La Reconciliación en el Perú: el antídoto para una nación doliente
La Reconciliación en el Perú: el antídoto para una nación doliente
El término reconciliación tiene múltiples significados y dimensiones, que varían según el contexto. No es lo mismo la reconciliación que surgió en Sudáfrica, basada en la filosofía Ubuntu1, luego de la eliminación del apartheid, que un proceso más político en Irlanda del Norte posterior del acuerdo de viernes santo firmado en 1998; o que una reconciliación con matices pluralistas en Colombia, que está tomando una fuerza jamás pensada, ad portas de la firma de un acuerdo final en La Habana.
La reconciliación es un término con una carga moral muy fuerte, cada persona le da significado nutriéndolo con sus preferencias, ideologías y prejuicios. Asimismo, hay diversas interpretaciones y preocupaciones sobre su utilización. Pese a sus distintas definiciones, existe un consenso en cuanto su finalidad: la posibilidad de un futuro compartido por las partes (sean personas o grupos).
Luc Huyse argumenta que hay tres etapas para la reconciliación: reemplazar el miedo por la coexistencia no violenta, construir confianza y moverse hacia la empatía. La última etapa, de acuerdo con el autor belga, necesita estar acompañada de la construcción de la democracia y de un nuevo orden social. Por su parte, Hamber y Kelly plantean que un proceso de reconciliación generalmente involucra cinco aspectos interrelacionados: desarrollar una visión compartida de una sociedad interdependiente y justa; reconocer y enfrentar el pasado; construir relaciones positivas; un cambio cultural y actitudinal significativo; y un cambio social, político y económico sustancial.
Desde mi perspectiva, la reconciliación debe estar distanciada de su connotación religiosa (perdonar es una decisión personal, e inclusive privada, por ende, puede pensarse la reconciliación sin perdón pero con la intención de seguir adelante). La reconciliación tampoco es sinónimo de impunidad, ni de desconocimiento de la verdad, ni mucho menos de injusticia. Ciertamente, he apropiado la reconciliación desde un enfoque político, en donde se trata de transformar relaciones que se han quebrantado por un conflicto, o que en algunos casos, ni siquiera han existido. La reconciliación requiere entonces, contrarrestar la sospecha, la desconfianza, la violencia y propender por una sociedad en la cual primen la tolerancia, el respeto y los derechos humanos. Es la voluntad de vivir juntos, reconociendo nuestras diferencias.
Estoy convencida que la clave para cualquier proceso de reconciliación radica en “humanizar” al “otro”. Es decir, dejar de pensar que ese “otro” supone una amenaza para mi identidad y romper con el imaginario de una disputa entre los buenos y los malos, donde claramente, yo estoy en el primero de los dos bandos.
Por ello, para la reconciliación, es indispensable reflexionar sobre la identidad. La identidad responde a lo que soy, pero también a lo que quiero ser; es casi una dualidad constante que, en algunos casos, se convierte en una lucha interna (personal) pero, de igual forma, en una aspiración social. Y en el Perú, ¿cuál es el ideal identitario? ¿Ser blanco, tener un apellido compuesto, o extranjero, que denote abolengo y no tener el mínimo rasgo físico andino que me pueda emparentar con un “cholo”?
Sin el ánimo de hacer con estas palabras un recuento personal, me permitiré relatar experiencias muy indignantes que he tenido durante mis estadías en el Perú. La primera fue en abril de 2012. Lista para viajar a Huancavelica a realizar una investigación sobre las víctimas del conflicto armado, decidí que me hicieran un chequeo médico porque llevaba varios días con gripe y malestar acentuados. Recibimos entonces la visita domiciliaria del doctor X2, señor muy formal y recomendado por mi familia anfitriona. Como preámbulo de la consulta, mi amiga me presentó, creo que con algo de orgullo, mencionando mi próximo proyecto y mi propósito de con este darle voz a personas que han vivido tanto sufrimiento e injusticias. De repente, como en las películas, este señor se transformó, su rostro no era el mismo, ni tampoco el tono de su voz. En un discurso colérico y despectivo (que no pienso reproducir aquí en su totalidad), dijo que lamentaba mi trabajo, que esos terroristas no se merecían nada, ni siquiera el gasto del Estado y que eran despreciables (solo le faltó decir que los consideraba menos que humanos, pero sé que lo pensaba).
La segunda fue en abril de 2015, de caminata por un centro comercial ubicado en el distrito de Miraflores, decidí pasar por un almacén de tejidos de alpaca, que recordaba por sus lindos productos. Llegué a la puerta de Sol Alpaca, y encontré un espectáculo aberrante que me inmovilizó inmediatamente. En la vitrina, expuestas como si fueran unas mascotas exóticas, estaban dos mujeres indígenas reproduciendo la acción de tejer. La rabia me consumió, le pregunté al amigo peruano que me acompañaba que qué era esa humillación y trato indigno que le daban a esos dos seres humanos. Seguía anonadada, no me movía, por un instante quise gritar muy fuerte para que todos en ese lugar se enteraran del acto tan vil que se estaba cometiendo, miré a mi alrededor y las personas entraban a la tienda o seguían su camino como si nada estuviera pasando. Entonces, me di la vuelta y salí de ese lugar con una sensación de repugnancia y de derrota por la humanidad. Y tristemente me di cuenta de lo enferma que está la sociedad peruana. Enferma de racismo, enferma de clasismo, enferma de discriminación, enferma de desigualdad, enferma de exclusión, enferma por no enaltecer sus raíces, y en vez de ello, deshonrarlas.
La reconciliación debería pensarse en doble vía. En una primera, la sociedad peruana debe reconciliarse con sus orígenes y construir una identidad colectiva, que lleve a superar ese racismo, con ínfulas casi colonialistas, que permitió las injusticias y el sinsentido de la violencia que en las últimas dos décadas del siglo pasado desangró al país. En una segunda vía, que tenga como objetivo dar reconocimiento y que responda a la necesidad de inclusión social de las víctimas del conflicto armado en la comunidad política. Esta última implica darle voz a las víctimas, que su dolor deje de ser in-significante, dejar de discriminar a la población rural que históricamente ha sido ignorada por el Estado.
Y es así que la memoria contribuye a la reconciliación, porque el rol de la memoria es permitirnos ver el mundo con los ojos de las víctimas y que su vivencia le dé sentido a la nuestra. Bien lo expresa Reyes Mate cuando manifiesta que sin memoria de las injusticias no hay justicia posible. A los críticos de la memoria en el Perú les envío este mensaje: la memoria no hace parte de la decoración, es una exigencia de justicia.
Cuando pienso en la nación peruana, no pienso en Miraflores, sus lindas casas o en la bella plaza de armas de Cuzco. Pienso en Julcamarca, en la mirada melancólica pero valiente de su gente y en su acogedora sonrisa; en las inenarrables atrocidades que se cometieron en Chungui; y en Mamá Angélica, en su lucha incansable y en sus silencios serenos. La reconciliación en el Perú es reconocer al otro como parte de mi ser colectivo; en definitiva, es la oportunidad que tienen de revalorar y reconstruir su identidad como peruanos y peruanas.
1Concepto africano que denota la esencia del ser humano, cohesion social y un objetivo común. Algunos autores lo han resumido en una frase “soy humano porque tu eres humano”. Desmond Tutu hizo referencia al término para explicarlo en No Future without Forgiveness como “mi humanidad está atrapada inextricablemente con la suya”.
2No daré el nombre por razones éticas.