El fin de un dictador

El fin de un dictador

Ideele Revista Nº 238

(Foto: telam.com.ar)

Tengo grabadas en mi mente las imágenes de las fotografías de La Prensa de Lima, tomadas en el aeropuerto de Limatambo, quizá la tarde del 28 de julio de 1956, cuando Manuel Odría abandonaba el país. Eran fotos en blanco y negro, pero dejaban una apariencia de sordidez, soledad y abandono. Algo de lo que más recuerdo fue verlo vestido con ropa común. Parecía una persona vulgar y lo era y además, no alguien que viajaba, sino que huía.

Esa es la imagen que dejan los dictadores. Siempre parecen fotografiados en blanco y negro porque ni aun el color los mejora. Muestran rostros sombríos, amenazantes, de mandíbulas prominentes. El pelo parece una lámina. Miradas altivas, dirigidas al horizonte como si quisieran decir que están por encima de todos y que ese horizonte que los demás sienten inabarcable, es su referente. Las posturas son rígidas. Parecen no caber en sus ropas, no por fortaleza, sino por soberbia. A su alrededor, incluso en el séquito más cercano, no hay iguales, sólo servidores, cuyo mérito no se mide por sus capacidades sino por su obsecuencia, pues señalan el camino, le abren paso, lo fotografían, tratan de hacerse ver por él y le muestran amplias sonrisas. Sólo él permanece inmutable, duro.

Después de todo está allí por eso, porque es “duro” y las “necesidades de los tiempos” requieren de un duro. Esos rostros de labios apretados, en una boca donde no hay sonrisa y sí una mueca torva; esa mirada que observa desde arriba; esos ojos que se cubren con lentes oscuros, negros y que parecen dos fosas insondables, vacías, en verdad representan y proyectan hacia fuera, la ira y el odio que sustentan la oscuridad del terror. 

Al dictador lo reciben con silbatos, salvas de cañones, saludos hieráticos. Se mueve precedido o rodeado de fanfarrias, ruidosas y casi de opereta. Predominan los metales, los instrumentos de viento y de percusión. Quieren reproducir el fragor de descargas de fusilería, el estruendo de un conflicto y la verdad esto es a veces lo más próximo que ha estado a una batalla o por lo menos a un enfrentamiento. Sus movimientos son propalados por voces quebradas por la emoción. Siempre habrá un locutor de cualquier radio nacional que sabrá hacerlo.

Sus vestidos, uniformes militares, son bastante peculiares. La cabeza está tocada por una gorra que más que cubrir, la agranda y resalta por la presencia del dorado. Se busca en especial el símil oro. Semeja un aviso luminoso. Pero también se cubren la cabeza de cascos de acero. La rudeza del material parece ser expresión hacia afuera de lo que se guarda adentro. Se exaltan los hombros, colocando tiras de tela adornadas por estrellas de metales brillantes. Los pechos están resaltados por bolsillos diseñados y por cintas coloridas y chillonas que deberían representar servicios prestados a la Nación pero que por lo general aluden a estancias en lugares, asistencia a actos institucionales y las otorgadas por otros dictadores en reciprocidad. La cintura está enmarcada por un curtido cinturón. De allí pende un arma de fuego y a veces un sable. Todos símbolos fálicos representativos del odio, la violencia y la venganza, la ambición de poder y la codicia. Los pies están calzados por zapatos de suelas duras y altas, una caña que puede llegar hasta las rodillas. No les alcanza con el cuerpo que tienen. No están felices con su naturaleza.

De cuando en cuando se visten con uniforme de “gala” y se retratan. Casaca de un blanco impecable, festoneada de cruces, estrellas, cintas, correajes, pistola y sable al flanco. Y luego la profusión de dorados chillones e intensos, en las mangas de la casaca, hombreras y gorra. Blanco y oro entonces. Pero no es el blanco de la pureza, es el blanco que viste el duelo. Y ya se sabe, “no todo lo que reluce es oro”, como lo comprueba quien abre el cofre de oro y exclama “¿¡Oh infierno! ¿Qué es lo que encuentro? Una calavera,…” (Shakespeare). O sea, a la muerte. En su conjunto estos retratos me hacen recordar a las pinturas huachafas y chillonas de motivos varios, fondo negro, colores dorados y mucha púrpura, que vendedores ambulantes ofrecían en las veredas de La Colmena a desprevenidos, incautos y cultores del mal gusto.

Sus gestos, comunes y chabacanos, son considerados sin embargo excepcionales por sus epígonos. La trilogía de dictadores argentinos, salta ante un gol de la selección de Argentina a la de Holanda, en la final del mundial de fútbol de 1978 La revista El Gráfico los fotografía y comenta con reverencia y asombro. Lo que quieren transmitir es que de cuando en cuando, estos semidioses descienden de su podio permanente y reaccionan como los demás mortales, aunque nunca dejan de ser únicos. En realidad, cuando condescienden a ser como los demás, dan un sentido superlativo al hecho en cuestión y vuelven a su Olimpo.

Ellos se sienten poderosos, pero no emanan protección o seguridad, menos confianza. La violencia que les otorga el falso poder que ostentan, más bien transmite miedo y eso experimentan quienes los tienen o ven de cerca. Desprenden terror. Crean a su alrededor un lugar amenazante, cargado de augurios. En ese lugar nadie se siente seguro, ni siquiera los amigos, porque saben que es mortífero. Son el “pozo de la muerte”. Por eso la adulación, a la manera de la ofrenda para aplacar a los ídolos crueles y falsos. Salvo los iniciados y seguidores, los demás prefieren estar lejos de ellos.

Los dictadores se creen elegidos. Forman una elite dentro de los demás seres humanos. Son el “crisol” de la nación; pertenecen a la institución “tutelar” de la patria. Encarnan sus virtudes, valores y tradiciones. Son la “reserva moral”, austeros, incorruptibles. Lo que hacen, no es “política” pues ellos son “apolíticos”, aún cuando se apropien del poder, porque la política es “sucia” y ellos están por encima y no quieren “ensuciarse” las manos. Constituyen la nueva versión de la inmaculada concepción, y además, son los sempiternos triunfadores. Llegan cuando otros, los políticos gobernando y los ciudadanos eligiendo, han fracasado de manera irremisible. Ellos, sólo ellos, corregirán todo, salvarán a la patria de sus enemigos externos e internos, sentarán las “bases firmes” para que vuelva a encaminarse, impulsarán la “reconstrucción nacional”, restablecerán los “valores morales” perdidos, recuperarán la “dignidad de la nación”, extirparán lo malo que “corroe” a la sociedad hasta salvarla, pero, y es lo más importante, no de sí mismos. Porque ellos encarnan el mal.

El dictador no se siente atado a las condiciones humanas. Él es la ley, la dicta. Suplanta él solo al Poder Ejecutivo y junto a sus secuaces, al Congreso de la Nación. No está sujeto a las leyes de la sociedad, de los hombres. Está por encima de todos. No tiene obligaciones con los ciudadanos. Por el contrario, los va a salvar de sus propios errores. A veces un discurso paternalista para esconder el hacha del verdugo, porque ya se sabe, habrá que erradicar a unos cuantos “inadaptados”.

El dictador no se engrandece solo. Están las presiones y los apoyos que vienen desde afuera. Los elogios interesados, como el que recibió uno de los dictadores argentinos, que fue definido como alguien de “una personalidad majestuosa” (Richard Allen). También, las personas que le ofrecen argumentos y propuestas, apoyo social y político. Son el núcleo duro de “la pata civil” que incluye a dirigentes políticos, cúpulas partidarias, sindicalistas, dirigentes sociales, medios de comunicación. Asimismo y principal, la fracción dominante de la jerarquía eclesiástica y el clero, creadora de un discurso religioso justificante, tan lejos del Evangelio, que ni siquiera alcanza a ser el “opio del pueblo” (Marx) en cuanto en nada hay placer y sí enorme dolor. Para ellos, sólo la sangre lava el honor mancillado y purifica los sables. Son los que proponen la alianza de la ¨cruz y la espada¨, olvidando que la espada inventó la cruz. Después, los directos beneficiarios del orden económico resultante de la “reorganización nacional”. Y luego, la mayoría del conjunto de la sociedad y a veces la casi totalidad. De esta manera, un sinnúmero de instituciones, instancias, grupos y personas que la conforman, esperan y desean al dictador como al iluminado que él se cree y suponen que representa la única alternativa para resolver los acuciantes problemas del momento. Para quienes lo duden, pueden leer “Anatomía de un instante” de Javier Cercas donde todo esto está retratado con brillo. No hay incógnitas entonces. En la espera del dictador se combinan múltiples dinámicas, que culmina cuando se impone el deseo de una forma de orden, el de la restauración, de la norma regresiva y primitiva que ha desagregado al eros y que convierte al ideal y a la ley en “cultivo puro de pulsión de muerte” (Freud). Allí se sienta el dictador, omnipotente y todopoderoso, transportado a las alturas del narcisismo donde se confronta con la tentación demoníaca que le ofrece “todo el poder (…) si (…) me adoras” (Lucas). El dictador acepta el trato.

El primer acto del dictador, encabezar el asalto al poder, confirma sin más toda su dimensión delictiva y criminal. Pero eso está desmentido. El dictador ataca de noche. Lo que se conoce como “golpe militar” se realiza por lo general “en la hora de los hechizos nocturnos, cuando bostezan las tumbas, y el mismo infierno exhala su soplo pestilente sobre el mundo” (Shakespeare). Es una noche en la “que Dios estuvo enfermo, grave” (Vallejo). En lo que ellos creen es su momento de mayor triunfo, se produce la caída irreversible hacia lo infernal, en la que vigencia del horror sólo encuentra “hondura tras hondura” (Milton) e inauguran un periodo “donde suspiros, gritos y gemidos que desgarran el aire, son lanzados pero pasan inadvertidos” (Shakespeare).

En la ciudad de Buenos Aires no sólo la Avenida Corrientes “nunca duerme”. En muchos otros lugares emblemáticos, los ciudadanos transitan día y noche. La Plaza de Mayo es uno de ellos. Pero en una fotografía tomada en la madrugada del 24 de marzo, por el reportero gráfico Héctor Vázquez, se la puede ver desierta. Fue una noche de presagios.

El dictador y la dictadura se convierten de inmediato en lo omnipresente y lo ominoso. La reaparición de lo que estaba reprimido (Freud) los convierte en artífices del horror y la involución y autores de un clima sórdido, carcelario y alucinante. De todo esto, ellos son partícipes necesarios. O sea, ellos están comprendidos en este nuevo estado de las cosas que han propiciado. Ninguna persona está a salvo. En el pacto salvaje que los une, se acuerda que nadie pide por nadie, familiares incluidos. Tampoco hay confianza entre ellos y la lealtad es un valor sin sustento. En el lugar criminal que han fundado, los une más el odio, la suspicacia, el sentimiento persecutorio, la paranoia y la ambición, y en cuanto sea posible, el uno destruirá al otro.

 El dictador que creía que sólo la Historia y Dios podrían evaluarlo, se encuentra con la Ley y la Justicia común, la de siempre

La dictadura, inaugura un nuevo estado totalitario y totalizante. Contamina e impregna todo lo existente, se cuela por cualquier resquicio. Se aposenta como una peste maligna sobre aquello que constituye a una sociedad y corrompe y destruye lo que toca. En la dinámica regresiva que vive, el dictador se vuelca a la impulsividad. El narcisismo en que habita, lo convierte en un ser sin sentido de realidad, sin ley ni límite, sin reconocimiento del otro ni de las reglas más elementales de la convivencia social. Habita un lugar unipersonal, ajeno a lo que el mundo comprende y al conjunto de los ciudadanos del país. Y así agrede lo que le rodea, a lo grande y a lo pequeño. Embiste a las instituciones, a las personas, las costumbres, el cine, la literatura, la poesía, el vestido, los hábitos, las palabras, los conceptos, las teorías científicas y las prácticas profesionales. En Argentina no se podía pronunciar la palabra “estructura” en un ámbito académico. La teoría de conjuntos era sospechada y la psicoterapia de grupo desapareció por la prohibición de reunirse en grupo más de tres personas.

La impulsividad y el placer consecuente, diluye la razón, la reflexión, la palabra, el sentido de realidad, la noción de tiempo y de lugar. Es una adicción megalomaníaca. El dictador es una especie de Aladino maligno que con sólo desear, tiene o posee lo que quiere. La distancia entre el deseo y el acto se reduce hasta el mínimo. Palabra, pensamiento y acción, casi se mimetizan. El dictador quiere robar y roba, quiere corromper y corrompe, quiere secuestrar y secuestra, quiere torturar y tortura, quiere violar y viola, quiere apropiarse de niños y se apropia, quiere sustituir identidades y sustituye, quiere matar y mata. Durante años en Argentina, “… apenas casi nadie pregunta por qué doblan las campanas” (Shakespeare). Pero muchos lo apoyan y aún consuelan como si él fuera la víctima.

El dictador y sus secuaces no son ajenos al mundo de espanto en que viven sus víctimas. Ellos secuestran, aprisionan, torturan, violan y matan con sus propias manos y cuerpos. Por tanto escuchan los gritos de dolor y el llanto del sufrimiento, ven las lágrimas y los mancha la sangre por las heridas que producen, observan a las madres cuando les despojan de sus hijos. Viven allí y muchas veces la mayor distancia de la víctima que sufre es una pared o una reja. Este mundo, para ellos es “el mundo”, su mundo y allí, a la sordidez criminal que los habita, han introducido a sus víctimas para destruirlas.

Las víctimas son asesinadas y, si sobreviven, muchos mueren temprano. Los dictadores no. Son longevos, mueren longevos. Es probable que la explicación sea múltiple. Otros seres humanos, mujeres y hombres, pagan con su salud o la vida los riesgos de la profesión. Los dictadores que han hecho vivir y vivido situaciones límite, parecen inmunes. Una diferencia es la brutal asimetría de posición respecto de sus víctimas. Es el amo y en ellas satisface los deseos que lo sostienen. Y así las destroza y las hace vulnerables. Pero ellos obtienen una enorme ganancia de placer como consecuencia de la capacidad de violencia y de la impulsividad destructiva que los rige y que subordina incluso al eros. Y si eso no alcanza, está la rapiña. “Se han repartido mis vestidos” (Salmos; Juan) se evoca en el Gólgota, como había dicho Breno poco más de 400 años antes, “Ay de los vencidos”. Para el mal no hay fecha.

La voracidad destructiva del dictador no se detiene en el crimen. Altera y desmantela la organización económica del país en sus sectores más dinámicos con una finalidad adicional, destruir el trabajo y con ello, los vínculos que los trabajadores entablan entre sí. La dictadura desagrega, separa, rompe los vínculos sociales y culturales, arrasa el sentido de solidaridad, aísla a las personas y convierte a todos en sospechosos. Ataca y hostiliza a profesionales y científicos y cuando no los mata, los obliga al exilio. Destruye la academia científica del país y degrada el nivel de los centros de estudios. Prohíbe libros y autores de cualquier tiempo, y establece cuáles no deben ser difundidos, citados o mencionados. Impugna a los artistas, establece listas donde figura lo que se puede escuchar. De nuevo el exilio es el destino de los que sobreviven. Agrede en especial a los jóvenes y a su cultura, su apariencia, usos, modos, gustos, música. Los descalifica, denigra e insulta. Esta acometida es intencionada, pues cada generación es una reserva de cambio para la sociedad. Pero el dictador no quiere cambios. Se apega a lo “sagrado”, a la familia modélica y patriarcal, a la identidad psicosexual definida y eso los convierte en homofóbicos rotundos, pero, y tomando el conjunto de aquello que quieren destruir, los convierte ante todo en los enemigos más feroces de la modernidad.

El dictador se ha instalado en la atemporalidad. Para él, el tiempo del crimen y la destrucción es un estado inalterable. Basta su voluntad y sus actos para que las cosas funcionen como él desea. En ese tiempo inacabable la ley es lo que él decide. No le es externa como a todas las personas. No hay noción de rendir cuentas, de escuchar demandas, de satisfacer necesidades, de que las sociedades como conjunto funcionan de acuerdo a leyes y no sólo a voluntades. Es “…el necio que camina en tinieblas” (Eclesiastés). De pronto ese mundo empieza a resquebrajarse, entran luces extrañas, sonidos, ruidos y voces. Escucha primero como murmullos que no era tan imprescindible como le dijeron y él se convenció. Ya no lo miran con reverencia. Ahora las miradas son huidizas y van en otra dirección. Los que estaban escondidos reaparecen y aquellos a quienes persiguió de pronto se hacen importantes. La sociedad no funciona, sus deseos no se cumplen, el dulce de la plata se acabó, las delicias de una guerra patriotera concluyen en el cierre inequívoco de la tragedia. Hay que irse. Acordar la retirada, huir, pactar la impunidad, último coletazo de la omnipotencia primitiva. Y entonces sí, renunciar al poder que en realidad ya no tiene y nunca tuvo.

Ahora es un ex dictador. Tiene protección de pares y de aquellos con quienes ha pactado, pero no decide. De pronto hombres y mujeres que siempre lo rechazaron y enfrentaron, que hoy sí tienen el poder legítimo de la elección democrática, empiezan a hablar de algo que él no entiende: la Ley. Es inadmisible. El dictador que creía que sólo la Historia y Dios podrían evaluarlo, se encuentra con la Ley y la Justicia común, la de siempre. De pronto, desprovisto del sonsonete religioso y del consentimiento obsecuente e interesado, escucha algo que para los demás es obvio: es un criminal y un usurpador. Un presidente elegido por el pueblo, Raúl Alfonsín, lo lleva a tribunales, algo nunca visto y que no puede creer que le esté sucediendo a él. Para peor, los códigos de justicia contemplan sus actos, los examinan y la consecuencia es una condena. Va preso.

Los viejos pactos funcionan y obtiene un indulto. El dictador envalentonado, sigue alucinando y piensa que Argentina le debe “un desfile de homenaje”. Como muestra de las convicciones del mismo núcleo de la jerarquía de la Iglesia Católica, los tres dictadores son invitados por el Nuncio del Vaticano a la recepción de fin de año en su embajada. Es una manera de reintroducirlos entre los poderosos. Pero nadie quiere verlos, ni siquiera quien los indultó, el entonces presidente Carlos Menem. En medio del desprecio, deben abandonar la fiesta.

El dictador sigue sin comprender. La sociedad lo aísla y se reagrupa para conseguir sea declarada inconstitucional toda norma exculpatoria. Logrado esto, otra vez la Ley y la Justicia. Aquello que él pensó que nunca lo tocaría vuelve a convocarlo y, por último, es condenado de manera irreversible. Le habían prometido el cielo y quizá creía que lo había ganado, pero la tierra le fue negada.

Jorge Rafael Videla, dictador de Argentina, señorón de horca y cuchillo, murió cumpliendo condena, en prisión el 17 de mayo de 2013. Fue noticia importante, pero no de impacto. Su ciudad natal no quiso recibir sus restos. La sociedad estaba tranquila, porque el semidiós había mostrado su condición humana y su miseria nauseabunda y por ello fue juzgado y condenado. Nunca se arrepintió de lo hecho, no pidió perdón ni dijo nada que oriente a familiares y a la sociedad entera, sobre el destino concreto de las víctimas. En realidad siguió siendo el mismo. Pero cuando murió, ya no amenazaba a nadie.

 

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