América Latina se reinventa

América Latina se reinventa

Ideele Revista Nº 200

¿Cómo entender los bruscos cambios en el escenario político latinoamericano en estas últimas dos décadas?Si uno se hubiera pegado una larga siesta bajo un árbol una tarde cualquiera de 1990 luego de leer el primer número de la revista del IDL y despertara hoy que corre el segundo semestre del 2010 con el número 200 entre manos, tardaría minutos en entender el actual rompecabezas político de América Latina. En ese largo lapso el dictador chileno Augusto Pinochet dejó el poder en marzo de 1990 al perder un plebiscito; Fidel Castro —que en agosto cumple 84 años— se alejó del Gobierno aunque no del poder por razones de salud el 2006; y Venezuela cambió de nombre y viró hacia el socialismo estatizante —que marcó para mal la economía latinoamericana en la década de 1970— en un viaje ‘retro’ de la mano de Hugo Chávez que parece sin destino final desde que lo inició en 1999.

En síntesis, las dos últimas décadas han provocado un histórico giro de gobiernos de derecha a izquierda, o de conservadores a socialistas, en la mayoría de países por medio de un cambio impulsado desde las urnas en elecciones transparentes en las que la palabra revolución dejó de tener una connotación subversiva y adquirió carta de ciudadanía. El “socialismo” ha vuelto a estar de moda en América Latina, como un modo de rechazo a lo que sus promotores llaman el pensamiento único de la economía de mercado que Estados Unidos promueve en la región como alternativa y fórmula para salir de la pobreza y el subdesarrollo. En la otra mano, el Perú y Colombia defienden con brío ese modelo; y Chile se parapeta como ejemplo de que la alternancia puede ser la mejor fórmula para construir una democracia sólida con la llegada al Palacio de La Moneda de Sebastián Piñera tras dos décadas de gobiernos de la Coalición de centro-izquierda.

De Moscú a CaracasEn 1990 América Latina solo tenía un país como referente socialista: Cuba. Ese mismo año Nicaragua le decía adiós al Frente Sandinista de Liberación Nacional que se despidió del poder al cabo de 11 años (1979-1990), tras perder las elecciones ante la alianza conservadora liderada por Violeta Chamorro y asfixiado por la guerra interna que Estados Unidos financió en su contra y el fin del subsidio soviético. El 2010 el panorama era radicalmente diferente: Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y El Salvador, y en menor medida Uruguay, Paraguay, Brasil y Argentina, reivindican el socialismo o una cierta idea de él, como la pócima ideal para lograr la senda del progreso social. ¿Qué diablos pasó en el camino?

Una primera y original explicación tiene su origen a miles de kilómetros, en Moscú. Cuando el primer número de la revista del IDL salió a la venta, en 1990, la multinacional comunista que dirigía la Unión Soviética agonizaba y su último jerarca, Mijail Gorbachov, estaba a punto de ser devorado por el vendaval anticomunista que él contribuyó a desmantelar. Se extinguía así, de modo épico, con revoluciones por todos los satélites soviéticos de Europa Oriental, la utopía del “socialismo realmente existente” que iluminó desde 1917 a todos aquellos que creyeron al pie de la letra en el catecismo de Marx y Engels en su versión leninista y estalinista. Esa caída no arrastró consigo a todas las sucursales. La única que se mantuvo fiel al credo comunista fue Cuba, donde no se produjeron manifestaciones de repudio al régimen de Fidel Castro.

Entre las razones más mentadas para explicar esa supervivencia destaca el hecho de que la Revolución Cubana fue una gesta popular que no se impuso desde la cúspide a la población, como sí ocurrió en los países europeos donde el socialismo se instauró por decreto al día siguiente de la derrota del nazismo en 1945 y como expresión de un nuevo orden internacional que regiría hasta el colapso soviético en 1991, que marcó el fin de una era.

La palabra revolución dejó de tener una connotación subversiva y adquirió carta de ciudadanía.

No deja de llamar la atención este hecho, porque Cuba sigue siendo un referente político para América Latina. Ello a pesar de los problemas de libertades públicas que existen, como lo han puesto de relieve huelgas de hambre de periodistas y la anunciada liberación de más de medio centenar de presos de conciencia. Ésa es una de las mayores paradojas que dejó la Guerra Fría: en tanto existía el riesgo de que el socialismo fuera importado desde Moscú y se reprodujese en la región, reforzando la percepción estadounidense de que su expansión constituía una amenaza para la seguridad, Washington hacía todo lo que estaba a su alcance para impedirlo. Una de las últimas manifestaciones de una conducta propia de la Guerra Fría fue el acuerdo de paz que selló el empate con el que concluyó la guerra civil en El Salvador, un episodio que data de 1989-1990, y donde las dos superpotencias habían apoyado a cada uno de los bandos enfrentados con armas y dinero a lo largo de la década de 1980. Sin el fantasma del comunismo en la agenda, la preocupación estadounidense por la región decayó y las miradas se desviaron hacia otras regiones, como Europa Oriental, que pugnaba por abrazar el capitalismo. Pero el interés regional por Cuba encierra también una apuesta en algunos países de América Latina, que no quieren dejar en manos de Washington una eventual transición democrática en Cuba en el caso —no negado ni desmentido— de que Raúl Castro aplique reformas en esa dirección.

Washington pierde el ALCAEn medio de los fastos por la caída del comunismo, América Latina no quedó en el olvido. Entre 1990 y el 2000, durante el gobierno republicano de George Bush (1988-1992) y el del demócrata Bill Clinton (1992-2000), Estados Unidos lanzó una ofensiva diplomática hacia esta parte del camino enarbolando como sus principales banderas la consolidación de la democracia, la defensa del medio ambiente, la guerra contra el narcotráfico y la promoción de economías de mercado como eje y modelo para el desarrollo de países emergentes. La cereza en la torta de ese esquema fue la propuesta del ALCA (Acuerdo de Libre Comercio de las Américas), que Clinton expuso en la primera Cumbre de las Américas en Miami, en 1994.

La iniciativa del ALCA se convertiría, una década más tarde, en una de las más notorias derrotas diplomáticas de los Estados Unidos en la región. Gestor mediático de esa derrota: el venezolano Hugo Chávez, promotor del denominado “socialismo del siglo XXI”, quien usa como baza la riqueza del petróleo y aspira a constituirse en caudillo regional. En vez del ALCA propuso la ALBA (Alianza Bolivariana), un híbrido político que integran Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, entre otros, países que tienen en común su afinidad socialista. Para evitar el fracaso de su idea, Washington apostó por negociar tratados de libre comercio (TLC) con sus aliados más representativos: Colombia y el Perú. No obstante, sería solo el Perú el que lo concretara y se sumara así a Chile y México entre los países de la región que cerraron un acuerdo de ese tipo con el gigante económico de América.

Buscando AméricaDe tal suerte, una década después de la caída del muro de Berlín América Latina encuentra la ocasión para reinventar su identidad sobre la base de una toma de distancia de los Estados Unidos que le permita optar por decisiones sin depender del punto de vista de Washington.

El 2004 Sudamérica dio el primer paso al crear, en el Cuzco, UNASUR. El plan se completó en julio del 2010 con la institución, en Caracas, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que copresidirán Venezuela y Chile entre el 2010 y el 2012. Este nuevo organismo de integración, conformado por 32 países, es casi una repetición de la OEA, sin Canadá y Estados Unidos. El antecedente más remoto es el Grupo de Río (heredero del Grupo de Contadora), que permitió dejar de darle la espalda a Brasil e ir integrándose a la región desde 1987. Hoy, bajo la conducción de Luiz Inacio Lula da Silva, es el contrapeso mediático a Hugo Chávez. Pero aun más importante es el contrapeso regional a los Estados Unidos, como pusieron en evidencia los recientes desacuerdos entre Brasilia y Washington en el controversial expediente nuclear iraní y en torno al retorno de Honduras a la OEA, que Estados Unidos promueve y Brasil rechaza.

Esos nuevos intentos de nuclear la integración latinoamericana se multiplican desde la década de 1990, que vio nacer a bloques económicos como el Mercosur y debilitarse a otros, como la Comunidad Andina. Esta batalla por labrarse una identidad latinoamericana al margen de los Estados Unidos oculta una lucha entre ideologías y se ha visto favorecida por la política estadounidense hacia la región, más concentrada en la guerra contra las drogas —con el Plan Colombia y las bases militares en ese país— y en la lucha contra el terrorismo internacional, que devino prioridad de su política mundial a partir de los atentados del 11 de septiembre del 2001, perpetrados por la red islamista Al Qaeda. Y Barack Obama no ha podido aportar otro ángulo, atrapado como está por la crisis económica en la tierra del Tío Sam. La persistencia de desacuerdos sobre la lucha contra las guerrillas de las FARC entre Venezuela y Ecuador con Colombia, y la compleja relación vecinal entre Bolivia, Chile y el Perú por el tema del acceso boliviano al mar, son espinas recurrentes contra la integración que pregonan los gobiernos.

Finalmente, está en juego el factor Chávez. El gobernante venezolano monopoliza la escena política de su país desde 1999, cuando ganó las elecciones por primera vez. Desde entonces ha ido construyendo un polémico perfil de líder internacional con base en una agresiva retórica antiestadounidense. Usando al líder independentista del siglo XIX Simón Bolívar como inspiración, Chávez ha exportado su “revolución bolivariana” teniendo en Evo Morales a su mejor alumno, por delante de Rafael Correa. No obstante, es difícil hablar de una tendencia chavista en América Latina. El golpe de Estado en Honduras contra su aliado Manuel Zelaya y el fracaso de la OEA para reponer a éste en el poder abren serias dudas sobre su influencia fuera de los países de la ALBA. Ese golpe hizo recordar que la democracia sigue siendo una asignatura pendiente en una región con instituciones débiles.

Esta batalla por labrarse una identidad latinoamericana al margen de los Estados Unidos oculta una lucha entre ideologías y se ha visto favorecida por la política estadounidense hacia la región, más concentrada en la guerra contra las drogas y en la lucha contra el terrorismo internacional.

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