El derecho no es tan discreto

Vargas Llosa –a diferencia de López Albújar, Ciro Alegría, Julio Ramón Ribeyro o Manuel Scorza –no ha tenido el mundo del derecho como un tema destacado entre sus “demonios”. Ha aludido ocasionalmente a jueces, juicios y abogados. Pero no se ha preocupado de profundizar en esa temática.
Acaso Conversación en La Catedral constituyera una relativa excepción. En esa novela, nuestro premio Nobel perfiló dos tipos de abogado, ambos exitosos. El primero es un profesional vinculado a la política y el poder; en la culminación de esa vía hacia el éxito, aparece en la novela “el doctor Ferro”, quien formula recomendaciones a los cabecillas de la dictadura a cuyo servicio se desempeña. El segundo tipo de abogado, que en la narración personifica “Jacobo”, simplemente se halla apegado al éxito económico.
Desde ese interés ocasional, llama la atención que el derecho como asunto sea objeto de repetidas alusiones en El héroe discreto, la novela más reciente de MVLl. No es que llegue a ser un tema central en la narración pero las frecuentes –y decisivas– apariciones de procesos judiciales, jueces y abogados revelan cierta mirada del autor sobre ese mundo particular del derecho, que en la universidad él conoció sólo pasajeramente.
Los asuntos judiciales asedian a los protagonistas de la trama. Pero sus visiones acerca de lo que es ir a juicio no son las mismas. Así, Ismael, un empresario limeño de fortuna, anticipa la posibilidad de un juicio con calculada serenidad: “Habrá que untar muchas manos entre jueces y tinterillos, por supuesto. Yo tengo más dinero que ellos, de manera que no me ganarán el pleito”. Esto es, una confrontación judicial es simple si se tiene dinero para afrontarla.
En cambio, Felícito, un provinciano que desde un origen modesto ha llegado a ser próspero empresario, tiene del mismo asunto una visión sombría: “mi abogado, dice que tal vez tengamos que ir a un juicio. Lo que significa que yo saldré perdiendo en cualquier caso.” Un amigo cercano refuerza sus temores con un argumento inquietante: “La mafia es muy poderosa, está infiltrada en todas partes, empezando por el Gobierno y los jueces.”
El balance no es muy diferente del que ofrecen otros narradores peruanos: la justicia es impredecible, los jueces son probablemente corruptos y los abogados maniobran a como dé lugar para lograr aquello que sus clientes buscan
Un oficial de policía contribuye a sembrar incertidumbre en Felícito, al adjudicar a las maniobras del abogado defensor de la otra parte –el inculpado– el posible desenlace del proceso: “Pudiera ser que su abogado le fije otra estrategia y desmienta todo, alegando que su confesión es nula porque fue arrancada por medios ilícitos.” Ante lo cual, el protagonista atina a preguntar por la pena: “¿Cuánto tiempo le darán?”. El policía reafirma su premisa: “Dependerá del abogado que lo defienda y de lo que pueda gastar en su defensa”. De los profesionales que intervengan, y sus argucias, parece depender todo. Al explicar a una amiga que los dos responsables de su desgracia pueden quedar en libertad, Felícito exclama: “¿Te das cuenta de lo que es la justicia en este país?”.
En la misma dirección, otro de los personajes muestra su decepción con la justicia cuando, ante los excesos de la prensa de los que es objeto, proclama: “Y no sirve de nada meter juicios, acciones de amparo”.
Rigoberto, abogado él mismo, gerente en trance de jubilación, se ve obligado a comparecer en un juzgado. La descripción de la escena que hace MVLl parece corresponder a otra época: “El juez era un hombrecillo menudo y escurrido, vestido pobremente; hablaba sin mirar los ojos de su interlocutor, con una voz tan baja e indecisa que el disgusto de don Rigoberto aumentaba por minutos. […] Había un amanuense acurrucado entre el juez y la pared, con la cabeza sumergida en un enorme legajo” Pero, ahí mismo, el personaje concluye en que todo el trámite es un ritual inútil: “El magistrado, por su parte, contaba apenas con una libretita en la que, a ratos, hacía un apunte tan veloz que no podía ser ni siquiera una apretada síntesis de su declaración. De modo que este interrogatorio era una farsa que sólo servía para amargarlo.”
Una suerte de amargura también asoma en él cuando su hijo adolescente le recuerda su pasión por el arte antes de preguntarle “¿por qué te hiciste abogado”. El experimentado ejecutivo limeño confiesa: “Por cobarde, hijito” y se explica: “Por falta de fe en mí mismo […] Fue por cobarde, es la triste verdad.” Esa amargura tiende a convertirse, como en el caso de varios protagonistas, en incertidumbre cuando el abogado que lleva su caso lo tranquiliza pero sólo relativamente: “La acción judicial contra usted no tiene sentido ahora […] Pero nunca se sabe con nuestros jueces.”
El balance no es muy diferente del que ofrecen –algo simplificadoramente– otros narradores peruanos: la justicia es impredecible, los jueces son probablemente corruptos y los abogados maniobran a como dé lugar para lograr aquello que sus clientes buscan. Finalmente, la solución que encuentra para sus problemas el héroe discreto pasa por las manos de un abogado, “un profesional modesto pero efectivo, nada carero”, que le prepara adecuadamente la documentación necesaria. No es mucho para reivindicar el papel de la profesión. Pero algo es.