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El Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Reformar para fortalecer

(Foto: La República)

El debate en curso sobre los problemas del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) se ha caracterizado por esbozar argumentos de excesiva polarización. Es momento de promover la moderación entre las partes antagónicas y llamar a una reflexión crítica más serena y más amplia. La pregunta pertinente es si para superar la crisis actual del SIDH sería el mejor camino oponerse a cualquier tipo de reforma o trabajar por reformas que busquen fortalecerlo. La respuesta debe partir de una radiografía sintética de qué es el SIDH y cuáles son las tensiones a las que se ha venido enfrentando en los años más recientes. Debe, además, explorar las razones de las controversias en curso y, finalmente, examinar sin mistificaciones la importancia de la Organización de los Estados Americanos (OEA), con sus acciones positivas, pero también con sus graves errores históricos motivados por el ambiente de la Guerra Fría. 

Nacimiento y evolución del SIDH
El SIDH surgió como un complemento y de manera sincrónica a la construcción del sistema universal de protección a los derechos humanos, que empezó a erigirse con la Declaración de Naciones Unidas de 1948. Al asumir un carácter progresista e innovador, el SIDH contribuyó a difundir en la región la idea de que el Estado no es el único sujeto de Derecho Internacional, y se aceptó al individuo como litigante de sus derechos en el ámbito mundial. Con este movimiento, se inició la revisión del concepto tradicional de soberanía del Estado, y se admitió cierto grado de intervención internacional en el ámbito interno, en nombre de la garantía y del respeto a los derechos humanos. Subrayamos: sólo dio inicio. Pasaron varias décadas antes de que la mayoría de los países signatarios de la Convención Americana sobre Derechos Humanos incorporaron a su andamiaje jurídico y constitucional los preceptos normativos del SIDH.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) fue creada en 1959 por la OEA con la misión de promover y proteger los derechos humanos en la región, monitorear la situación de los derechos humanos en los Estados de la OEA, examinar denuncias individuales y ejercer actividades diversas, incluso por medio de sus relatorías temáticas. La CIDH cumplía 10 años de existencia cuando vio la luz el instrumento prescriptivo que le aseguró una estructura institucional y cierta fuerza coercitiva: la Convención Americana sobre Derechos Humanos, vigente a partir de 1978. En 1982, contó con su equivalente jurisdiccional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que emitió su primera sentencia en 1988.

En la polémica actual, no se le está dando la debida atención al análisis de los distintos ciclos políticos que ha atravesado el SIDH en sus 4 o 5 décadas de existencia. Cabe destacar la distancia que hoy nos separa del ciclo de dictaduras militares y luchas de resistencia que se prolongó por la región durante las décadas de 1960 y 1970, en claro contraste con el ambiente de la primera década del presente siglo, cuando se han multiplicado los gobiernos democráticos con programas dirigidos al combate a la pobreza y a las desigualdades en la distribución del ingreso, lo que sucede por primera vez en 5 siglos.

En lo que se refiere a Brasil, por ejemplo, vale señalar que la actuación de la CIDH fue prácticamente irrelevante para hacerles frente a las torturas y a las violaciones sistemáticas a losderechos humanos de los ciudadanos, sobre todo de jóvenes comprometidos con la resistencia política —con acciones armadas o no— y contra la dictadura instalada en 1964. Jamás se formuló una iniciativa contra megaproyectos como Itaipú Binacional, la Carretera Transamazónica, la Central Nuclear de Angra o el Puente Río-Niterói, que diezmaron a grupos indígenas, devastaron la selva tropical, ocasionaron la muerte de cientos de trabajadores semiesclavizados en gigantescos sitios de obras y, además, en el caso de Itaipú, agredieron la soberanía del pueblo paraguayo. En cambio, respecto de los regímenes dictatoriales implantados una década más tarde, como el de Augusto Pinochet y el de los generales argentinos, la actuación de la CIDH cobró una importancia creciente y alcanzó su auge en la valerosa visita de la CIDH a Argentina; este gesto contribuyó a refrenar el ímpetu genocida que llegó a la asombrosa cifra de 30 000 muertes y desapariciones forzadas en 6 años continuos de terror de Estado.

Hay que tener en cuenta esa diacronía a la hora de analizar algunas de las reacciones equivocadas de gobiernos como los de Perú, Venezuela, Colombia e incluso de Brasil frente a las intervenciones que sólo pueden ser adoptadas por la Comisión o por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el momento actual, cuando el SIDH ya ha adquirido madurez y ha conquistado respeto y credibilidad, del mismo modo que el fin de la Guerra Fría y el avance de la democracia en la región invitan a los Estados a reaccionar sin la truculencia propia del período dictatorial.

En el contexto histórico de Brasil, después de la democratización del país y con la edición de la Constitución de 1988, también conocida como la “Constitución Ciudadana”, ese proceso evolutivo de garantías de los derechos fundamentales empezó a adquirir consistencia y a concretarse. Pese a que Brasil fue uno de los últimos Estados en adherirse a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1992, aceptando la jurisdicción de la Corte Interamericana a partir de 1998, se puede afirmar hoy que el país ha tenido un rápido avance en la incorporación de los derechos por ella protegidos a su ordenamiento jurídico interno.

En un balance general, es incuestionable que el SIDH ha ejercido un papel fundamental en la consolidación de la democracia en el continente americano a partir de la segunda mitad de la década de 1970, lo que ha garantizado una vía subsidiaria y suplementaria a las vías internas en los casos de violaciones de derechos humanos. Los Estados parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, al asumir el compromiso de respetar sus disposiciones, se comprometen a no violar los derechos allí consagrados, pero también a asegurar el libre y pleno ejercicio de esos derechos a todos sus ciudadanos. Partiendo de ese presupuesto, cada Estado tiene el deber de promover el SIDH y hacerlo accesible a aquellos que sientan violados sus derechos y que no han encontrado solución a sus reclamos en el sistema interno de protección. Como es bien sabido, a lo largo de la década de 1980, los países de la región ya avanzaban vigorosamente en su proceso de democratización cuando la caída del Muro de Berlín —1989— dio inicio al desmoronamiento relámpago del bloque soviético y al fin de la Guerra Fría. En la ola triunfalista que llevó a Francis Fukuyama a decretar, con gran pretensión, el “(n de la Historia”, Latinoamérica se sumergió durante los años noventa en el fracasado ciclo neoliberal, cuyo recetario estaba sintetizado en el llamado Consenso de Washington que prescribía la reducción del Estado, la flexibilización de derechos sociales, la reducción de los gastos previsionales, las privatizaciones en masa, la ruptura de las barreras aduaneras y la supremacía del mercado como organizador de la nación.

Cualquier análisis del SIDH que ignore esa alternancia de ciclos y desprecie los profundos cambios que están en curso contribuirá poco para responder adecuadamente a la importante pregunta que este texto plantea. 

El difícil equilibrio entre estados y peticionariosEl crecimiento del número de casos llevados a la CIDH cada año, el fortalecimiento de su autoridad política, el avance de los organismos de representación (y de petición) con los que pasó a contar la sociedad civil en los distintos países y el vigor de la institucionalidad democrática en todos ellos funcionan para exigir que el SIDH adquiera una estructura más robusta. El fortalecimiento exige algo difícil —casi imposible— de lograr: compensar, por un lado, el imperativo de conquistar una credibilidad creciente ante la sociedad civil de América (en especial, ante las víctimas de violaciones y los organismos peticionarios) y, por otro lado, las rígidas restricciones que se derivan de que el SIDH sea un mecanismo oficial constituido por los Estados de la región, con todos los corolarios jerárquicos, burocráticos y conservadores que resultan de ese estatus. 

Cada movimiento, cada recomendación, cada intervención de los comisionados de la CIDH, de los Jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de los técnicos y expertos de ambos organismos busca siempre un adecuado punto de equilibrio entre dos caminos que serían igualmente dañinos. Uno de ellos consistiría en rendirse a las presiones de los Estados parte, siempre molestos o incluso furiosos frente a todo tipo de monitoreo, medidas cautelares o sanciones. Ese camino conduciría al total fracaso del SIDH, cuya razón de ser es el ejercicio mismo de ese conjunto de controles. El otro camino perjudicial sería que el Sistema se alineara previamente con los peticionarios, teniendo siempre al Estado como enemigo. Eso significaría subestimar los evidentes avances alcanzados en años recientes en la región o imaginar que el SIDH puede actuar con la misma autonomía y libertad de un organismo nacido en el Foro Social Mundial o en cualquier otra esfera autónoma de la sociedad civil.

El SIDH estaría condenado al fracaso total si comete el error de eludir esas complicadas compensaciones por la obtusa vía del atrincheramiento en “criterios técnicos”, evitando cualquier tipo de evaluación política de los cambiantes escenarios nacionales. Una presunta imparcialidad absoluta de los miembros de la CIDH, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de los respectivos cuerpos de expertos en lo concerniente a las controversias de naturaleza política y jurídica de cada país, siempre inevitables en el examen de cada caso, sólo podría imaginarse en un colectivo compuesto por verdaderos dioses del Derecho, de la política y de los derechos humanos. Siendo que quienes luchan por la consolidación histórica de los derechos humanos son seres humanos, esta lucha estará siempre signada por lecturas contradictorias de los hechos, desacuerdos sobre la mejor manera de evitar violaciones y sancionar a los violadores, alineamientos o simpatías mayores o menores con respecto a los actores de la sociedad civil y a los poderes públicos de cada país. Sería un gran error —por ejemplo, en los temas vinculados a la libertad de prensa y expresión— que el SIDH se alineara ingenuamente con la agenda de la Sociedad Interamericana de Prensa, que entabla batallas virulentas contra los gobiernos latinoamericanos alejados de los dictámenes del Consenso de Washington y que desarrollan una diplomacia soberana frente a las presiones estadounidenses que se remontan a la doctrina Monroe.

Mejorar los criterios de admisibilidad
Un estudio preliminar de las actividades de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte en la última década apunta a problemas nuevos que no se planteaban hace 10 años, cuando la SIDH no había alcanzado todavía la dimensión y la autoridad de las que goza hoy. Por ejemplo, a la vez que se desea mayor publicidad y amplio acceso al SIDH en nombre de su universalidad, se teme que el constante aumento del número de casos presentados pueda ser una traba en la promoción de la justicia y que se reproduzca a nivel regional el sinnúmero de dificultades encontradas en el contexto interno de los países, entre ellas, la excesiva demora de los procedimientos judiciales.

La aplicación de los mecanismos previstos en el SIDH no debe relegar la responsabilidad primaria de los Estados en la protección de los derechos humanos, sino que la instancia internacional debe actuar de manera suplementaria, adicional y subsidiaria cuando se suponga el agotamiento de los recursos internos. El consentimiento voluntario del Estado al control y a la fiscalización internacional en los casos de violación a derechos fundamentales debe estar vinculado necesariamente a fallas y a omisiones en las respuestas de los órganos nacionales a dichas violaciones. Así, el SIDH no debe ser interpretado como instancia de apelación de las decisiones internas cuando éstas hayan sido tomadas conforme a los parámetros y a las obligaciones internacionales asumidos por los Estados en lo que atañe a los derechos humanos.

Es papel de los Estados promover el SIDH y contribuir para que sea accesible a cualquier persona o entidad que juzgue haber sido víctima de violaciones. Sin embargo, es importante destacar que los requisitos de admisibilidad deben rescatarse en nombre de la seguridad jurídica y de la valoración de la instancia regional. La admisión indiscriminada de casos pone en riesgo la credibilidad y la funcionalidad del SIDH, y amenaza su eficacia en la promoción y protección de los derechos humanos en todo el continente. Conviene subrayar que a América no le interesa tener un sistema sobrecargado y cuestionado respecto del equilibrio y eficacia de sus decisiones. En ese sentido, vale reflexionar acerca de los criterios de selección de los casos y del impacto real que tendrían las decisiones que con ellos se relacionan en el contexto regional. <las decisiones que contemplen exclusivamente derechos individuales y no colectivos, y que no promuevan cambios significativos en el orden interno de un país, deben ser cuestionadas por sus limitaciones y por su insuficiencia. 

La admisión indiscriminada de casos pone en riesgo la credibilidad y la funcionalidad del SIDH, y amenaza su eficacia en la promoción y protección de los derechos humanos en todo el continente

Duración de los procedimientos
El número creciente de peticiones recibidas por la CIDH y la falta de criterios más precisos para su admisibilidad provocan que el tiempo de duración entre la recepción de la denuncia y la solución del caso sea excesivamente largo. Hay que tener en cuenta el riesgo de que el procedimiento en aquella instancia repita las mismas fallas de los sistemas judiciales nacionales en lo que respecta a la celeridad. Hoy se constata la ausencia de parámetros fijos para que  el tiempo de tramitación de un caso en la CIDH y se perciba, además, que no existe una lógica objetiva en la selección de los casos que serán impulsados por la propia Comisión. Resulta condenable utilizar criterios selectivos en la decisión discrecional de privilegiar casos de mayor “visibilidad” en detrimento de aquellos de menor alcance. Por otra parte, la duración de los procedimientos en la Corte es más corta y previsible que en la CIDH, lo cual termina confiriendo mayor credibilidad a aquella instancia, que sigue avanzando en sus trabajos sin sufrir cuestionamientos comparables a los dirigidos contra la Comisión.

No se puede hablar de duplicación de funciones entre la CIDH y la Corte Interamericana. Ambas deben actuar con independencia y respetando sus competencias. Pese a que la Corte reproduce el proceso de elaboración de pruebas y realización de audiencias que también ocurre en la CIDH, su enfoque es distinto. Cuando el caso se encuentra en análisis en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las partes del proceso pasan a ser, de un lado, el Estado y, del otro, la CIDH y los peticionarios. De esta forma, tanto las pruebas producidas por el Estado como aquellas producidas por la CIDH y por los peticionarios serán igualmente evaluadas, sin distinción. La “igualdad de armas” se vería perjudicada si una de las partes en el proceso ante la Corte, en ese caso la CIDH, fuera en un momento preliminar responsable de valorar las pruebas presentadas por el Estado. Para que eso fuera posible sin dejar de respetar la independencia procesual, la CIDH no podría ser parte interesada en el proceso ante la Corte Interamericana, y debería ejercer un papel más cercano al Ministerio Público o Fiscalía. 

La Corte Interamericana de Derechos Humanos, tal como su par europea, admitió la participación de las víctimas durante todo el proceso y les permitió presentar sus peticiones, argumentos y pruebas de forma autónomas. Aunque se considere muy importante que, en el futuro, el individuo pueda acceder a la Corte directamente, hoy se ve perjudicada la defensa del Estado en lo que respecta a su tiempo de exposición oral. Actualmente, tanto la CIDH como las víctimas tienen igual oportunidad de presentación de pruebas y de manifestación, mientras que al Estado no se le ha aumentado su tiempo de defensa, lo que genera cierto desequilibrio procesual.

Evaluación rigurosa de las medidas cautelares
Las medidas cautelares y provisionales han ejercido un importante papel en la protección e(caz de los derechos en casos en los que se han identificado elementos de extrema gravedad y urgencia. Vale resaltar que la Convención Americana sobre Derechos Humanos prevé en su artículo 63 (párrafo 2) la posibilidad de que la Corte Interamericana decrete medidas provisionales; sin embargo, no menciona nada sobre la función de la CIDH en lo concerniente a decretar medidas cautelares. Tal posibilidad está prevista únicamente en el Reglamento de la CID (artículo 25), lo cual puede suscitar cuestionamientos sobre la legitimidad del referido mecanismo cuando lo determina esa instancia regional. Tal vez sería más productivo para el SIDH si la CIDH se limitara a evaluar rigurosamente los pedidos de medidas provisionales a la Corte, y con ello se evitaría la pluralidad de los mecanismos repetitivos que termina debilitando sus efectos. Cabe a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por su parte, observar el tiempo de duración de las medidas de emergencia, sin dejar de lado la posibilidad de iniciar un procedimiento estándar en la CIDH. Conviene recordar que medidas provisionales de duración demasiado larga ponen en cuestión la naturaleza de la propia (gura jurídica, que debería condicionar su validez a las situaciones de extrema gravedad o urgencia. 

Desafíos internos en los paísesLa promoción y difusión del SIDH entre los distintos órganos de las esferas nacional, estatal y municipal, incluidos los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, es esencial para mejorar el cumplimiento y la ejecución local de las decisiones emanadas de los órganos del SIDH. Por ejemplo, en el caso de Brasil que es una federación, la existencia de la soberanía de la Unión y de la autonomía de las entidades federadas (estados, municipios y distrito federal) implica un importante obstáculo para el cumplimiento del Estado brasileño (representado por el Poder Ejecutivo nacional) de los compromisos internacionales. El mayor desafío interno es sensibilizar a los demás entes de la federación (muchos de ellos gobernados por fuerzas políticas que ejercen oposición virulenta contra el gobierno central) de que los compromisos asumidos internacionalmente son de responsabilidad de todos y no sólo del gobierno nacional. La mayor dificultad está en difundir la noción de responsabilidades compartidas, según la cual todos los actores ejercen un papel relevante. La cooperación entre los tres poderes republicanos permite elaborar y poner en práctica acciones integrales para cumplir con las determinaciones del SIDH. Cualquier estudioso de las instituciones políticas de las Américas sabe cuán profundas y hasta inconciliables pueden ser las divergencias internas entre los poderes republicanos de cada país: un litigio que se ha manifestado en episodios de virtual golpe de Estado —en Honduras y Paraguay— o en tensiones crecientes, como las verificadas en Bolivia, Ecuador Venezuela y otros países. 

Por otro lado, si la finalidad del SIDH fuera únicamente recibir denuncias y procesarlas con rigor, sería correcta una estrategia de otorgarles prioridad a las denuncias relativas a cada país, sin preocuparse por cualquier otro límite, cadencia o ritmo de la presión que ello supone. Estaríamos frente a una especie de “duela a quien le duela”, estrategia generalmente equivocada y que podríamos simbolizar con la imagen de unos defensores de los derechos humanos con un tridente en la mano, siendo que en este territorio tan especial del avance civilizatorio no se puede admitir ningún tipo de fundamentalismo “principista” (basado en principios y sin que considere otros criterios políticos o económicos). Mucho menos se puede dejar de reconocer la alteridad, que es un presupuesto básico tanto de la idea democrática como de los fundamentos más generales de los derechos humanos.

Ocurre, no obstante, que otra finalidad igualmente importante del SIDH es la promoción de los derechos humanos —la promoción se refiere al trabajo mediante el cual los países de la región muestran, año tras año, indicadores más positivos con respecto a las violaciones y a su adecuado procesamiento—. Sólo mentalidades fundamentalistas podrían sostener que la mejor forma de garantizar ese avance consistiría en reiterar invariablemente las presiones y denuncias contra los Estados, sin establecer, en contraste, programas de cooperación, así como la elaboración o actualización de los planes nacionales de derechos humanos de cada Estado parte, la preparación de campañas temáticas en cada país (sobre derechos del niño, equidad de género, combate a la homofobia, inclusión racial y social) y organización de cursos en el área de la educación en derechos humanos, entre otros.

Hace falta sensibilidad política: el caso de Brasil en 2011
Un episodio reciente ilustra la importancia de tener en cuenta las dinámicas políticas, sociales e históricas internas de cada país en el procesamiento de cada caso llevado a la CIDH o a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El inicio de 2011 en Brasil estuvo marcado por un inesperado choque entre la CIDH y el nuevo gobierno de Dilma Rousseff. Nada lo presagiaba, ya que la ceremonia de asunción estuvo cargada de un fuerte simbolismo en favor de la agenda nacional de los derechos humanos. 

En primer lugar, Rousseff fue elegida como la continuadora del bien evaluado gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva que logró avances con programas como Hambre Cero y Bolsa Familia, programas de inclusión escolar, de combate a las desigualdades regionales y a la discriminación racial, así como con la creación de un Ministerio de Derechos Humanos y la aprobación del osado Programa Nacional de Derechos Humanos (PNDH-3), que despertó una furiosa reacción conservadora debido al compromiso de instalar, finalmente, una Comisión Nacional de la Verdad para examinar todas las violaciones perpetradas durante la dictadura de 1964 a 1985. En segundo lugar, era la primera vez que una mujer asumía el puesto de autoridad política principal en más de 500 años de historia. Y no era sólo una mujer: era alguien muy especial que a los 23 años de edad sobrevivió a las torturas brutales a las que fue sometida en 1970, en los odiosos sótanos del aparato represor que diezmó a la juventud se enfrentaba a la tiranía en Brasil. Por último, ya en sus discursos de candidata victoriosa y en el día de la toma de posesión, Dilma les dio más relieve a los temas de derechos humanos de lo que solía hacerse en el período de Lula. Pero toda esa (esta fue interrumpida abruptamente cuando la nueva Presidenta reaccionó negativamente ante una intervención de la CIDH en la presa hidroeléctrica de Belo Monte, en la Amazonia brasileña.

Aunque no cabe aquí examinar con detalle aquel episodio, sí destacamos un hecho muy importante que los periódicos dejaron de lado y que incluso las entidades vinculadas a la defensa de los derechos humanos parecen haber ignorado: no sólo entre clases sociales y entre poderes republicanos de cada país ocurren disputas permanentes en torno a los temas de derechos humanos, sino también al interior de un mismo gobierno, sobre todo cuando existe el llamado presidencialismo de coalición. Ya era así en el período de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), que trajo importantes avances a pesar de las resistencias de segmentos del propio gobierno; fue así también con Lula (2003-2010), y es así hoy con Dilma Rousseff.

Entre 2007 y 2010, al interior del gobierno de Lula, se había fortalecido bastante el ala decidida a superar todas las barreras opuestas a la investigación del período dictatorial. En ese embate interno, apoyado por las entidades de la sociedad civil ligadas a los derechos humanos, dicha fracción buscó ampararse enfáticamente en la autoridad del SIDH para convencer a los segmentos adversarios, e incluyó entre sus argumentos la expectativa inminente de una condena a Brasil en el caso “Guerrilla de Araguaia”. Esa ala mantuvo duras controversias con el Ministerio de Defensa, con la Defensoría General (Advocacia-Geral da União) e incluso con el Ministerio de Relaciones Exteriores, sosteniendo siempre, con firmeza y determinación, que el gobierno de Lula debía seguir incondicionalmente las orientaciones jurídicas y políticas emanadas de la CIDH y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ese choque fue particularmente difícil en el momento en que el Ejecutivo Nacional tuvo que presentar su opinión ante el Supremo Tribunal Federal sobre una acción de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía de 1979 (típica autoamnistía en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), y rechazó la interpretación de que aquella ley de la dictadura impedía todavía hoy investigar y fincar responsabilidad a los torturadores.

En abril del 2011, el anuncio repentino de la resolución de la CIDH de que se paralizaran inmediatamente las obras de la hidroeléctrica del río Xingu representó un verdadero tiro en el pecho para esa ala interna comprometida con la agenda de los derechos humanos. Los sectores adversarios corrieron a la prensa argumentando que ese tipo de decisiones irresponsables no podían ser acatadas en ningún caso, porque agredían la soberanía nacional. En resumen: sea por apresurarse, sea por la falta de una mejor asesoría, sea por insensibilidad frente al contexto político interno de cada país o incluso por alguna especie de ultraactivismo temático de la responsable estadounidense que entonces presidía la CIDH, el hecho es que la decisión echó por tierra años de empeño de las autoridades públicas brasileñas alineadas con el esfuerzo de fortalecimiento del SIDH y de internalización plena de toda su normatividad y jurisprudencia. Se abrió así un gigantesca brecha para que el segmento conservador, debilitado por el anuncio 4 meses antes de la sentencia condenatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto de la Guerrilla de Araguaia —que incluye una clara resolución de que la Amnistía de 1979 no siga representando un obstáculo a la investigación plena de aquel episodio— se aprovechara del error de la CIDH para atacar vivamente el acierto de ésta y de la Corte en el episodio referente a la dictadura.

La participación de todos los actores
Las discusiones sobre el funcionamiento del SIDH se remontan a finales de la década de 1990, lo que ha contribuido a que todos los actores puedan opinar de manera minuciosa y comprehensiva sobre los principales retos y los posibles cambios para que el Sistema se fortalezca y atienda mejor a sus funciones de promoción y protección. Queda claro que la reflexión sobre el SIDH y sobre las formas de perfeccionarlo no les corresponde únicamente a los Estados. El fortalecimiento del SIDH sólo será efectivo si todos sus actores reflexionan sobre cómo han contribuido a la situación actual y sobre cómo pueden colaborar para su perfeccionamiento. Todos los actores deberían realizar un ejercicio de autocrítica y asumir la responsabilidad común en la eficiencia de la promoción y protección de los derechos humanos en todo el territorio de América. Un Sistema Interamericano de Derechos Humanos sobrecargado, inadecuadamente financiado y cuestionado en cuanto al equilibrio y la eficacia de sus decisiones no le interesa al continente americano. La reforma es necesaria

Entrevista