Gustavo, siempre querido,
Enviado por Rolando (no verificado) el
Hace un par de semanas cumplió noventa años Gustavo Gutiérrez, el teólogo más importante de nuestro país, el artífice de la teología de la liberación. Gutiérrez fue por espacio de muchos años profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde fue un forjador de la enseñanza de la teología en diálogo con la filosofía, con la literatura y con las ciencias sociales. Sus alumnos recuerdan su gran lucidez, la claridad de su discurso, su vocación por establecer un sólido vínculo entre la reflexión teológica y la preocupación por la justicia. Su convicción –arraigada en los Evangelios– se concentra en la construcción del Reino de Dios que promete vida en abundancia para sus hijos.
Gustavo Gutiérrez es un hombre dedicado al conocimiento, pero también es un sacerdote dedicado al cuidado de los demás. Una de las cosas que a uno le sorprende más al conocerlo personalmente, escuchar sus conferencias y conversar con él es, además de su elocuencia y su forma impecable de razonar, el enorme cariño que las personas le profesan. Un cariño auténtico y poderoso. Al final de sus intervenciones en congresos y diversos eventos académicos o pastorales, se forman inmensas filas de agentes pastorales y amigos que buscan hablar brevemente con él y darle un abrazo. Gustavo los recibe con una sonrisa y siempre recuerda con alegría alguna circunstancia significativa en la vida de su interlocutor. Quien lo conoce sabe que está frente a una persona entrañable, extraordinaria. Un hombre de Dios sin lugar a dudas.
La teología de la liberación constituye una gran contribución de América Latina al pensamiento crítico inspirado en la tradición cristiana. La teología es una reflexión crítica sobre la práxis que tiene su corazón en la experiencia de la pobreza. La pobreza constituye un hecho injusto que priva de derechos fundamentales y de oportunidades de bienestar y realización a millones de personas. Pobreza es sinónimo de muerte prematura, advierte el propio Gutiérrez. Esta condición resulta contradictoria con el deseo de Dios de brindar plenitud de vida a sus creaturas. La pobreza no está en el proyecto del Reino de Dios.
Este tipo de reflexión teológica parte de la descripción de la situación de desigualdad y exclusión que se vive en América Latina –un subcontinente empobrecido y castigado sistemáticamente por el autoritarismo político-, pero al mismo tiempo bebe del espíritu profético, presente en el Primer Testamento así como en la prédica del propio Jesús, tal como ella está formulada en detalle en el Evangelio. La profecía concibe la historia desde su reverso, esto es, desde la perspectiva de las víctimas de violencia –de violencia directa, estructural y simbólica, podría decirse hoy, recurriendo a la tipología de J. Galtung-; el eje de lectura de la historia es la situación de los más vulnerables en nuestras comunidades. El “pobre” en esta línea de pensamiento no es solamente aquel que carece de recursos, también es aquel que es excluido o es socialmente estigmatizado por su condición social, por su cultura, género o estilo de vida.
Los profetas asumieron la exigencia moral y espiritual de denunciar la injusticia y defender a quienes la padecían, a menudo enfrentándose a las autoridades políticas y religiosas de su comunidad. No temieron desafiar su poder, en la medida en que hablaban con la justicia de su lado. Desarrollaron la parrhesía, la expresión transparente y valiente de la verdad ante un auditorio adverso e incluso hostil, aún a riesgo de perder la vida o de padecer persecución a causa de ello. La profecía pone énfasis en que el verdadero culto a Dios se sostiene en la práctica de la justicia y en la misericordia, y no en la corrección en el desarrollo del rito y en las formas externas de religiosidad. Más tarde este fue precisamente el núcleo del conflicto entre Jesús y los fariseos. El conservadurismo de ayer y hoy concentra su interés en el formalismo y desestima la profecía por considerarla excesivamente “mundana” o incluso “sociologista”.
Esta objeción encierra una confusión respecto de la actitud profética y, más allá de ella, un malentendido acerca del carácter específico del propio cristianismo. El principio que anima al cristianismo es la encarnación, la idea según la cual Dios ingresa en el espacio y el tiempo de las relaciones humanas, esto es, interviene en la historia. Se refiere a la persona de Jesús, a su magisterio, a su vida, a su sacrificio y a su victoria contra la muerte. También se refiere al ejercicio del ágape como la concreción del mensaje cristiano. El cultivo del amor y de la justicia es la forma de participar en la edificación del Reino de Dios. Gutiérrez señala –en este mismo sentido– que la ‘salida del mundo’ podría ser una expresión de excelencia y de realización espiritual en numerosas religiones, pero no en el cristianismo; el cristiano no pretende abandonar el mundo, sino actuar en el mundo para convertirlo en un lugar justo y solidario, y así forjar una comunidad de personas libres. La Iglesia misma se entiende en ese sentido práctico.
“La palabra de Dios convoca, y se encarna en la comunidad de fe que se entrega al servicio de todos los hombres. El concilio Vaticano II ha reafirmado con fuerza la idea de una iglesia de servicio y no de poder, y que no “se encuentra” sino cuando “se pierde”, cuando vive “las alegrías y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres en nuestro tiempo” (GS 1)”[1].
Esta comunidad espiritual se define profética en estos términos. Una Iglesia compasiva y empática, genuinamente comprometida con la causa de la justicia, una comunidad que trabaja y sufre cada día con los más pequeños y vulnerables del mundo. Una Iglesia que se perciba a sí misma como el Pueblo de Dios (Vaticano II y las Conferencias Latinoamericanas de Medellín, Puebla y Aparecida) sin privilegiar criterios estricta o exclusivamente jerárquicos. Una Iglesia que se preocupe por el bienestar del entorno natural y social en el que la vida humana se forma y florece. Una Iglesia plural y con sentido crítico, que sea capaz de considerar a quienes piensan distinto como hermanos y compañeros de ruta hacia una vida plenamente humana y llena de significado.
Un enfoque como éste pone la preocupación por la vida y la integridad del prójimo en el centro de gravedad del pensar cristiano y de la práctica. La autenticidad de la fe se constata no en la corrección ritual o la ortodoxia doctrinal –como con frecuencia un sector del conservadurismo religioso sugiere-, sino en el ejercicio del ágape y de la justicia. El énfasis en la práctica es patente. Podríamos aseverar en esta línea de reflexión que la pregunta crucial de la religión profética no es “¿Existe Dios?” sino más bien “¿Dónde está tu hermano?”. Vana es la fe de quien guarda silencio frente a la desaparición de otro ser humano o permanece indiferente ante el sufrimiento injusto de su hermano.
Se trata de una inquietud moral y espiritual que la teología de la liberación de Gutiérrez asumió desde sus inicios. La teología es un tipo de pensar que supone un contexto socio-histórico, un lugar en el mundo desde el cual es formulado y debatido. La Palabra sobre Dios es -en un sentido importante- nuestra palabra; ella inevitablemente dice algo sobre nosotros, sobre nuestra condición y experiencia en el mundo: es palabra encarnada sobre Dios. Resulta insensato hacer abstracción de ese fundamento.
Enviado por Rolando (no verificado) el
Gustavo, siempre querido, siempre admirado. Me alegra verlo tan bien a sus noventa años.