La apuesta de Verónika

En agosto pasado tuve la oportunidad de conocer a Verónika Mendoza. A ocho meses de las elecciones generales el Perú seguía siendo, por ese entonces, un país sin izquierda aparente. Apenas algunos columnistas se habían limitado a especular sobre la existencia de un espacio para un voto “radical”. Subrayando, no obstante, las escasas posibilidades de que emergiera un liderazgo capaz de capitalizarlo. En esas circunstancias –desde el precario espacio de uno de los posibles “frentes de izquierda” en curso de gestación—consideraba Mendoza la posibilidad de postular a la presidencia de la república. El encuentro al que asistí, precisamente, era para recabar opiniones al respecto de algunos veteranos de las lides políticas y académicas.
¿Dadas las poco propicias circunstancias, estaba dispuesta a hacer el “sacrificio” de asumir tamaña responsabilidad? “Pasar la valla”, lograr una bancada mínima, era, en todo caso, la más elevada aspiración. La conversación, sin embargo, no se limitó a la política. Se habló también de valores y de lo personal; del efecto, inclusive, que asumir dicho compromiso podría tener en su vida familiar. Justificaba su candidatura, más aún, en la necesidad de impulsar una “política distinta”, alejada de la repartija y la componenda, guiada por el imperativo de “representar” al votante con consecuencia y honestidad más bien. Una opción de izquierda, asimismo, que no tuviese que maquillarse u ocultarse; que tuviera la valentía de presentarse como tal en las adversas circunstancias del momento. De todo ello habló Verónika con sencillez y sentido práctico.
Acaso de esas convicciones provenía la seguridad con que, meses más tarde, haría frente al alud que suele aplicársele a todo aquel que asome con posibilidades en las encuestas electorales. A lo que se sumaba, por cierto, una correcta apreciación de la gran novedad del momento; de la movilización contra la “ley pulpín” al explosivo crecimiento de Julio Guzmán la configuración de un inesperado caudal: un votante juvenil en busca de una nueva y más confiable representación.
Dos dinámicas de distinto sino pero igualmente adversas había que sortear en ese punto para proseguir: el fardo de malas prácticas sectarias y caudillistas de la izquierda local, para comenzar; y el recurso de los adversarios, de otro lado, a confinar su candidatura a un pasado por demás intimidante. Basta leer la contratapa del muy difundido texto de Aldo Mariátegui El Octavo Ensayo para calibrar la agresividad de esa operación:
“Aldo Mariátegui no se pregunta cuándo se jodió el Perú sino que se responde quién lo jodíó más. Para el nieto de José Carlos Mariátegui esa fue la izquierda, un fosilizado tumor maligno cuya tóxica ideología (…) ha conducido al país a sus peores crisis, además de ser la responsable del mayor derramamiento de sangre nacional, aún más que en la Guerra del Pacífico. La extinción de la mentalidad de izquierda entre los peruanos –según el autor—es una condición imprescindible para salir del subdesarrollo”.
Si la celebración de las elecciones primarias del Frente Amplio sirvió para confrontar a la primera de estas corrientes adversas, es en cabeza del propio Aldo Mariátegui que obtendría Mendoza una de esas pequeñas victorias simbólicas que –como la “guachita” en el momento preciso al jugador estrella de un rival encumbrado— transmiten a la tribuna el poderoso mensaje de una voluntad ganadora. Me refiero por supuesto a la respuesta en quechua de la candidata ante el cachaciento saludo en francés de su entrevistador y su subsiguiente comentario a la dedicatoria de su libro. “Con la débil esperanza de abrirte los ojos” escribió el columnista. Que tenía “los ojos bien abiertos” le respondió, tersamente, la candidata. Gracias Aldito debe haber pensado Verónika.
Como un desmentido a los intentos que luego vendrían de vincular al Frente Amplio con el terrorismo puede leerse, dos meses después, la votación obtenida por esa organización en algunas de las regiones más castigadas por la violencia. Es el mapa —como ha señalado Nelson Manrique— de antiguas demandas por resolver, fallas geológicas del proyecto republicano que mueven cuando en vez el piso republicano. Expresiones de ese “verdadero Perú” que entreveía González Prada al que, como muchos otros proyectos —incluyendo al aprismo, el acciopopulismo y el propio fujimorismo—, se aproximaron en diversos momentos con una oferta de representación. Efímeros romances invariablemente culminados en gran frustración. Ahí, podría decirse, el gran impasse de la construcción nacional. Ahí el reto —y la posibilidad— de consolidación de la organización liderada por Verónika Mendoza abruptamente convertida en la tercera fuerza política del país por la gracia del voto.
¿Cómo convertir la precaria organización de un frente nacido de un valiente acto de voluntad en un eficaz instrumento de acción? ¿Cómo confrontar —más allá de la “política de la memoria” — a la hegemonía fujimorista? ¿Cuál el sentido y cuál el horizonte, en suma, de la “nueva política” que se propone? Preguntada por Fernando Vivas si reivindicaba la tradición de la izquierda de los 80, respondió Mendoza positivamente; añadiendo, sin embargo, que es la suya una “nueva generación” que aspira a construir su propia tradición. Una generación “con planteamientos propios, mayor democracia, menos caudillismo, reconocimiento de la diversidad del país como su principal riqueza”.
Una generación, diría yo, que desembarazándose de una fallida “historia de la izquierda” recobra el hilo perdido de una “tradición radical” que nunca se resignó a la “república de las mentiras” o al “pacto infame de hablar a media voz” (González Prada). Descubriendo, a partir de ahí, el sentido radical de la democracia cuando es activada por una fuerza comprometida en expandirla y profundizarla. Un aporte verídico a renovar la política, un riguroso y realista esfuerzo de elaboración programática y una efectiva acción organizativa. Es el mínimo que nosotros los viejos quisiéramos ver.