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El cierre del PRONAA

Sacos y sacos de arroz para los niños del Pronaa (Foto: Andina).

El cierre del Programa Nacional de Asistencia Alimentaria (PRONAA) constituye un paso necesario en la implementación de una real agenda de inclusión social. Cuando se creó el PRONAA en 1992, sobre la base de la Oficina Nacional de Apoyo Alimentario (ONA) y el Programa de Asistencia Directa (PAD), el Estado se comprometió a desarrollar un servicio que combatiera la malnutrición en la población menor de 12 años. Veinte años después, ese servicio había abandonado cualquier objetivo orientado a sus usuarios, principalmente las niñas y niños del país, y se había convertido —como producto de sucesivas normas y orientaciones de gestión— en un vehículo cómodo a (ciertos) proveedores para favorecer sus intereses por sobre los de los usuarios. Así, el PRONAA, en la práctica, podía medir su desempeño como regulador de precios o como comprador recurrente de excedentes de producción más que como el instrumento público para garantizar alimentación oportuna y de calidad a los más vulnerables, especialmente niñas y niños.

El PRONAA agrupaba diferentes programas e intervenciones alimentarias: desde la compra de papilla para menores de 3 años hasta la atención de emergencias, pasando por la alimentación escolar. En el caso de esta última —la intervención más extensa, pues atiende a 2,9 millones de niños de preescolar y primaria—, el pobre servicio que se brinda parte de una desatención de origen: solo se venían presupuestando 91 de 191 días del calendario escolar, es decir, en el mejor de los casos —si todo funcionara de manera perfecta—, los escolares recibirían alimentación interdiaria. No solo eso: la canasta de productos ofrecidos fue reduciéndose progresivamente hasta llegar a la versión actual de cuatro productos.

Y es aquí donde aparece el siguiente tema: ¿Es aceptable que en un país biodiverso y con una tradición alimentaria riquísima (en varios sentidos) como el Perú los escolares de las escuelas públicas desde inicial hasta que terminan la primaria coman cada día (cuando hubiera) un plato de arroz con frejoles y anchoveta? Y ¿cómo se llegó a una situación así? Simple: el Estado abandonó el objetivo de alimentar a la niñez vulnerable y prefirió sobresimplificar su acción como producto de su propia incompetencia: que todos los niños coman lo mismo todos los días (de atención, o sea, uno sí y el siguiente no).

Hay más. Cuando uno presta atención a los desayunos escolares, encuentra lo mismo: de pronto, a partir de asuntos coyunturales, se decide que lo ideal es que los niños coman pan de papa (“papapán”) y se genera una oferta de pequeñas panaderías que solo (repito, solo) le venden al PRONAA, pues el papapán no es viable comercialmente por la complejidad y costos en los que se incurre para elaborar la harina de papa. Esos raptos de falsa inspiración no solo le cuestan millones al Estado, sino que además generan puestos de trabajo absolutamente dependientes de la ayuda estatal; pero, sobre todo, no se piensa en lo que es mejor para alimentar a los niños.

El Estado abandonó el objetivo de alimentar a la niñez vulnerable y prefirió sobre simplificar su acción como producto de su propia incompetencia: que todos los niños coman lo mismo todos los días (de atención, o sea un día sí y un día no). 

Entonces, hay quienes dicen que no había que tomar una decisión tan radical como el cierre del PRONAA, que bastaba con hacer una reorganización y mejorar la gestión. Suena razonable; solo que desde el año 2000 ya se han producido seis procesos de reorganización en el PRONAA, es decir, casi dos por periodo de gobierno, y los resultados no llevaron a ninguna decisión significativa, sino a meros cambios marginales en los instrumentos de gestión de la organización. El PRONAA (y otros cuatro programas sociales; a saber, Juntos, Foncodes, Cuna Más y Pensión 65) fue adscrito al Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS) el 1 de enero de este año. Unas semanas después se iniciaron dos procesos simultáneos, uno de reforma de los cinco programas (que incluye procesos de evaluación, rediseño y reorganización) y, en el caso del PRONAA, la optimización de la gestión a través de la contratación de gerentes públicos (GGPP), vía SERVIR. No había pasado una semana de seleccionados estos GGPP cuando tuvo que contratarse seguridad personal a no menos de uno de ellos por amenazas de muerte. Y no solo eso: la nueva gestión del PRONAA se propuso hacer cumplir lo estipulado en las normas de licitación y contratos. Tan simple como suena. Pronto descubrió que la práctica común era modificar bases a solicitud telefónica de ciertos proveedores, que se extrañaban de que ahora no fuera así y reclamaban lo poco “colaborativa” que era la nueva gestión. Y así, también, el resultado fue que las licitaciones se empezaron a declarar desiertas, una tras otra, pues proveedores regulares resultaban no pasando la valla porque no contaban con permisos en regla por años u otros que, al conocer que serían demandados si no demostraban la veracidad del contenido de su propuesta, optaban por no concursar. Finalmente, en este mismo periodo, en cumplimiento de las normas establecidas, los alimentos entregados por los proveedores fueron sometidos a muestreos de calidad y salubridad, habiéndose tenido que detener la distribución de toneladas de alimentos, que en tantas otras oportunidades habría terminado en los platos de nuestras niñas y niños, por encontrarse en estado de descomposición o no estar aptos para el consumo humano.

Varios otros problemas severos afectan al PRONAA, como su escaso sentido de focalización (solo 16% de los niños menores de 3 años en situación de pobreza recibía el servicio), o la reducida aceptabilidad de sus productos, que contribuyen a la justificación del cierre del Programa. (Decisión, además, inédita en el contexto peruano.) A lo largo de los años, se ha preferido arreglos marginales a los programas sociales o, en el mejor de los casos, fusionarlos entre sí, para que parezcan menos aunque nos cuesten lo mismo y aunque tengamos que pagar cada día por una burocracia que no produce nada para el bienestar de los ciudadanos.

En el caso del PRONAA no era difícil reconocer que el modelo —mucho más allá que la gestión— se había agotado y sometido a intereses distintos a los de combatir la malnutrición infantil. En este sentido, la creación del programa de alimentación Qali Warma apunta precisamente a refundar el modelo, a poner por encima los objetivos nutricionales y asentar la operación del Programa en la organización de las comunidades, promoviendo que los niños coman lo que ofrece el vasto patrimonio alimentario de cada una de nuestras regiones.

Por último, aunque en este caso se justifica largamente, la decisión de cerrar un programa social no es sencilla. Sin embargo, puestos en la disyuntiva de a quién servir y a quién priorizar, le corresponde a una real estrategia de inclusión social ponerse del lado de los más vulnerables, más aún si se trata de las niñas y niños de nuestro país.

Entrevista