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El sueño de Bolívar: el poder vitalicio

(Foto: Noticias24)

En el comienzo fue Bolívar. Luego de proponer, sin éxito, instituciones vitalicias en Venezuela y Colombia, en 1826 logró incluirlas en la constitución del país que adoptó su nombre en homenaje manifiesto: Bolivia. Con ocasión de ese texto, don Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco, conocido como el libertador Bolívar, escribió: “El presidente de la República viene a ser en nuestra constitución como el sol que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas”.

¿A qué se refería el libertador como “sistemas sin jerarquías”? Tal vez aludió de ese curioso modo a la democracia. En todo caso, el sueño de Bolívar incluyó el presidente vitalicio como eje de todo. Pero el despertar no tardó. Cinco años después de entrar en vigencia, la constitución boliviana fue sustituida. Y la “constitución vitalicia” que también fue adoptada en el Perú duró apenas siete semanas.

Si el presidencialismo que ha cultivado sin tregua América Latina es tributario del centralismo colonial, la propuesta de una fórmula intermedia entre monarquía y república tomó cuerpo en la figura de un presidente vitalicio que, sin duda alguna, fue concebida a imagen y semejanza de un rey como el desplazado por las declaraciones nacionales de independencia. El argumento dado por personajes como el tucumano Bernardo de Monteagudo –asesor de San Martín, primero, y de Bolívar después– consistía en que el nuevo sistema político necesitaba una figura central fuerte para evitar el riesgo de que la república desembocara en la anarquía.

Las constituciones que recogieron la fórmula no duraron. Pero la idea perduró en líderes y ciudadanos como la aspiración a contar con una figura providencial, un salvador, un hombre (no una mujer, claro) que podía tener (o no, según las circunstancias) origen electoral pero debía permanecer en la cúspide del poder hasta su muerte, lamentable momento para el que –como previó Bolívar para la constitución boliviana y procedió luego Chávez en Venezuela– debería haber designado un sucesor.

En Argentina la lista de aspirantes a la pervivencia en el poder es larga: quizá empezó en 1829 con Juan Manuel de Rosas y llegó a su punto más alto a mediados del siglo XX con Juan Domingo Perón, de quien Néstor Kirchner fue apenas un reflejo distante. En el Perú Augusto Bernardino Leguía fue la más clara representación del personaje de este tipo en el siglo pasado, pero ha habido –y aún hay– más de un pretendiente.

Todos los regímenes llamados –algo abusivamente– populismos han girado en torno a estos redentores de la patria. Desde el punto de vista legal, el obstáculo principal erigido fue la prohibición de la reelección, que la Revolución Mexicana consagró como garantía de supervivencia del régimen político, al evitar una fuente de conflicto entre los múltiples caudillos con apetito de perpetuarse en el gobierno.

En los años noventa, Carlos Saúl Menem en Argentina y Alberto Fujimori en el Perú promovieron desde el gobierno –por diferentes vías– una reforma constitucional para hacer posible la reelección que mantuvo a ambos durante diez años en el ejercicio del poder.

Los gobiernos “bolivarianos” de hoy en día son, en lo tocante a este tema, herederos cabales de la fantasía del libertador. En dirección hacia la presidencia vitalicia han dado pasos progresivamente. El inicial ha sido convencer a la opinión pública de la imprescindible necesidad de sustituir la constitución como primera piedra de una refundación nacional. Venezuela, Bolivia y Ecuador se inscribieron en esa ruta, afirmada sobre la creencia de que el cambio de la realidad pasa por cambiar las leyes y pavimentada por la ingenuidad ciudadana y el cinismo de los líderes. No logramos aprender la repetida lección que la historia nos enseña al respecto.

En medio del alboroto y el bullicio que acompañan a la discusión constituyente en torno a diversos asuntos, lo importante –para los aspirantes a gobernantes vitalicios– es la aprobación de un solo artículo: el que los faculta a la reelección inmediata. En el texto constitucional de inicio, esa renovación del mandato gubernamental resulta autorizada por una sola vez. Consumada la primera renovación de mandato, en los tres países “bolivarianos” se ha recurrido a alguna fórmula tramposa para ir a una reelección adicional.

En Venezuela, Chávez abrió el camino. Elegido en 1999, promovió la aprobación de una nueva constitución, con base en la cual fue a una nueva elección que le permitió iniciar un segundo periodo en 2001. Seis años después fue reelegido para un tercer periodo; inmediatamente, promovió una reforma constitucional que abría paso a otra reelección pero su propuesta fue derrotada junto a varias reformas sometidas a consulta popular. En 2009 el gobierno realizó otro referéndum que tenía como único tema autorizar sin límites la reelección del presidente; la propuesta resultó aprobada y Chávez, reelegido nuevamente pese a su estado de salud, inició en 2013 un periodo más, que no pudo concluir. Su muerte le impidió completar 15 años en el poder.

En Bolivia, Evo Morales fue elegido en diciembre de 2005 y, siguiendo el ejemplo de Chávez, promovió una nueva constitución con base en la cual fue a una nueva elección en 2008. En 2013 se dictó por la Asamblea Legislativa una ley interpretativa que disponía que los dos periodos sucesivos, autorizados constitucionalmente, se contabilizaran a partir del dictado de la constitución y que, en consecuencia, el primer periodo de gobierno de Evo Morales no contara a los efectos de una nueva reelección. El Tribunal Constitucional Plurinacional, en una decisión tan vergonzosa políticamente como impresentable jurídicamente, confirmó la constitucionalidad de la interpretación. En octubre de 2014 Morales fue elegido por tercera vez, de modo que llegue a completar 14 años en el poder.

En Ecuador se va ahora mismo a una reforma constitucional para que Rafael Correa –quien lleva ya siete años en el cargo– sea elegido para un cuarto periodo. A tal efecto, la incondicional Corte Constitucional ratificó en octubre de 2014 la interpretación gubernamental de que esta reforma no requiere ser aprobada en referéndum sino que basta que la apruebe la Asamblea Legislativa, en la cual el partido de gobierno avala sin chistar todo lo que Correa dispone. El líder no se expone así al desaire popular que podría significarle un No como resultado de una consulta popular.

Salvo que los ciudadanos –o el azar– lo impidan, una reforma constitucional próxima probablemente admita en ambos países, como en la Venezuela de Chávez, la reelección indefinida, que será la denominación adoptada por la presidencia vitalicia. El sueño de Bolívar hecho realidad.

Ciertamente, hay variantes de la fantasía vitalicia que no pasan por cambios constitucionales. Una, que es reciente, consiste en alternar en la presidencia a marido y mujer. Un ataque al corazón impidió a Néstor Kirchner aspirar este año a la sucesión de su mujer, Cristina, que lo había sustituido a él a fines de 2007 y fue reelegida cuatro años después. En Guatemala, el presidente Álvaro Colom en 2011 llegó al extremo de divorciarse de su mujer, Sandra Torres, para que ésta pudiera candidatear a la presidencia sin el impedimento legal correspondiente al vínculo conyugal. La jugada fue demasiado burda y el electorado descartó a la recién divorciada. En el Perú “la pareja presidencial” quizá hubiera intentado el recambio en 2016, de no ser por lo mal que ha ido la popularidad de ambos en los últimos tiempos.

La otra variante es la reelección con alternancia. Aunque no supone ningún truco legal, pone igualmente de manifiesto ese apetito de poder, al parecer insaciable, que ha llevado a tantos políticos latinoamericanos a una segunda elección; y que en el caso de Alan García parece destinarlo a buscar la tercera. El enriquecimiento puede ser o no el propósito principal; no parece haberlo sido en el caso de Óscar Arias en Costa Rica o el de Michelle Bachelet en Chile, aunque un “hijo de mamá” se haya aprovechado de las relaciones que pueden establecerse desde La Moneda. Lo que sí es un ingrediente principal en todos es el ánimo de disfrutar la capacidad de decidir sobre otros; esto es, el poder como tal, que se impone para grandes decisiones o simples minucias; de unas y otras goza el político, siempre a la búsqueda de esa droga a la que es adicto y que lo lleva a soñar con perpetuarse en una presidencia vitalicia.

A favor de la adicción y el sueño concurre una ciudadanía que, en unos casos, mantiene viva la esperanza de encontrar a su gran bienhechor para encumbrarlo como vitalicio y, en otros, se resigna ante un pobre menú de ofertas electorales y decide votar por el malo conocido. Por eso aún vivimos en la perversión del sueño de Bolívar.

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