Chávez, ni guía ni monstruo

Amigos de izquierda están conmovidos con la muerte de Hugo Chávez y lloran al caudillo de una Revolución Bolivariana, también bautizada como Socialismo del Siglo XXI, que aspiran replicar en nuestro país, lo que sería otro desastre como aquéllos a los que ya estamos acostumbrados.
Un amigo de derecha me reenvía un artículo que presenta a Chávez como un monstruo y considera su muerte un alivio para la democracia. Lo primero es falso, lo segundo está por verse. Hubiese sido mejor que Chávez siguiera, para ir desgastándose desde el poder, destino inexorable de los dictadores.
Nada ni nadie es totalmente malo o totalmente bueno —excepto el Infierno y el Cielo—. El maniqueísmo, dividir todo en amigos y enemigos, en blanco y negro, es una tara filosófica, social y política. Monstruos ha habido —y hay— muchos, con Hitler a la cabeza; pero Chávez no lo fue.
Yo le contesto que, para que su imagen sea menos temible, hay que evitar demonizarla, comenzando por no llamarlo “monstruo”, que no era, y reconocer que junto con barbaridades y hasta payasadas, que son lo dominante, ha ayudado y dado esperanzas a millones de venezolanos pobres —por desgracia, en gran medida a la larga infundadas, por el deterioro económico y también político del país.
Como dice Moisés Naím en un ponderado artículo publicado por El País de España, Chávez es objeto de una profunda admiración que se transforma en seguida en veneración apasionada, más aún con su martirio y su muerte, que alimenta odios intensos. Se está convirtiendo en un mito —además de tener garantizado un lugar importante en la historia latinoamericana.
“El Semanal” de La Tercera de Santiago de Chile ha publicado un artículo del periodista Jon Lee Anderson, aparecido en 2001 en el New York Times, en el que comenta su entrevista con un psiquiatra, tratante y autoproclamado amigo de Chávez. Tomando como guía un cuestionario sobre 50 rasgos personales, allí se señala, entre otros datos, que el carácter del mandatario recién fallecido es impredecible y desconcertante, que prefiere abrazar sueños que confrontar las duras realidades de la vida, que manifiesta un autoritarismo desenfrenado, que sobrerreacciona ante las críticas, que es rencoroso y manipulador, pero enfatiza que, excepto por su poder, es una persona normal.
Asumo que sus sueños eran bienintencionados. Lamentablemente, el poder magnifica los rasgos negativos, aún más si es absoluto, prácticamente sin contrapesos, salvo el de la coyuntura internacional desfavorable a dictaduras extremas y desprovistas de un manto de legitimación democrática.
En cuanto al balance, según Naím, con afeites míos, nadie tuvo tanto éxito como Chávez a la hora de fijar en la mentalidad colectiva venezolana y de otros países la idea de la ayuda a los pobres como prioridad absoluta. Y destaca su excepcional capacidad de hacer que los pobres sintieran que tenían a uno de los suyos en el poder.
Otro aspecto positivo de su legado es que acabó en Venezuela con la indiferencia política y la apatía generalizadas, alimentadas durante decenios por un sistema en manos de unos partidos políticos en descomposición y ajenos a la realidad. Para la blanquiñosa élite venezolana, el caudillo, autodefinido como blanco, negro e indio, es no solo social sino también racialmente ajeno y, por ello, despreciado, como la mayoría de su pueblo, desprecio que despierta justificado rechazo y resentimiento.
Carlos Peña, destacado columnista de El Mercurio y rector de la universidad Diego Portales de Santiago, al tiempo que señala críticas centrales, dice que Chávez recordó a las élites políticas de la región, incluida la derecha, que el orden social no es un orden natural, sino que en buena medida su configuración depende de la voluntad humana a través de la política; que, al pronunciar las palabras prohibidas —clases sociales, oligarquía, dominación, injusticia—, cometió una herejía que rompió con el orden complaciente. Para Peña, la diferencia entre quien comete una herejía y quien se equivoca es que éste aplica mal, por chapucería o falta de inteligencia —o por privilegiar sus propios intereses, agrego yo—, la receta en la que todos confían, mientras que quien incurre en herejía cambia la receta por otra que invita a seguir pensando.
En el minoritario —pero importante— activo de Chávez está por lo tanto que la indolente, inepta y súper corrupta clase política tradicional en Venezuela ya no podrá ignorar el sufrimiento de su pueblo y farrearse la riqueza de su país, así como desde el siglo XIX socialistas y comunistas obligaron con sus luchas sindicales y políticas a las burguesías y a las élites políticas a mejorar la situación de los trabajadores y de las poblaciones pobres. No entiendo la gratuita equiparación de socialismo con fascismo en la última “Piedra de toque” de Mario Vargas Llosa (de la que tomo algunas ideas).
Por el lado negativo destaca que Chávez, con un autoritarismo absolutamente arbitrario, basado en su impresionante habilidad política y carisma, ha debilitado aún más la endeble democracia venezolana, pues ha afectado la calidad de los actos electorales, restringido las libertades y los derechos civiles, anulado la división de poderes —incluso con subordinación del Poder Judicial—, acosado y debilitado a los medios de comunicación opositores, eliminado el control civil del Ejército y exacerbado su politización, así como ha sometido a espacios culturales al arbitrio del poder central. En otras palabras, ha instaurado una dictadura personal, felizmente no del tipo de aquéllas feroces y tradicionales impuestas en Latinoamérica. Claro que en el debilitamiento de la democracia ha colaborado activamente la fragmentada y desprestigiada oposición, que apenas en los últimos años parece despertar para asumir sus responsabilidades.
En el debe político, que evidencia su poco aprecio por la democracia, está también el apoyo tanto a regímenes ferozmente represivos —como el de Gadafi en Libia, el de Assad en Siria y el de los ayatolas en Irán— dispuestos a todo para tratar de conservar el poder, solo porque estaban enfrentados a Estados Unidos—, como a las FARC en Colombia. Y aunque propugnando, al igual que Bolívar, la deseable unidad latinoamericana, ha contribuido también a acentuar su división.
No obstante los ingentes ingresos por el petróleo, cuyo precio se ha más que decuplicado, la economía venezolana es un desastre, pues está marcada por una aguda contracción de la capacidad productiva —incluso en la producción petrolera—, una bajísima tasa de crecimiento del PBI en comparación con el promedio latinoamericano, uno de los mayores déficits presupuestales, una gran deuda pública y una altísima tasa de inflación. A ello ha llevado, junto con los excesos y despilfarros en el gasto interno e internacional, su política estatista y colectivista (cuyas consecuencias hemos vivido en el Perú) y la ineficiencia y corrupción de muchos funcionarios. Se ha formado una capa de nuevos (y algunos antiguos) ricos allegados al régimen, incluidos familiares del caudillo. Y, según fuentes policiales internacionales, el régimen habría tolerado o incluso favorecido el blanqueo de dinero, el tráfico de armas y el narcotráfico.
El eclecticismo o ensalada ideológica de Chávez se nutre, además, de un trasnochado antiimperialismo, de la Biblia, del Che y Castro, de alguito de Marx, de nuestro general Velasco y, sobre todo, de Bolívar, el endiosado libertador. (Desde hace poco un escritor y otros intelectuales colombianos están contribuyendo a desmitificar su figura, sin dejar de reconocer su gravitación como líder contra la dominación española.) En cuanto a los Estados Unidos, si bien sigue siendo el imperio principal, del que debemos depender cada vez menos, es también un referente importante para la democracia como sistema de gobierno —mucho más bajo el Partido Demócrata—, lo que no se puede decir de Rusia y de China, que son valorados por Chávez como aliados. (Claro que los Estados Unidos relajan bastante su afán democratizador cuando se trata de las dictaduras feudales del Golfo Pérsico y de su petróleo, y algunas otras.)
El intervencionismo crudo de los Estados Unidos en América Latina es cosa del pasado, tanto por factores internos y la escena internacional, como por nuestra mayor autonomía económica e ideológica. Paradójicamente, Venezuela ha elevado en los últimos años su dependencia económica de los Estados Unidos, especialmente en cuanto a importación de derivados del petróleo, por la destrucción de su principal refinería —al parecer accidental, por una gestión desastrosa.
Valoro la preocupación por los pobres y sus indudables éxitos, al menos cuantitativos, en particular en educación, salud y vivienda, preocupación incluso crecientemente compartida por tecnocracias y segmentos democráticos de la derecha en nuestros países —también por organismos internacionales—. Pero cuando se da solo como asistencialismo y clientelismo —es decir, populismo— y, peor aún, asociado con adoctrinamiento en la ideología dominante, como sostén de un caudillismo desenfrenado, a la larga logra lo contrario.
Por un lado, además de sus nefastas consecuencias políticas, inhibe las iniciativas y el desarrollo del potencial cultural y productivo de las personas con menos recursos (y también del resto de la población). Por otro lado, el empobrecimiento general del país no solo los deja más pobres de lo que serían si se hubiera seguido un modelo económico sensato, sino además amenaza con dejarlos aún más pobres cuando el actual sistema sea insostenible. Esto será inevitable si ocurre un descenso severo del precio del petróleo, lo que parece una tendencia inexorable gracias a la inminente autosuficiencia de los Estados Unidos en este hidrocarburo y en gas, la progresiva profundización de la crisis económica y el peso lentamente creciente de las energías renovables, así como el uso decreciente del petróleo en diferentes esferas.
Además, será un golpe fuertísimo para los países que dependen mucho de la generosa ayuda bolivariana, en especial Cuba —para cuyo régimen ha sido un salvavidas— y Nicaragua y, en menor medida, Bolivia, El Salvador y algunas repúblicas del Caribe, en el marco del ALBA-TCP (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos). Esto incluye el Eco-ALBA —zona económica de la alianza—, la formación de empresas gran-nacionales, como PetroCaribe y el Banco ALBA, y la creación de una nueva moneda, el sucre (por sistema único de compensación regional) para transacciones entre sus miembros. Su viabilidad es dudosa, y su futuro —para ser optimistas—, incierto.
Lo que también es gravísimo para la democracia venezolana es el ahondamiento del conflicto social: si bien éste es, hasta cierto grado, inevitable y puede incluso ser positivo, en Venezuela es abismal y creciente, con el azuzamiento de las rabias, con resentimientos y deseos de venganza, astutamente dirigidos contra lo negativo, real e imaginado, pero no a favor de una alternativa más positiva. Esto, junto con la ineptitud o la complicidad de las autoridades del orden, ha contribuido además a un incremento enorme de la delincuencia de todo tipo.
Hace años, estando en Caracas, dediqué unas dos horas a escuchar y ver una de las conversaciones semanales televisadas, Aló Presidente —básicamente monólogos— de Chávez “con su pueblo”, y quedé impresionado por su labia e histrionismo. Si a eso, y a su carisma y mensaje cuestionador, se agregan las tangibles mejoras materiales para cientos de miles de familias, se entiende —o se debe tratar de entender— que tenga tanto apoyo popular a pesar del evidente deterioro de la sociedad y de la economía, con inflación, desabastecimiento y creciente inseguridad. Ese apoyo —también a su partido gubernamental y único, el Partido Socialista Unido— se ha expresado en victorias holgadas en elecciones relativamente limpias (solo en cuanto al recuento de los votos).
En América Latina, si floreciera la división entre chavistas y antichavistas, como extremos, solo podría amenazar con triturar nuestras democracias, con el peligro de llevar a desgracias mayores y dictaduras, y a agravar los conflictos entre países.
Aprecio en ese sentido que, en uno de sus gestos de estadista, muy criticado por algunos de sus partidarios en la derecha chilena, Sebastián Piñera haya acompañado las exequias de Chávez. (Claro que sin el desatino de proclamarlo como ejemplo.)
A pesar de buenas intenciones, el claroscuro de Chávez tira mucho más para lo oscuro. Felizmente, no parece haber nadie, en Venezuela o en otros países, capaz de sustituir su liderazgo latinoamericano, lo que facilitará evitar sus extremos y encauzar positivamente nuestras políticas.