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Lecciones bolivianas

Crédito: Andina.pe

“Bolivia no está hecha para principiantes” decía el historiador James Dunkerley para describir la historia de revueltas, combates y represión que han caracterizado al país. El drama sureño de los últimos meses puede haber tenido a Bolivia de protagonista, pero también a los países vecinos como personajes clave para la continuidad y expansión de esta tragedia. Pocas veces la coyuntura regional le da al Perú advertencias tan contundentes. Contra el esfuerzo de nuestros comentaristas por mostrarnos distintos o por fingir una supuesta superioridad respecto a nuestros pares andinos, la historia esta ahí – hablándonos fuerte y claro.

 Todo lo sucedido tras la irrupción del líder cruceño de oposición Luis Fernando Camacho y de Jeanine Añez en Palacio Quemado en La Paz parece haber sido escrito con un viejo manual de golpes. Fue de tan viejo cuño que, horas antes de que Añez tomara el poder, los militares salieron en la televisión a dar un mensaje a la nación. Fue un golpe tan tradicional que prohibieron a la mayoría legislativa que sesione para que Añez pudiera juramentar. Se quemaron y cerraron medios de prensa que no eran afines a la oposición. Al poco tiempo de la toma del poder, el gobierno de facto firmó una ley que eximía de responsabilidad a las fuerzas militares en sus operativos. Luego de esto, el nuevo ministro de gobierno anunció el arresto a exfuncionarios del Movimiento al Socialismo (MAS) y la creación de escuadrones antiterroristas para combatir levantamientos en cada región.

 Frente a esto, el Perú, el país que en el caso de  Venezuela dijo estar comprometido con la democracia, la libertad y la paz no ha dicho esta boca es mía. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) condenó las más de 30 muertes de manifestantes en Sacaba (Cochabamba) y en Senkata (El Alto), y la Corte Interamericana de Derechos Humanos criticó el abuso de la violencia de la policía y de las fuerzas armadas. Pese a los fuertes vínculos socioeconómicos con el Estado boliviano, y sabiendo que históricamente la tolerancia a los golpes y a la represión perjudica y desestabiliza a la región entera, el Perú ni un tuit envió. “Sí, pero no” dijo el país cuando tuvo la oportunidad directa de reprobar el golpe. La política exterior en el Perú tiene principios de catarata, a veces ve y a veces se nubla.

 

Y si en materia de política exterior estamos cómodos con el silencio, las lecciones del caso boliviano para nuestra democracia tampoco deberían agarrarnos de principiantes. Frente a partidos e instituciones débiles, la calle y, en particular, los movimientos sociales en Bolivia han sido los encargados de ejercer una tarea de vigilancia. En el pasado, ellos han logrado derogar reformas injustas, organizar protestas masivas e influenciar sobre las decisiones políticas. Su poder aumentó luego de que la constitución boliviana del 2009 les reconociera derechos y favoreciera la participación política de minorías, sindicatos y diversos grupos del mundo rural. Por mucho tiempo, desde las ciencias sociales muchos creímos que el rol fiscalizador de los movimientos en Bolivia suplía en gran parte los controles que no existían en las instituciones democráticas. Estábamos equivocadas. Las calles no bastaron para prevenir la alteración de las reglas electorales que promovió el MAS para habilitar una nueva postulación de Evo Morales y tampoco sirvieron para detener la embestida militar-religiosa que luego daría un golpe de Estado.

 

Para un país como el Perú, donde las protestas y movilizaciones también han servido de contención política y que exitosamente han logrado revertir políticas injustas, el mensaje boliviano es que no podemos delegar todo el poder de supervisión sobre la calle. Nos toca fortalecer los controles institucionales, así como asegurar la autonomía fuera del gobierno de turno de los poderes estatales que tienen injerencia sobre las reglas de la competencia política. De igual importancia es poner frenos tempranos a las viejas y nuevas fuerzas sociales – como militares o policías y agrupaciones religiosas fundamentalistas – que se empoderan en medio del caos político en América Latina. En el caso de las fuerzas del orden, aunque la región parecía haber avanzando en limitar su poder, el rol que han jugado en Bolivia muestra que aún tienen un papel dirimente en los sistemas políticos de la región.

 

Lo peor de Bolivia actualmente no ha sido la represión militar o la persecución. Lo peor es que se volvió a legitimar un discurso de odio contra otros bolivianos.

 

En el caso de las agrupaciones religiosas, este nuevo animal político con presencia en toda la región – incluyendo un presidente predicador en Guatemala – viene posicionándose políticamente con fuertes agendas segregacionistas y polarizadoras. Nuestra respuesta debe ser impedir que el credo se vuelva un principio ordenador para gobernar. Si esto suena exagerado recordemos que, en Bolivia – el país sudamericano con mayores progresos en reformas sobre multiculturalidad, inclusión y política indígena – la actual presidenta entró a palacio sosteniendo una biblia gigante y con la promesa de que dios dirija una limpieza política. “Sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas, la ciudad no es para los indios que se vayan al altiplano o al chaco” decía Añez mucho antes de asumir la presidencia. Los días previos al golpe de estado, Camacho organizaba mítines gigantes con el crucifijo como símbolo. Apropiándose de todo el descontento popular y de la irresponsabilidad en el conteo electoral, la oposición en su discursiva iba fusionando, por un lado, a dios con el poder y la libertad. En la otra esquina, colocaban al indio como culpable de todos los problemas de Bolivia, tal cual en los 1900 de Arguedas y Tamayo.

 

Tomó poco para que este discurso se vuelque a las calles. Lo peor de Bolivia actualmente no ha sido la represión militar o la persecución. Lo peor es que se volvió a legitimar un discurso de odio contra otros bolivianos. Por eso aparecieron pintas con el mensaje de “indios fuera de la UMSA” en una universidad en La Paz y por eso, una de las primeras cosas que ocurrieron luego del golpe fue la quema de la bandera los pueblos indígenas. Es el mismo tipo de efecto generado en Brasil con Jair Bolsonaro en campaña diciendo “los negros no sirven ni para reproducirse”. Es el mismo efecto que generó palmas hace poco en Ecuador cuando, frente a las masivas protestas indígenas, el exalcalde de Guayaquil y futuro candidato presidencial Jaime Nebot exclamó “los indios que se queden en el páramo”. Así de repente, quienes ahora están en el poder en Bolivia sacaron de las entrañas del alma una materia descompuesta y pusieron de moda sentimientos de desprecio contra otros compatriotas. Eso no se va ni con nuevas elecciones.

 

El espejo de Bolivia cuestiona el compromiso democrático del Estado peruano en la región y, a nivel doméstico, lo empuja a reforzar los controles para salvaguardar a sus instituciones. Si algo nos reafirman los hechos bolivianos es que la valla para proteger el sistema electoral y la democracia de fuerzas radicales debe ser más alta. Sobretodo, en tiempos donde el odio está alzándose como instrumento para validar proyectos políticos radicales en nuestro continente, el Perú tiene que convertir la lucha contra el racismo en una consigna de la nación. Que el bicentenario no nos agarre de regreso en la colonia.

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