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El periodismo, el país y yo

El origen de mi vocación periodística comporta una paradoja. Y casi cuarenta años después, concluyo que se trata de una vocación en grado de pasión. Todo indica que fui formado en la idea madre de que lo correcto, o sabio, era domeñar las pasiones, y eso, no por linaje sino por instinto o por los azares de la vida.

La paradoja reside en el hecho de que esta vocación se manifestó cuando era yo un púber, a mediados de la década de 1970, y gobernaba el Perú la última dictadura militar: sí, las libertades de expresión y de prensa me sedujeron en una circunstancia histórica en que la intelligentsia del país no las tomaba como valores absolutos.

Comenzada la década del 70, los diarios Expreso y Extra fueron confiscados por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, lideradas por el general Juan Velasco Alvarado. Y pocos años después, como parte de un plan universal de sometimiento de los medios, Expreso fue adjudicado al “sector Educación” y su vespertino, Extra, al “sector de la Juventud”: allí comienza mi avatar periodístico corriendo en paralelo con mi sino vertebral: la literatura. Iba a cumplir 14 años de edad.

El Comercio, por ejemplo, fue entregado al campesinado. Y La Prensa, si no me equivoco, a las “Comunidades Industriales”, una inspiración de aquel régimen socializante. Qué tiempos aquellos. Estas intenciones nunca se cumplieron a cabalidad. Pero voluntariosamente, supongo, los eventuales directores de Extra convocaron con presteza a “corresponsales juveniles”, y acudí “agilito para entrar en el Parnaso” de la prensa nacional (parafraseando un manifiesto de los poetas de Hora Zero, coetáneos de aquella “revolución”) y me hice acreditar como corresponsal no solo de mi Colegio Nacional barrioaltino, sino también de los Scouts Peruanos.

No será gratuito recordar que justo en los previos de estos episodios históricos, yo, como guía de la patrulla Águilas del Grupo scout Lima 96 del convento de San Francisco, había organizado un concurso de periodismo para todos los boy scouts del país con el auspicio justamente del diario La Prensa, y, en particular, de una columna de servicios titulada “A sus órdenes La Prensa”, cuyo editor era Luis Alberto Guerrero. Ése fue, en realidad, mi primer gran contacto con una redacción. La ceremonia de premiación de aquel certamen se llevó a cabo en la Federación de Periodistas del Perú, en la avenida Abancay, que intentaba por entonces ‘pararle los machos’ a la dictadura y sus envestidas contra la prensa, según entendí después.

Mis padres veían aterrados cómo pasaba mis tardes y noches apurando artículos en los que empleaba palabras que a veces ellos mismos desconocían, en lugar de salir a jugar. Analizando en frío, tenían razones de peso para inquietarse. Me publicaron unas cuantas cositas, ya casi no recuerdo. Pero lo culminante fue una “denuncia” que documenté, fundamenté y redacté sobre los malos manejos de la directiva del Comité de Adultos de mi grupo scout. Una cohorte familiar que yo consideraba se había enquistado en el poder.

La noticia tuvo hasta titular de primera plana. Mi candoroso grito de indignación, limitado al acontecer de mi grupo, fue convertido por Extra en un escándalo que involucraba a toda la Asociación Nacional de Scouts Peruanos y exigía que se la intervenga. Con razón habían mandado reportero gráfico y todo a casa para hacerme fotos, lo que me había extrañado, pues ya no era tan ingenuo como para no darme cuenta de que no se sacaban fotos de los autores de las notas.

Esa misma tarde tuve la visita inesperada de Daniel Tagata, secretario ejecutivo nacional del escultismo peruano, a quien conocía bien y respetaba, y quien con la más admirable serenidad oriental, y como si me leyera la mente, me explicó que habían tergiversado mis atendibles denuncias, concernientes al Grupo de San Francisco, para dañar y precipitar la intervención en todo el movimiento, máxime cuando un “enemigo” del régimen, el belaundista Elías Mendoza Habersperger, era nuestro actual Jefe Scout Nacional.

Me propuso una carta notarial aclaratoria, que recuerdo vagamente pero que —me parece— fue precisa y prudente y que, en efecto, unos días después Extra publicó en caracteres casi imperceptibles. Aunque ya bordeando los 15 años las incertidumbres filosóficas e ideológicas de la adolescencia me asaltaban, mi querencia inmediata era todavía el escultismo y nunca más volví a Extra, ni tampoco volvieron a buscarme.

En 1977 postulé a San Marcos, mi sueño, a la Facultad de Letras (más precisamente, al programa de Literatura). El examen de ingreso fue anulado al descubrirse aquella vez el escandaloso fraude maquinado por altas autoridades de la cuatricentenaria. Ya lo he contado: creo que aquello me sumió en mi primera crisis depresiva. El “derrumbamiento catastrófico de la fe”, que me diagnosticó hace pocos años un amigo, brillante psiquiatra y psicoanalista, quizá no se produjo en mí aquí cerca, sino entonces.

Mis padres veían aterrados cómo pasaba mis tardes y noches apurando artículos en los que empleaba palabras que a veces ellos mismos desconocían, en lugar de salir a jugar. Analizando en frío, tenían razones de peso para inquietarse.

Me había acostumbrado a pergeñar escritos en publicaciones de mediana importancia, y lo hice mientras esperaba la nueva convocatoria sanmarquina y en paralelo postulé también al Instituto Superior de Periodismo “Jaime Bausate y Mesa” (así se escribía por entonces), donde ingresé con el segundo puesto.

Por esos días surgió una controversia con una selección de fútbol sub-17 que participaba o se preparaba para no sé qué torneo. Una de las estrellas había sido compañero mío en la secundaria, el más “viejo” de toda la promoción. Era imposible que tuviera 17. Entonces fui a buscarlo para encararlo con mis evidencias. No aceptó declarar, se indignó por mis pesquisas, pero yo escribí mi segundo “gran” artículo de “denuncia”.

Además fueron apareciendo las pruebas de la falsificación de partidas y de las triquiñuelas de su afamado entrenador. Recuerdo que el reportaje me lo publicó la revista ¡Epa!, cuyo director o jefe de Redacción era nada menos que Marco Tulio Gutiérrez, el ahora famoso revocador. Al año siguiente, al fin, convocaron nuevamente a examen de ingreso en San Marcos y fui admitido, pero ya sin ilusión.

Cuando me embalé en San Marcos con los estudios literarios, dejé el Bausate y Mesa sin remordimientos, pues había ya aprendido los rudimentos del oficio en las redacciones y todo lo que allí se enseñaba me parecía irrelevante. Aun así, le guardo cariño y me alegra que se haya convertido en el prestigioso centro de enseñanza superior que es ahora: Universidad. Y por supuesto que hay aprendizajes y experiencias valiosos que le debo. Por ejemplo, Demetrio Túpac Yupanqui nos enseñaba quechua. Inolvidable.

Por esos años finales de la década del 70, el abogado Humberto Hurtado, afecto a la causa palestina, sacó una revista llamada Tensión. Realidad de América Latina y Medio Oriente. Allí conocí al gran Félix Álvarez o Félix Azofra, español, que era el jefe de Redacción, y también al joven Paco Miró Quesada Rada, a Manuel Bernales y al desaparecido Juan Abugattas, los analistas de la publicación. Entrevisté a Issam Besseisso, allegado de Yasser Arafat y primer representante en Lima de la Oficina de la OLP, que atendía también otros países de la región. Esa entrevista fue quizá mi primer trabajo de cierta envergadura.

Comenzando la década siguiente apareció El diario de Marka, el histórico primer diario de la izquierda: me llevó allí Félix Álvarez a hacer el pliego central de inactuales. Pronto vino a co-dirigir el equipo (que integraban también los poetas Enrique Verástegui y Róger Santiváñez) Guillermo Thorndike. A los pocos meses, un reportaje camuflado que me costó sangre, sudor y lágrimas —literalmente— al infernal penal de Lurigancho, que era aún más dantesco que ahora, fue firmado tal cual por… Guillermo Thorndike: lo puso en su columna “Libertad bajo palabra”, cambiándole apenas el título: “¿Duerme usted tranquilo, general Iglesias?”.

El buen Félix Azofra estaba indignado pero impotente. Yo no dije nada. El periodismo, curiosamente, todavía no me había suprimido la timidez honda. Pero sabía que no podía permanecer al lado de mi “violador”. Por lo demás, el marxismo, el maoísmo y sus practicantes comenzaban a minar severamente mis convicciones íntimas. Entonces tenté ingresar a la revista Caretas y fui acogido allí. Creo recordar que estuve siete meses en El diario de Marka. Y comencé el segundo belaundismo y el retorno a la democracia trabajando en la belaundista Caretas.

Ésta es la primera entrega de un testimonio en que pretendo rastrear —desde mi subjetividad, obviamente— los hitos de una experiencia periodística peruana, la mía, tropezada por la tortuosa historia política de las últimas cuatro décadas, por las inconsecuencias del “gremio” de los comunicadores y, sobre todo, diría yo, viciada por la predominancia de lo que yo llamaría el temperamento criollo-novoandino impregnado de una pasión que, de ser gitana, al menos culminaría en el drama catártico. Pero no. Lo veo —quizá influido por los 21 años que pasé fuera del país— como un círculo roído y aburrido de vendettas e imprecaciones monotemáticas cuyo combustible es el encono y la frustración.

Tanto el adolescente que fui, como el casi cincuentón que retornó, se han sentido con frecuencia asfixiados por la ausencia de ecuanimidad. Quizá es signo distintivo de cierto carácter nacional; pero al ser los medios (diarios, revistas, radio, televisión… ¡y ahora Internet!) la expresión cotidiana de la supuesta realidad, parecería que en el Perú estamos siempre a punto de despanzurrarnos entre nos. No hay reflexión sosegada; hay grito, chilla, titular en rojo, no artículo.

Mi deseo, entonces, es seguir contando cómo fue mi paso por Caretas, El Observador, el naciente Canal 9 de TV; bosquejar la experiencia extranjera (en China, Francia, los Estados Unidos y algunos países árabes y africanos), y mi retorno y paso fugaz de nuevo por la televisión y la radio. Y fundamentar por qué me parece que estamos muy a menudo, los propios periodistas, saboteando la credibilidad, la educación, la cultura, la ética y, por supuesto y en último término, la libertad de expresión y la democracia. Todo eso, sin ánimo de acusación, de descalificación, ni, mucho menos, con rencor o venganza. Simplemente tratar de que del pasional que soy fluya algo de racionalidad.

Entrevista