partir de los procesos de descentralización y participación ciudadana, la crisis de los partidos políticos y los modelos de desarrollo económico de las últimas décadas.
Inicialmente, la tendencia latinoamericana a fines de los años 90 del siglo pasado fue la de la modernización del Poder Judicial —con el financiamiento de los bancos internacionales— para la introducción de la conciliación y el arbitraje como una manera de dar seguridad jurídica a las relaciones comerciales; más de una década después, y en una escala mayor, la tendencia es a institucionalizar procesos alternativos de manejo de disputas, controversias y conflictos como una manera de garantizar la gobernabilidad y el orden público y dar seguridad jurídica a las inversiones estatales y privadas que impulsen el desarrollo del país.
En este escenario podemos identificar, por un lado, un avance inicial pero significativo en diferentes sectores de la sociedad civil a partir del apoyo de la cooperación internacional, la Iglesia católica y las universidades, cuando se ven procesos:
- desarrollando nuevas capacidades para el análisis y la gestión de conflictos de distintos profesionales vinculados a todos los sectores productivos;
- estableciendo observatorios y otras metodologías de análisis y de seguimiento de casos;
- fortaleciendo liderazgos locales para la paz;
- identificando métodos originales de resolución de conflictos;
- especializando a los relacionistas comunitarios del sector privado en el análisis y manejo de conflictos.
Por otro lado, en la institucionalización de la gestión de conflictos desarrollada por los gobiernos anteriores —incluso la del primer año del Gobierno de Ollanta Humala— hay una diferencia progresiva y sustantiva con la transformación de la Oficina de Gestión de Conflictos Sociales (OGCS) en Oficina Nacional de Diálogo y Sostenibilidad (ONDS):
- una mayor disposición y voluntad de la PCM para manejar los conflictos desde el diálogo;
- el desarrollo de un enfoque más integrado y coherente sobre la gestión de los conflictos a partir de publicaciones mensuales del Willaqniki;
- la mejora en la utilización de herramientas de monitoreo, de análisis y programas de alerta y respuesta temprana (PART);
- la ampliación de la capacidad para dar seguimiento a cada caso a partir del crecimiento del equipo (45 miembros);
- los esfuerzos para trabajar en la prevención de los conflictos a partir de las mesas de desarrollo, enfocados en las problemáticas de fondo, entre otros.
Sin embargo, hay otras áreas en las que el avance antes logrado se ha dejado de lado: el desarrollo de capacidades en el nivel de los gobiernos regionales y de los sectores del Gobierno Nacional sobre análisis y gestión de conflictos que se impulsó durante las gestiones anteriores y con el apoyo de la cooperación internacional necesitaba continuar con el desarrollo de capacidades prácticas en la conducción y facilitación de procesos.
Los gobiernos regionales son un actor importante cuando intervienen como mediadores o como actores en el conflicto, por lo que el desarrollo de capacidades, mecanismos y protocolos interinstitucionales para el manejo de éstos es una prioridad. Hay varios gobiernos regionales que, habiendo constituido una institucionalidad propia en la materia, están aún huérfanos de apoyo, orientación y lineamientos para intervenir.
La consolidación de protocolos de intervención, mecanismos de coordinación, capacidades de facilitación de los diferentes equipos de manejo de conflictos en los ministerios —iniciada en las gestiones anteriores— no ha avanzado como se requiere, en forma pareja e integrada entre los diferentes equipos. En la práctica, aún se puede ver la descoordinación, falta de complementación y voluntarismo y personalización de los funcionarios facilitadores.
La sistematización de los conflictos en los que interviene la ONDS —reportados mensualmente en el Willaqniki— generó un interesante y necesario debate sobre los criterios para identificar los conflictos que se diferenciaban de los reportes mensuales de conflictos producidos por la Defensoría del Pueblo. Esto mostró el ámbito de actuación de la ONDS, que desde su propia lógica priorizó su intervención a casos más reducidos y específicos. Sin embargo, esta diferenciación, en vez de distanciar a ambas instituciones en una pugna estéril, debiera ser una oportunidad de coordinación estratégica para las intervenciones en conflictos de los dos lados.
La interculturalidad es otro tema débil en el enfoque de gestión de conflictos de la ONDS, lo que genera preocupación por cómo se están entendiendo y manejando las culturas y la interculturalidad, y sobre sus implicancias para el desarrollo de los procesos de diálogo, sobre todo de consulta previa

El rol de la ONDS, que consiste en aconsejar al Gobierno en materia de conflictividad, advertir y señalar las consecuencias y potencialidades de desarrollar ciertas políticas no consensuadas, la convierte en el brazo del Gobierno “sensible hacia el conflicto”. Por tanto, esto requiere fuertes capacidades para analizar y evaluar sistemática y rigurosamente los escenarios y procesos de implementación de políticas públicas, pero no desde una perspectiva política, sino de prevención y transformación de conflictos (por ejemplo, la normativa especial para acelerar los tiempos de los procedimientos de aprobación de proyectos mineros).
La interculturalidad es otro tema débil en el enfoque de gestión de conflictos de la ONDS, lo que genera preocupación por cómo se están entendiendo y manejando las culturas y la interculturalidad, y sobre sus implicancias para el desarrollo de los procesos de diálogo, sobre todo de consulta previa. Algunos ejemplos del Willaqniki 3 sobre Las culturas y el conflicto en el Perú: Contextos socioculturales:
- Se atribuye la ‘cultura del conflicto’ y la ‘desconfianza’ como características culturales de todos los peruanos o de un grupo cultural específico, confundiendo así lo cultural con el deterioro en el relacionamiento de los actores que entran en cualquier tipo de conflicto.
- Las distintas culturas en el Perú se definen como bloques monolíticos, estereotipados y homogéneos, y no se considera que los actores conviven con múltiples identidades culturales y situacionales, cambiantes a partir de las prácticas sociales y percepciones del mundo.
Por tanto, si las culturas no son consideradas como cosmovisiones que hay que entender y con las cuales hay que dialogar, entonces es de prever que los procesos de diálogo que se desarrollen tiendan a trabajar los conflictos sobre la problemática discutida “racional” y “técnicamente”; y que la categorización de los pueblos indígenas se reduzca a la utilización o no de la tecnología (celular) como una manera utilitarista —y política— de medir la puridad de la identidad indígena.
La tendencia durante la última década ha sido a que las mesas de diálogo se establecieron para múltiples propósitos relacionados con las crisis, los conflictos, las tensiones sociales, agendas sectoriales, pliegos de demandas o problemáticas específicas. Lo cierto es que muchas veces los participantes del sector público y del sector privado, los líderes sociales o representantes entraban al proceso con diferentes expectativas de lo que querían conseguir —algunos lo hacían pensando dialogar, a otros les interesaba negociar, y otros más querían concertar soluciones—, pero pocos podían predecir con qué resultado en mano saldrían del proceso. Esto generó mucha frustración entre los participantes, porque la manoseada palabra “diálogo” se utilizó ampliamente para denominar cualquier tipo de proceso. Por tanto, la Mesa de Diálogo sirvió:
- como una forma de responder a las crisis, para el cese del uso de la fuerza o la violencia, y para desescalar dichas situaciones a un espacio de distensión y de encuentro entre los actores. Por eso hay una gran porcentaje de conflictos que estallan en crisis y, seguidamente a la intervención del Gobierno, se constituye la Mesa de Diálogo;
- para negociar ciertos temas, una agenda de pedidos entre dos o más actores —generalmente entre el sector público y el privado—, y como una condición para manejar la conflictividad. A partir del éxito o del fracaso de la negociación, el conflicto podía escalar o no a una situación más aguda o de precrisis. Por ello, cuando se analizan los conflictos que han entrado en crisis, muchos han tenido ya previamente varios procesos de negociación fallida o inconclusa;
- para concertar soluciones a problemáticas de mediano y largo plazo que están a la base del conflicto o del malestar social, y que por su complejidad o dificultad requieren del consenso o contribución de todos los actores —públicos y privados—. Por eso, las mesas que logran desescalar el conflicto se transforman en mesas para trabajar problemáticas.
En este último punto, muchos de los procesos que han sido denominados inicialmente “Mesa de Diálogo” se terminan organizando como submesas o grupos de trabajo sobre desarrollo, inversión social, infraestructura, medio ambiente, derechos humanos, tierras, etcétera. Las mesas de desarrollo, o grupos de trabajo, como las llama la ONDS actualmente, en realidad son espacios de participación ciudadana público-privada en los que se utiliza la metodología de la “concertación” para que los participantes se enfoquen en buscar soluciones a las problemáticas de fondo del conflicto o de la situación de tensión social. Generalmente estas problemáticas tienen que ver con el débil desarrollo local, la falta de infraestructura, la insuficiencia de servicios básicos, los pasivos ambientales o cualquier otra demanda social que no ha sido atendida por las autoridades durante mucho tiempo.
En los últimos meses, la ONDS ha puesto su sello en el manejo de los conflictos a partir del impulso de las “mesas de desarrollo”, y no más en las mesas de diálogo. Sin embargo, no todas las situaciones de malestar y tensión social —por no decir conflictos— son adecuadas o propicias para desarrollar una Mesa de Desarrollo. Por lo general, el conflicto, las disputas y las tensiones sociales deterioran dramáticamente la comunicación entre las partes, pero también dificultan o bloquean la relación y la confianza. Por tanto, se hace difícil que los participantes de los diferentes sectores puedan enfocarse exclusivamente en las problemáticas de fondo, como si nunca hubiera pasado nada entre ellos, como si no existiera ningún tipo de malestar, resentimiento o percepción de enemistad.
Precisamente, un proceso de diálogo tiene el propósito de lograr un acercamiento, generar confianza, distender una situación crítica a partir de ir restableciendo gradualmente una relación mínima de respeto y de colaboración entre los participantes, actores o representantes de los diferentes sectores. Ése es el humilde y gran propósito de un proceso de diálogo basado en una práctica cotidiana entre los seres humanos de platicar, conversar, charlar. En muchas de estas situaciones sociales —de conflictos o de crisis— se hará necesario conducir un diálogo de manera espontánea o más estructurada según la dificultad o la polarización entre los actores. Todavía no es la tendencia en nuestras prácticas sociales que, encontrándonos en una situación crítica o de conflicto, nos manejemos emocionalmente separando o limpiando la “mala vibra”, y enfocándonos exclusivamente en procesar las problemáticas de fondo a través de mesas de trabajo. Es peligroso ignorar esta tendencia en la naturaleza humana a ser influenciados por el conflicto tanto en el sentir como en la forma de pensar; es más: obviar esto dificulta los procesos innecesariamente: los facilitadores de las mesas de trabajo se enfocan en los temas técnicos, con pocos o lentos avances en la conducción del proceso debido a la desconfianza y la dureza en la relación entre los participantes de la Mesa.
El gran reto de los procesos de diálogo consiste en que han sido usados indistintamente y sin mayor reflexión y preparación: se ha llamado así a cualquier encuentro entre los actores —sobre todo para el desescalamiento de la crisis—. Sin embargo, un diálogo conducido adecuadamente puede llevar, con la voluntad de los participantes, hacia un proceso de negociación o de concertación —entre otros tantos—, no de disuasión a partir de cuántos proyectos de desarrollo se obtienen. A partir de lo que se observa en los casos actuales, se quiere manejar los procesos —cualquiera sea su denominación— desde la perspectiva técnica de resolver temas específicos, y se internalizan poco los valores del diálogo en las actitudes personales, en el manejo de las emociones, en la generación de confianza, del intercambio intercultural, etcétera. Por tanto, el diálogo no es un tema de semántica, sino de enfoque. El diseño de los procesos de manejo de conflicto aún sigue siendo poco preparado, coordinado o facilitado adecuadamente, y siguen dependiendo de las habilidades y de “lo buena gente” que pueda resultar el facilitador.