Añadir nuevo comentario

Ayacucho: ¿Hacia otro futuro?

El local del Concejo Municipal de Vilcashuamán, Ayacucho luego del ataque senderista. Agosto de 1982. (Foto: justiciaviva.org.pe)

Una mirada sobre Ayacucho —y, más aún, un balance sobre su situación— casi siempre se centra en comparar pasado y presente en materia de violencia y de la posibilidad de que ésta se repita de una u otra manera. Poco interesa analizar sus avances o retrocesos en lo que concierne a indicadores de desarrollo, grado de institucionalidad alcanzado y factores (distintos de la violencia pasada) para explicar sus posibilidades a futuro. Por ejemplo, el crecimiento de sus principales capitales provinciales y distritales y las nuevas formas de vida que se vienen imponiendo entre su población, o la explosiva aparición de pequeñas —y, probablemente, poco formales— empresas financieras como las cooperativas de ahorro y crédito que ofrecen tasas de interés a los depósitos por encima de cualquier lógica, no generan mucha atención de parte de quienes analizan los cambios en la región. Intentamos aquí, en ese contexto, otra mirada sobre esta sociedad que después de 20 años adquiere contornos no esperados.

Uno de los cambios más notorios es el demográfico. Durante el periodo de la violencia, entre 1981 y 1993, la población total de la región decreció en 2%; pero en el periodo intercensal 1993-2007 había aumentado en 27%. Una ciudad como Ayacucho, que en 1981 apenas se acercaba a los 60 mil habitantes, ahora bordea los 200 mil. Si la violencia ya no genera migración, en este periodo el crecimiento de los espacios urbanos se explica por las dinámicas económicas desencadenadas. Así, mientras que en 1981 la población rural era casi el doble de la urbana, 20 años después la proporción prácticamente se ha invertido, y la tendencia es al crecimiento acelerado de las poblaciones de las ciudades. Como se ha indicado, el notorio incremento de los centros urbanos ya no se debe al proceso de desplazamiento por razones políticas, como en el periodo anterior; ahora la dinámica urbana obedece, entre otros factores, al desarrollo de las vías de comunicación y las ventajas que supone la conectividad: buena parte de quienes viven en las ciudades más importantes son aquéllos que ahora pernoctan en ella y se desplazan a la zona rural para realizar sus labores cotidianas como agricultores, jornaleros o mineros informales. Para los jóvenes rurales que cursan estudios secundarios, la necesidad de acceder a la educación superior los lleva a migrar a urbes como Ayacucho, Huanta o Puquio, en el sur, con el fin de posicionarse mejor en sus aspiraciones a la educación superior. Las tasas de escolaridad han mejorado, y las expectativas por acceder a la educación van a la par de la numerosa oferta de universidades e institutos técnicos de las principales ciudades de la región.

Existe también otro proceso, todavía poco estudiado y comprendido en el caso ayacuchano: la migración de profesionales y técnicos desde ciudades de la costa hacia las urbes del interior, que incluyen a centros mineros, caminos en construcción en la región y otras obras de infraestructura. Este nuevo segmento, que labora en bancos y otras instituciones estatales y privadas, ha dinamizado el consumo en las ciudades e incluso en las capitales distritales. Estilos de vida nuevos, que por imitación se extienden hacia otros sectores, contrastan nítidamente con los años previos a la violencia y durante ella, cuando la crisis económica y el temor cotidiano hacían impensables otras formas de consumo.

El dinamismo demográfico y el consumo también se han intensificado en el VRAEM; el narcotráfico y otras actividades menos ilícitas explican en buena medida el crecimiento explosivo de pueblos como Llochegua, Santa Rosa o Sivia. El peso poblacional y la actividad económica se hallan a la base de las demandas cada vez más insistentes por una mayor autonomía administrativa y hacen vislumbrar la posibilidad de generar una nueva región conformada por distritos que actualmente pertenecen a Junín, Ayacucho y Cusco.

No sorprende, entonces, que alrededor de los gobiernos locales y los gobiernos regionales, como el de Ayacucho, se hayan organizado densas redes clientelistas para conseguir beneficios económicos personales y familiares

A los cambios poblacionales mencionados se añaden aquéllos de carácter económico, como la disminución de los índices de pobreza y el crecimiento de las actividades comerciales. Si la primera afectaba hace 20 años a prácticamente el 90% de la población del departamento, con las excepciones de las provincias de Huamanga, Huanta y La Mar (espacios vinculados a la producción y circulación de capital proveniente del narcotráfico), para el año 2012, según el INEI, alcanza al 52% de la población de la región. (Cifra todavía bastante alta, pero que contrasta con los evidentes signos de aumento de poder adquisitivo de algunos sectores como los comerciantes y funcionarios estatales de las provincias donde se ubican las ciudades más importantes de Ayacucho.) El PBI regional prácticamente se ha duplicado con respecto al año 1994, pero ello contraviene el poco dinamismo de la agricultura (legal), cuya contribución al PBI se mantiene constante. El sector que más ha crecido es el de la construcción, seguido del de servicios, especialmente del Estado. Nos atrevemos a sugerir que el dinamismo de la producción de coca (que no entra en las estadísticas oficiales) explicaría en buena el incremento del sector construcción.

El crecimiento de los servicios gubernamentales y la inversión estatal en infraestructura siguen siendo importantes para la economía ayacuchana. Sin embargo, esto no expresaría sino sus propias limitaciones: la economía formal de la región sigue dependiendo de la actividad pública antes que de la privada. Los discursos sobre emprendimiento empresarial que se han vuelto tan comunes y machaconamente repetidos en los medios de comunicación, no logran ocultar una situación evidente: la dependencia de buena parte de profesionales y no profesionales de la actividad gubernamental.

No necesitamos hacer mucho esfuerzo para darnos cuenta de que esta dependencia modela no solo los imaginarios sobre el desenvolvimiento ocupacional, sino que genera además expectativas referidas a la participación política con candidaturas a las elecciones regionales y locales como un medio de acceso a los recursos gubernamentales. La política, despojada de cualquier otra consideración moral, se convierte en un instrumento para el emprendimiento personal y no colectivo. Además, la crisis institucional que aqueja a los partidos tiene un impacto mucho más fuerte en las precarias y poco consolidadas agrupaciones locales y movimientos regionales. Así, llegar a una instancia de gobierno local y regional se convierte en una estrategia de emprendimiento económico antes que en la implementación de un programa político.

No sorprende, entonces, que alrededor de los gobiernos locales y los gobiernos regionales, como el de Ayacucho, se hayan organizado densas redes clientelistas para conseguir beneficios económicos personales y familiares. Por esto la corrupción salpica permanentemente a las diversas instancias de la administración pública. Este proceso, que podemos considerar como la privatización de la esfera pública, camina paralelo al aumento de la inversión del Estado en la región. Cada día la población ayacuchana se entera de denuncias (con pruebas o sin ellas) de los manejos no lícitos de la inversión con fondos estatales. Éstos constituirían el botín de los “emprendimientos” personales para desviar parte de los recursos hacia otros fines.

No queremos decir con esto que la inversión estatal no ha alcanzado los fines propuestos. Efectivamente, varios indicadores, como los de salud y educación, a pesar de no entrar en el rango de lo espectacular, nos muestran una mejoría de ambos sectores, aunque lentamente. Programas exitosos como la lucha contra la mortalidad materno-infantil o el de las becas educativas para acceder a la Educación Superior, incluyendo aquéllas que constituyen una forma de reparación a las víctimas de la violencia, deben ser tomados en cuenta; sin embargo, estos programas se ven opacados por aquellas inversiones en las que la corrupción es transversal a sus componentes.

La corrupción en el gasto público corre paralela, entonces, con aquélla que proviene de la actividad ilegal, principalmente la producción y comercialización de la coca, o la minería ilegal e informal, que se asienta sobre todo en las provincias del sur de Ayacucho. Es probable que ambas se intersequen en determinados momentos, aquéllos que corresponden a procesos electorales en los que el financiamiento de las campañas para asegurar elecciones o reelecciones resulta importante para convencer a una población seducida con la nueva ideología del emprendimiento económico.

A 20 años del fin de la violencia en Ayacucho, estamos sin duda frente a una sociedad que ha cambiado bastante, que probablemente ya no se reconoce en aquélla de los tiempos violentos. Falta, ahora, tomar conciencia de que no se puede avizorar un futuro mejor si predominan la falta de institucionalidad, la economía ilegal y la corrupción.