Para mal y para bien

En las últimas dos décadas los Estados Unidos han cambiado en aspectos fundamentales. Las exageradas expectativas de los años 90 dieron paso, en la primera década del nuevo milenio, a un creciente cinismo, a la discordia política y a la división. Sin embargo, hay algunos desarrollos positivos, por lo que la esperanza no se pierde del todo. Hace casi nueve años, los Estados Unidos sufrieron un ataque terrorista cuyas ramificaciones se dejan sentir todavía hoy, y probablemente seguirán marcando a la sociedad estadounidense en los años venideros. Es imposible comprender las dos guerras en curso, Irak y Afganistán (ya la más larga de la historia de los Estados Unidos) —por no hablar de frecuentes ataques militares en Pakistán—, sin reconocer cómo se destrozaron la inocencia y la percepción de invulnerabilidad el 11 de septiembre del 2001.
Y, sin embargo, la guerra en Afganistán es cada vez más impopular, y su resultado, incierto. La llamada “guerra contra el terror”, lanzada con bombos y platillos por George W. Bush, es ampliamente cuestionada y su significado resulta cada vez menos claro. Hay una gran confusión sobre el papel de los Estados Unidos en el mundo y sobre las necesidades y prioridades del país. Ése es precisamente el vacío que la sociedad estadounidense y gran parte del mundo suponían sería cubierto por Barack Obama cuando se convirtió en Presidente en enero del 2009.
Los Estados Unidos no siempre han estado en posición de tratar de llenar un vacío en su visión y sus políticas. De hecho, con todos sus costosos y a menudo trágicos errores (muchos de ellos en América Latina y el Caribe), la Guerra Fría proveía de un cierto grado de coherencia conceptual y claridad para las decisiones de los Estados Unidos en el mundo. Justificada o no, la sociedad estadounidense estaba impulsada por una batalla ideológica y decidida a derrotar al comunismo. Esa motivación, ese impulso, tenían prioridad sobre cualquier otra cosa.
En la década de 1990, primero bajo la Administración de George H. W. Bush y luego durante la mayor parte de la era Bill Clinton, los Estados Unidos parecían dominar la situación, después de la implosión del imperio soviético que dejó lo que algunos analistas describen como un mundo “unipolar”. Quizá la expresión más elocuente de este momento está en el clásico de Francis Fukuyama The End of History, publicado en 1992, que celebraba el triunfo de la democracia y el capitalismo en todo el mundo.
En este contexto se produjo un gran optimismo sobre el mundo post-Guerra Fría, un periodo que se creía de manera extendida rendiría un “dividendo de paz” y sería testigo de la construcción de un “nuevo orden mundial”, anclado en la cooperación multilateral y la profundización de las democracias —con los Estados Unidos a la cabeza, a través del ejemplo y la diplomacia ilustrada—. Por supuesto, con el tiempo quedó claro que el estado de ánimo nacional de este extraño interregno era ilusorio e ingenuo y daría paso a un desorden mundial, ferozmente contencioso y conflictivo.
En su reciente libro, The Icarus Syndrome: The History of American Hubris, el comentarista político Peter Beinart argumenta de manera convincente que fueron precisamente las sucesivas “victorias” a partir del final de la Guerra Fría —comenzando con la invasión militar de los Estados Unidos a Panamá en 1989, la Guerra del Golfo bajo Bush (padre) en 1991, continuando con Haití, Bosnia y Kosovo en el periodo de Clinton— las que sentaron las bases y crearon la percepción de que los Estados Unidos tenían un poder prácticamente ilimitado para rehacer el mundo y conseguir cualquier objetivo de política exterior que quisieran. Esta arrogancia estaba en su apogeo cuando ocurrieron los ataques terroristas en los Estados Unidos, y ayuda a entender el porqué el país se embarcó en uno de los peores desastres de política exterior en su historia, la terriblemente equivocada guerra en Irak. George Bush, quien irónicamente había prometido en la campaña presidencial del 2000 una política exterior más “humilde”, lideró la desastrosa y unilateral aventura en Irak.
Por supuesto, Obama y su mensaje de esperanza representaron una visión alternativa y convincente de cambio. Sin embargo, Obama heredó una situación terrible. No solo dos guerras y la credibilidad de los Estados Unidos en sus niveles históricamente más bajos en el mundo, sino además una crisis económica que corría el riesgo de convertirse en otra Gran Depresión. El colapso del mercado de la vivienda fue particularmente devastador para muchos estadounidenses, cuyo principal capital estaba en su casa, por mucho tiempo considerada una inversión segura para el futuro. Wall Street se sumó a Washington como blancos del resentimiento y desprecio generalizados. Sentimientos que este año se vieron agravados por la negligencia de BP, en el sin precedentes desastre ambiental y económico en el Golfo de México.
Hay una gran confusión sobre el papel de los Estados Unidos en el mundo y sobre las necesidades y prioridades del país.
En todos estos casos, Obama quedó atrapado en una posición muy difícil. Por un lado, ha tenido que ser contundente en criticar a Washington, Wall Street y BP, pero, al mismo tiempo, necesitaba trabajar con todos ellos para resolver los problemas de los que eran responsables. Si él no era lo suficientemente contundente, se alejaría de su base demócrata; pero si era demasiado duro, antagonizaría con algunos pilares fundamentales del stablishment, cuya cooperación le es crucial para llevar a cabo su agenda con éxito.
Como resultado, a pesar de que logró evitar otra depresión y mejorar la imagen y posición de los Estados Unidos en el mundo, muchos estadounidenses se sienten decepcionados. El desempleo, casi de 10%, sigue siendo alto, y los frutos de la “ley de estímulo” y de la reforma de salud no están claros. De cara a las elecciones legislativas de noviembre, el entusiasmo está del lado de los republicanos, que sin duda ganarán escaños en el Congreso y pueden lograr la mayoría en la Cámara de Representantes.
De hecho, Obama también heredó un sistema político cada vez más disfuncional, marcado por un mayor rencor partidista y una notable ausencia de moderación y espíritu de compromiso. Pese a todas las cualidades de Obama —y su promesa de cambiar “la política de siempre”—, no ha sido capaz de solucionar este problema, que ha ido empeorando en los últimos dos decenios.
La tarea de gobierno de Obama se ha hecho complicada, también, por otras tendencias de largo plazo. Nadie se refiere a la preeminencia de los Estados Unidos en el mundo de hoy, sin mencionar el papel fundamental de China, así como el poder creciente de otras potencias regionales como India, Rusia y Brasil. Los Estados Unidos pueden no haber disminuido en términos absolutos, pero sí en su peso relativo, como afirma Fareed Zakaria en The Post-American World. El activismo de Brasil en asuntos globales tan sensibles como el programa nuclear de Irán habría sido difícil de imaginar hace dos décadas. La capacidad de Washington para incidir en diversas situaciones en el mundo —desde Israel hasta Afganistán y, aun más cerca de casa, en Honduras— ya no es tan fuerte como al final de la Guerra Fría.
Los cambios en el balance de poder en el mundo —y la posición de los Estados Unidos en ese escenario— han contribuido a la creciente ansiedad en el ánimo público, lo que se refleja en dudas profundas de la sociedad sobre el libre comercio y la inmigración (la reciente y controvertida ley de Arizona es un ejemplo de este tipo de reacciones). Estas preocupaciones ayudan a explicar por qué algunos de los objetivos (por ejemplo, el Área de Libre Comercio de las Américas) propuestos por Washington a principios de 1990 se vieron frustrados. Hace dos décadas, dichos objetivos parecían realistas; hoy parecen simples fantasías.
Obama también ha tenido que enfrentar y tratar de corregir otra tendencia de largo plazo en la sociedad estadounidense: la creciente desigualdad económica y social. Las estadísticas varían, pero nadie discute que en las últimas tres décadas la brecha entre ricos y pobres ha aumentado y que ello plantea un problema importante para la sociedad. Las agudas desigualdades afectan el crecimiento económico y son caldo de cultivo para resentimientos sociales, que afectan profundamente la calidad de vida en los Estados Unidos.
Estos retos han puesto a prueba las formidables habilidades de Obama para resolver problemas. Hay, sin embargo, algunos aspectos muy positivos en un panorama que, de otro modo, sería solo desalentador y que revelan hasta qué punto los Estados Unidos han avanzado desde 1990. Es difícil imaginar así que Obama, el primer afro-americano en ser Presidente de los Estados Unidos, hubiese tenido la oportunidad de ser elegido hace dos décadas. Las actitudes de los estadounidenses en cuestiones sociales como raza, y en particular respecto del matrimonio entre personas del mismo sexo, son cada vez más tolerantes, un cambio especialmente evidente entre los jóvenes. Por cierto, dicho prejuicio no ha desaparecido y es un factor en la reacción actual contra Obama, pero las encuestas de opinión pública dan cuenta de un progreso notable que merece ser celebrado.
Otro hecho relevante en la vida americana es la creciente población latina que ya constituye el mayor grupo minoritario en los Estados Unidos. Desde 1990 hasta el 2010, esa población ha aumentado de poco más de 22 millones a casi 48 millones (del 9% a casi el 15% del total de población de los Estados Unidos). La influencia de América Latina en todas las esferas de la vida americana (que se refleja, por fortuna, entre otras cosas, en la proliferación de restaurantes peruanos) es palpable. En cada sucesiva elección hay más y más énfasis en la importancia del “voto latino”. Los latinos son ya una fuerza política que debe ser tomada en cuenta.
Otro cambio positivo de estos años (no sin relación con la creciente “latinización” de los Estados Unidos) es el progresivo interés y aprecio por el “juego bonito” en la sociedad estadounidense. Nunca una Copa del Mundo ha sido vista por más estadounidense, y con mayor entusiasmo. Nunca un equipo de fútbol estadounidense ha sido más vitoreado y aplaudido. Al menos en este aspecto fundamental, los Estados Unidos están cada vez más alineados con el resto del mundo.
Es imposible comprender las dos guerras en curso, Irak y Afganistán, sin reconocer cómo se destrozaron la inocencia y la percepción de invulnerabilidad el 11 de septiembre del 2001.