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Colombia: Santos, el buen traidor

La siguiente es una crónica de cómo el presidente Juan Manuel Santos terminó desuribizándose.

Que un presidente gane las elecciones y luego gobierne con el plan de sus opositores parece ser una costumbre regional: en esta parte del mundo, algunos poderes no saben de derrotas y ni siquiera de empates.

En el Perú tenemos estampas de este tipo como para llenar un nutrido álbum. Uno de los casos más ostensibles fue cuando Alberto Fujimori aplicó —más aumentado que corregido— el plan económico de su oponente en 1990, el hoy premio Nobel Mario Vargas Llosa, contra quien hicieron una feroz campaña.

Dicen que en todas partes se cuecen habas; es cierto, aunque en ollas distintas. Por lo general, los movimientos más progresistas han sido muy críticos de los candidatos que, devenidos presidentes, ceden a los intereses de los sectores conservadores. En nuestra vecina Colombia, sin embargo, parece estar sucediendo un proceso similar pero a la inversa.

Juan Manuel Santos nunca estuvo en los planes del ex presidente Álvaro Uribe; al menos, no como sucesor. En realidad, nadie estaba incluido en ese guion. El heredero de Uribe debía ser el mismo Álvaro Uribe. Lo único que hacía falta era arreglar un poquito la Constitución, y listo. Sin embargo, el antipático Tribunal Constitucional se opuso y Uribe quedó fuera de juego cuando ya era demasiado tarde como para promover a un candidato con el peso y medida oficial.

El ex presidente hubiera preferido a alguien como Rodrigo Rivera, un ex liberal devenido en pocos meses incondicional uribista. Pero estaba muy lejos en las encuestas y ya no llegaba a recuperarse. Casi a regañadientes, Uribe aceptó a Santos, su ex ministro de Defensa, una persona de quien siempre desconfió. No se equivocó.

Este mal hábito de hacer intercambio de camisetas antes de iniciado el partido de los cinco años a veces no es recibido negativamente; por lo menos no por todos. El presidente Santos asumió el Gobierno en Colombia hace poco más de un año. Basó su campaña en ser la continuidad de la gestión de Álvaro Uribe, un presidente de muchos símiles con Alberto Fujimori: sólida agenda de lucha antisubversiva, mano dura y discurso macartista. Si bien Uribe ganó las elecciones mediante un proyecto personal (fue un disidente del Partido Liberal), gobernó muy pegado al Partido Conservador y las Fuerzas Armadas, igual que nuestro Fujimori.

La gran transformación
Aun así, al poco tiempo de haber ganado las elecciones el presidente Santos vivió en carne propia una “gran transformación” que nunca había prometido. Empezó a morigerar su discurso y experimentando una simbiosis con el Partido Liberal.

Según la analista política colombiana Laura Gil, el cambio se empezó a notar a los pocos minutos de conocerse su victoria: “Uribe consideró como una traición cuando en su discurso de victoria Santos dijo: ‘Pasemos la página del odio’. Era un clarísimo mensaje de no más polarización. Igualmente lo fue cuando dijo ‘de mi boca nunca llamaré terrorista a un opositor’, y a la semana se estuvo reconciliando con la Corte Suprema”.

Uno de los aspectos más saltantes de la gestión de Uribe fue la relación confrontacional con sus opositores. Uribe descalificaba a quienes cuestionaban su política de seguridad o los casos de corrupción que se presentaban en su gobierno, llamándolos “terroristas” o “cómplices de los terroristas”. Cuando Santos dice “yo no llamaré terrorista a mi opositor”, marca de saque una diferencia con quien hasta hace poco había sido el principal patrocinador de su campaña y en nombre de quien había ganado.

“Cuando se criticaba al presidente, el señalamiento y la campaña de desprestigio era muy alto; no en vano lo dicho por Santos, porque había una tendencia a polarizar y a judicializar mucho”, refiere Laura Gil.

Este giro inicial representó una agradable sorpresa para los que votaron en contra de él, y dejó desazón e incertidumbre en los uribistas. Al inicio se creyó que solo había sido un gesto inicial para aquietar las aguas, pero la sorpresa continuó y se amplió ya con Santos sentado en el sillón presidencial.

Las nuevas banderas de Santos
La oposición a Uribe tenía dos banderas importantes que durante la gestión del ex presidente colombiano fueron constantemente saboteadas: la Ley de Tierras y la Ley de Víctimas. Ambos proyectos son hoy día los dos principales caballos de batalla de un régimen cada vez alejado de su padrino y predecesor.

En las últimas dos décadas, durante el agravamiento del conflicto armado de Colombia, cerca de 750.000 campesinos fueron desplazados de sus territorios por la fuerza, y se calcula que han abandonado más de 3 millones de hectáreas. Muchas de estas tierras fueron arrebatadas a los campesinos por los hacendados y los paramilitares. La Ley consiste en devolverles su tierra a los campesinos. La Ley de Víctimas, por su parte, reconoce por fin la violación de derechos humanos cometida durante 20 años y otorga una reparación económica, simbólica y moral a las personas afectadas.

A Colombia, como ocurre en otros lugares de América Latina, los números no le van mal en los últimos años, pero existen otras cifras que llaman igualmente la atención en sentido inverso. Los últimos 20 años implicaron en Colombia 4 millones de desplazados, 53.016 asesinatos políticos, 35.449 secuestros y 5.098 desapariciones forzadas. Y estamos hablando de un conflicto que aún no termina. “Estas cosas son importantes más allá de las FARC, porque hay que ir avanzando en devolverle la tierra a los campesinos y reparando a las víctimas. Está bien enfocado y está mandando señales sensatas, lo cual es un gran giro respecto a Uribe”, anota Gil.

Según diversos analistas, la Ley de Víctimas de Santos es mucho mejor que la que había preparado el Partido Liberal, en medio de presiones y negociaciones con los uribistas, que no querían saber nada con ningún tipo de reparaciones ni víctimas ni devolución de tierras.

Durante la campaña las organizaciones de derechos humanos se movieron para lograr un consenso entre las fuerzas políticas que incluyera la Ley de Víctimas en su programa. Lo paradójico es que el único candidato que no quiso firmar fue el hoy presidente y principal promotor de la Ley, Juan Manuel Santos.

A Colombia, como ocurre en otros lugares de América Latina, los números no le van mal en los últimos años, pero existen otras cifras que llaman igualmente la atención en sentido inverso. Los últimos 20 años implicaron en Colombia 4 millones de desplazados, 53.016 asesinatos políticos, 35.449 secuestros y 5.098 desapariciones forzadas. Y estamos hablando de un conflicto que aún no termina.

Liberal forever
Para algunos, Santos siempre fue un liberal, y su luna de miel con el uribismo, del cual fue, como ya se indicó, ministro de Defensa, a la larga no habría sido más que un cuarto de hora en su vida. “Santos fue un ministro muy bueno. Viene de una familia rica, de la élite bogotana, y de alguna manera representa muchas cosas que Uribe odiaba: tecnócrata globalizado, muy alejado de las bases populares. Santos siempre tuvo fama de traidor capaz de traicionar a su propia madre con tal de beneficiarse. Apenas fue elegido nombró ministros buenos pero enemigos acérrimos de Uribe, y arrancó con una agenda más progresista y con cosas a las que Uribe se había opuesto durante todo su mandato. Restablecer relaciones con Chávez y con Correa es visto por los uribistas más radicales como una traición”, dice la periodista Juanita León, directora del portal La Silla Vacía, de Colombia.

Si Santos proviene de una familia liberal, nieto de presidente liberal, y fue disidente en los momentos en que el Partido Liberal se hundía en el descrédito pasándose a las filas de un régimen que destruyó la institucionalidad — principal baluarte de los liberales—, estamos ante un Presidente de un pragmatismo que endulza pero a la vez asusta. Actualmente algunas personas muy críticas del gobierno de Uribe y que en su momento también lo fueron de Santos lo han empezado a mirar con otros ojos. Incluso su propio pasado, no exento de graves cuestionamientos.

Rafael Santos fue ministro de Defensa del gobierno de Uribe en la época en que se destaparon los falsos positivos, uno de los capítulos más nefastos de la era uribista.

Los falsos positivos
El ex presidente Álvaro Uribe llegó al poder con el encargo de hacer frente a la subversión. Fue una reacción a los truncos procesos de paz en que se habían empeñado los anteriores mandatarios. Una parte de la sociedad colombiana se sentía defraudada e impotente, y tenía la certeza de que la mano dura era la única forma de enfrentar a las FARC. El empeño de Uribe dio resultados: logró pacificar en gran medida el país. Esta lucha arrojó resultados diversos: positivos, negativos y falsos positivos; estos últimos, de connotaciones macabras.

El gobierno de Uribe tuvo una política de incentivos económicos para los militares más efectivos. Traducción 1: A los que le originaran más bajas a los enemigos. Traducción 2: Simplemente a los que mataran más. Al Ejército colombiano no se le ocurrió mejor idea que medir la efectividad de sus miembros contando los muertos que lograban. Esta carrera por obtener muertos a cualquier costo llevó a hacer pactos con los narcotraficantes, convertidos en grandes proveedores de cadáveres.

Entonces aparecieron muertos por doquier. Se sabe que no existen los crímenes perfectos, pero en el caso colombiano las imperfecciones fueron exuberantes. De pronto aparecían personas muertas en un lugar absolutamente distinto al que se desenvolvían, o gente zurda cargando un fusil como si fuesen diestros o muchachos con síndrome de Down empuñando un arma. Todo eso hizo sospechar que se trataba de un montaje tétrico: aparecieron las madres reclamando por sus hijos e informes de forenses cuestionando esas muertes. La sospecha se convirtió en denuncia. Sin embargo, el principio del fin de la era uribista vendría muchos años después.

El ministro de Defensa en aquel entonces no era otro que Juan Manuel Santos, y fue por supuesto quien cargó con todo ese pasivo. Durante la campaña presidencial no faltaron los dedos que lo señalaban como el hombre que había avalado tan horrendos crímenes. Sin embargo, Laura Gil, quien ha seguido el caso desde siempre, tiene un concepto distinto:

“Santos tiene responsabilidad política porque él era ministro de Defensa, pero todo lo que se puede comprobar es que desde que Santos estuvo en ese Ministerio trató de resolver el problema a pesar de Uribe y en contra de Uribe. Santos hizo mucho y sacó al general del Ejército. No hay nada que involucre a Juan Manuel Santos. Yo he sido muy crítica de él durante el tiempo que estuvo con Uribe, pero sobre este tema nunca hubo nada que lo comprometiese”.

En todo caso, ahora Colombia tiene un Presidente que considera que la mejor manera de difuminar los cargos que se le atribuyen es dar señales concretas de que su rumbo es distinto al que imprimió en la campaña. Pero ¿cómo entender esta melcocha? ¿Cómo Santos terminó traicionando el camino de Uribe, decepcionando a sus electores, alegrando a sus opositores y enfrentándose a los poderes que lo cobijaron?

El regreso del pacto
La interrogante encierra un enigma que para el analista político Álvaro Forero no reviste ningún misterio. Forero sostiene que la gestión de Santos, lejos de ser atípica, regresa a su cauce el pacto histórico de la sociedad colombiana, que consiste en que el poder regional cede el control del gobierno al poder nacional. “En Colombia ha habido un pacto que tiene dos países: uno modernizante que se inserta en el mundo y ese otro atrasado con mucho peso de la violencia. Son agendas, intereses, poderes y élites distintos. Yo lo defino como poder regional y poder nacional. El poder regional es más cercano al Estado que ha sufrido la violencia política, y el poder nacional más cosmopolita y centrado en relaciones internacionales, industrialización.”

Según Forero, Santos estaría representando el poder nacional, más liberal y cívico; respetuoso de las normas internacionales, los derechos humanos y con una política de buena vecindad. De esta manera se entendería el giro casi inmediato que dio Colombia en su relación con Venezuela. Hugo Chávez pasó de ser el enemigo número uno al “nuevo mejor amigo de Colombia”, de acuerdo con la propia expresión de Santos.

“Uno se pregunta por qué ese poder regional ha cedido a las élites tecnocráticas la Presidencia. Con Uribe se rompe esa vieja tradición, ya que por primera vez en décadas un representante del poder regional llega al poder. Esto sucede porque el tema de la inseguridad de los 90 empieza a afectar a las masas urbanas, y la bandera del poder regional siempre ha sido de mano dura contra la guerrilla. La propiedad de la tierra en Colombia pasó a manos de los paramilitares”, dice Forero.

Con Uribe se avanzó apenas en materia de seguridad, con todos los beneficios y perjuicios que su política pudo tener, pero se descuidó todo lo demás. “Durante el gobierno de Uribe había toda la voluntad política de derrotar a la guerrilla como nunca antes. Involucró más a la población civil, creó una red de informantes y debilitó todo apoyo real o ficticio que tuviera la guerrilla. Por otro lado, negoció con jefes paramilitares que estaban cometiendo masacres. Eso les dio una gran popularidad No hubo avances en educación ni en otros frentes”, sostiene Juanita León.

Santos, que es un político profesional, sirvió en el momento que las circunstancias requerían al poder regional, que representaba Uribe, para que cumpla con la tarea de la pacificación. Luego, el poder nacional volvió a tomar las riendas del gobierno. Para muchos Santos es un traidor; otros dicen que la actitud de Santos habla muy bien de su gobierno pero muy mal de su persona. Sin embargo, Santos podría estar encarnando la necesidad histórica de los grupos de poder en Colombia.

Esta vuelta al redil de la historia colombiana se traduce, sin duda, en mayor tranquilidad para gran parte del país. Se trata de una nación que siempre ha sobresalido en la región por su gran fortaleza institucional. Un activo con el que no pudo todo el poder uribista en sus tejes y manejes por querer hacer viable su re-reelección.

Pero el regreso del pacto, del que habla Forero, implica también la continuidad de un país bipolar, divorciado y extenuado. Un país que padece guerra crónica y paz falaz. Con mayor institucionalidad pero con las mismas fisuras que sus vecinos del sur y del norte. Es esta parte de la agenda la que ni el presidente Santos ni sus antecesores se han atrevido aún a tocar. Ojalá el presente o alguno de los que vengan después se animen también a traicionar ese perverso carrusel.