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Egipto: una masacre en medio de una revolución inacabada

Ciudadanos egipcios en las calles (Foto: bullhufas.es)

Tras varias semanas de protestas en las calles de las principales ciudades egipcias en las que se vieron enfrentados militantes de los Hermanos Musulmanes y de la oposición laica, el pasado 3 de julio un golpe de Estado militar derrocó al gobierno del presidente Mohamed Morsi, cuando se había cumplido poco más de un año del inicio de su mandato. El evento podría recordar lo acontecido en febrero del 2011 en Egipto, cuando el presidente Hosni Mubarak, bajo presión de las protestas callejeras apoyadas por el Ejército, fue obligado a dimitir y, sucesivamente, se instauró un gobierno de transición liderado por una junta militar hasta la celebración de nuevas elecciones en mayo y junio del 2012.

Existe, sin embargo, una diferencia fundamental: Morsi fue elegido en las primeras elecciones presidenciales libres con candidatos múltiples celebradas en la historia egipcia, que además fueron reconocidas como limpias por observadores internacionales. Esto hace que hoy estemos hablando de un golpe de Estado militar en Egipto y que algunos analistas vean peligrar la democracia. Esta preocupación no es infundada: el Ejército egipcio lleva las riendas del país desde la independencia en 1952, está estrechamente vinculado al poder y tiene importantes intereses económicos en juego.

Corrupción, crisis de partidos y Estado clientelar
Si con el nasserismo y el socialismo árabe el Ejército egipcio contaba con una ideología nacionalista y desarrollista laica, esta última se fue perdiendo desde la desaparición de Nasser, y fue reemplazada por el apoyo a una clase política corrupta vinculada a empresarios que se beneficiaban de los programas de liberalización económica y del progresivo desmantelamiento de la empresa pública en el país. Más que de introducción de reformas de libre mercado, se trataba entonces de imponer medidas que favorecieran a una nueva élite empresarial vinculada a altos mandos del Ejército durante los regímenes de Sadat y de Mubarak. Bajo los gobiernos de estos últimos, el Estado egipcio se involucró en millonarios proyectos comerciales que daban pie a la corrupción, y descuidó progresivamente su rol de proveedor de servicios públicos. La celebración de elecciones parlamentarias permitía a los empresarios presentarse como candidatos y, mediante prácticas clientelares o compra de votos, llegar al Parlamento para votar leyes que los favorecieran. Los partidos políticos habían perdido su ideología o desaparecían, y aquéllos que se mantenían críticos y pertenecían a la oposición tenían pocas posibilidades de llegar al poder, por no saber o no querer establecer relaciones clientelares con aquel 25% del electorado mayormente rural que acudía a las urnas para elegir a los parlamentarios, ante el desinterés y la decepción de la población urbana con el sistema de partidos.

La excepción islamista: los Hermanos Musulmanes
En este escenario de corrupción y de clientelismo, los Hermanos Musulmanes constituían una excepción. Excluidos de la política formal desde tiempos de la monarquía, perseguidos por Nasser y reprimidos o tolerados en función de las conveniencias de Sadat y Mubarak, los Hermanos Musulmanes no habían tenido nunca la posibilidad de gobernar el país. Esta hermandad islamista contaba sin embargo con una amplia red de caridad que, en épocas de deterioro de los servicios públicos, se había convertido en una especie de Estado paralelo. Voluntarios de los Hermanos Musulmanes, muchos de ellos profesionales, realizaban labores de caridad por todo el país, creando hospitales o escuelas allí donde el Estado egipcio era incapaz de ofrecer estos servicios. La simpatía de la población más pobre del país hacia los Hermanos Musulmanes se debía no solo a su deseo de resolver problemas concretos de su entorno (infraestructura, atención médica, educación, etcétera), sino también a su intachable reputación. Portadores de un discurso religioso y moral, una nueva generación más pragmática de militantes de esta agrupación islamista moderó su discurso religioso y tendió alianzas con otros grupos políticos para poder presentarse a elecciones municipales o parlamentarias, valiéndose de su red de caridad para ganar votos.

No debía entonces sorprender que en junio del 2012 fueran Mohamed Morsi, candidato del partido Libertad y Justicia vinculado a los Hermanos Musulmanes, y Ahmed Shafiq, militar en retiro cercano al entorno de Mubarak, quienes protagonizaran la segunda vuelta electoral. Ambos candidatos daban una imagen de estabilidad frente a una oposición fragmentada; los dos, además, contaban con una institución fuerte que los respaldaba. Las revueltas de principios del 2011 tuvieron como lema “Pan, libertad y justicia social”: el desempleo, la falta de oportunidades para los jóvenes y una crisis económica que empeoraba cada día sin solución a la vista eran algunos de los principales motivos que impulsaban a la población a salir a las calles. En ese contexto, los electores optaron por la estabilidad, la preocupación por el prójimo y la honradez que proyectaban los Hermanos Musulmanes, quienes sin embargo tenían poca o nula experiencia en el gobierno. Pero el enamoramiento duraría poco.

El empeoramiento de la crisis económica y la debacle islamista
La redacción de una nueva Constitución en la Asamblea Constituyente contó con una mayoría islamista y salafista que buscaba imponerse, y esto contribuyó a que Morsi rompiera los puentes inicialmente tendidos con la oposición laica. La gestión del conflicto entre Israel y Hamas por parte de Morsi le valió el apoyo del Ejército egipcio, que a su vez recibe financiamiento del Gobierno de los Estados Unidos. El sucesivo intento fallido de Morsi por blindar sus poderes y decisiones como presidente en noviembre del 2012 marcó un punto de quiebre con la oposición. Por si fuera poco, el aparato estatal se vio invadido por militantes de los Hermanos Musulmanes y su fuerte carga ideológica. Sin una estrategia concreta para afrontar los problemas económicos de Egipto, la popularidad de Morsi cayó en picada y se multiplicaron las protestas violentas en el país. Morsi aplazaba los acuerdos para la obtención de un préstamo de US$4.800 millones propuesto por el FMI a cambio de más reformas de austeridad, pues sabía que estas medidas serían mal recibidas por la población y afectarían aún más su deteriorada imagen. Egipto, cuya deuda pública superaba el 85% del PBI, donde el desempleo llegaba al 13% según cifras oficiales, cuyo Estado ya no tenía más fondos para seguir manteniendo los subsidios al pan y a la gasolina, y donde la inversión extranjera y el turismo habían disminuido enormemente debido al interminable clima de inestabilidad, resultaba ingobernable para una agrupación política que insistía en la Sharia como solución a todos los problemas del país.

El Gobierno de Morsi no estaba en la medida de ofrecer a la población ni pan ni libertad ni justicia social: las protestas se intensificaron para exigir soluciones a los problemas económicos cotidianos, condenar el autoritarismo de Morsi y el favoritismo hacia sus compañeros de la hermandad. El movimiento Tamarrod (“rebelión” en árabe) logró reunir 22 millones de firmas en una campaña a favor de la dimisión del Presidente, es decir, casi el doble del número de electores que votaron por Morsi en junio del 2012. Sin embargo, a diferencia del escenario de principios del 2011, esta vez el enfrentamiento no era entre la población descontenta y el entorno de Mubarak: el país se encontraba ahora dividido entre simpatizantes y opositores de Morsi. Hasta los salafistas lo abandonaron.

El país se está endeudando cada vez más y no cuenta con los fondos suficientes para mantener los subsidios. La clase política no cuenta con propuestas claras que permitan resolver el problema de la crisis económica, o teme que estas propuestas disminuyan su popularidad

Un cambio de gobierno no hace una revolución
Al referirse al caso egipcio, algunos analistas hablan de una revolución inacabada, cuando no de una contrarrevolución. El primer término es, a mi juicio, más preciso: la “Primavera Árabe” egipcia nunca llegó a ser una revolución. Podemos llamarla, si se prefiere, una revolución en curso con avances y retrocesos que, de mantenerse el interés del Ejército por concretar una transición democrática real, podría tardar años en dar resultados. Una revolución implica un cambio radical del statu quo:supone una nueva repartición de poderes, la aparición de nuevas clases políticas, una nueva manera de hacer política y el abandono de prácticas antiguas como el clientelismo, el autoritarismo o la corrupción. Una revolución implica una reforma del Estado egipcio que lo haga capaz de afrontar los principales problemas del país. No ha sido el caso esta vez. La institución que constituye el más duro obstáculo a este escenario es también el principal requisito para ejecutar cualquier cambio real en el país: el Ejército. Algunos analistas son escépticos y temen que los militares buscarán permanecer en el poder: la ingobernabilidad de Egipto, la ausencia de un conjunto de partidos sólido y de un sistema democrático capaz de respetar la alternancia en el poder hacen que, lamentablemente, tal escenario sea posible. La consecución de los resultados de la revolución implica un inevitable sometimiento del Ejército a la voluntad civil y a sus autoridades democráticamente elegidas. Es un proceso que puede tomar años en concretarse… si lo hace (lo que parece difícil de concretarse tras los últimos acontecimientos).

Pan, libertad, justicia social: ¿Por dónde empezamos?
Crecimiento económico, democracia, redistribución de la riqueza: los tres objetivos no parecen ser fáciles de alcanzar en simultáneo. Para algunos analistas, como el economista egipcio Galal Amin, resulta claro que no hay redistribución de la riqueza posible sin crecimiento económico, y que el clima actual de inestabilidad no favorece la inversión extranjera ni la creación de empresas. Toda política de liberalización de la economía que busque atraer la inversión de capitales puede ser mal recibida por la población que ha optado por la protesta callejera como mecanismo para expresar su descontento y obtener retrocesos, como en el caso del derrocamiento de Morsi. El país se está endeudando cada vez más y no cuenta con los fondos suficientes para mantener los subsidios. La clase política carece de propuestas claras que permitan resolver el problema de la crisis económica, o teme que estas propuestas disminuyan su popularidad; frente a ello, la oposición apuesta por un gobierno de tecnócratas al margen de los partidos políticos que saque al país del impasse. No hay peor escenario que éste para la construcción de un sistema democrático estable en un mediano plazo. La represión de la disidencia o de la pluralidad política frente a la aplicación de medidas impopulares no se descarta en este nuevo contexto; la persecución de islamistas y su posible radicalización, tampoco. El arresto de Morsi y de algunos de sus aliados de los Hermanos Musulmanes por motivos de seguridad, avalado por un notable representante de la oposición liberal como el Premio Nobel y diplomático egipcio Mohamed El Baradei, marcó el inicio de la resistencia islamista.

Una masacre anunciada
Los islamistas no se quedaron de brazos cruzados tras la interrupción del mandato de Morsi. El 9 de julio, un incidente confuso en las inmediaciones del cuartel de la Guardia Republicana, donde se encontraba detenido Morsi, condujo a un enfrentamiento entre la Policía, el Ejército y militantes islamistas presuntamente armados, que dejó un saldo de 51 militantes islamistas muertos y 435 heridos. Ésta sería solo la antesala de una masacre aún mayor. Desde la caída de Morsi, un grupo de manifestantes islamistas se concentró en las inmediaciones de la mezquita de Rabaa al Adawiya, en el barrio de Ciudad Nasser, en El Cairo. Éstos, representados por la Coalición Nacional para la Defensa de la Legitimidad, exigían el inmediato retorno de Morsi a la presidencia y denunciaban una conspiración internacional. Habían optado por la protesta pacífica como medio de presión frente al nuevo gobierno de transición liderado por el jurista y ex vicepresidente del Tribunal Constitucional Adli Mansour. Hacia finales de julio, el gobierno interino declaró que las acampadas islamistas constituyen actos de terrorismo que ponen en peligro la seguridad nacional. Repetidas advertencias por parte del gobierno no consiguieron desalojar a los militantes, entre los que se encontraban familias enteras, niños y ancianos. Los intentos de mediación de los Estados Unidos y la Unión Europea fracasaron; el bloqueo por la Policía de las vías de acceso al campamento para forzar la evacuación de los militantes, también.

Así, el día 13 de agosto el Gobierno de Adli Mansour tomó la decisión de desalojarlos de manera violenta con armas de fuego, gases lacrimógenos y excavadoras, lo que provocó una masacre que sin duda dejará secuelas en la futura vida política del país. Cifras oficiales elevan a 525 el número de fallecidos (de los cuales 43 eran policías) y casi 3.000 heridos en todo el país hasta la fecha, mientras los Hermanos Musulmanes hablan de hasta 4.500 víctimas mortales. Circulan en las redes sociales denuncias de militantes islamistas cuyos parientes fueron asesinados en la masacre y a quienes se les obliga a aceptar un certificado de “muerte natural” para poder retirarlos de la morgue. La brutalidad del desalojo fue tan grande que provocó la dimisión de Mohamed El Baradei, hasta entonces vicepresidente de Asuntos Exteriores, quien alegó que no podía soportar la responsabilidad de tomar decisiones con las que no estaba de acuerdo.

Frente a esta situación, analistas como el británico Robert Fisk se preguntan, con justa razón, qué musulmán que aspire a un Estado basado en su religión volverá a confiar en las urnas. Algunos analistas llegan a comparar esta situación con aquélla que desató los “años negros” de terrorismo islamista en Argelia en la década de 1990, y prevén escenarios de violencia similares, de mantenerse la exclusión de los Hermanos Musulmanes del juego político.

Si hay algo que queda claro al analizar este golpe de Estado, es que el sistema democrático en Egipto no es una realidad afianzada desde la primera celebración de elecciones presidenciales con múltiples candidatos: es un objetivo revolucionario que hace falta construir y que, bajo el arbitraje del Ejército, aún está lejos de concretarse.

Entrevista