Diego Trelles o la batalla por la literatura
Diego Trelles o la batalla por la literatura
Una aproximación a Adormecer a los felices, su último libro de cuentos, y la disputa por la habilidad de escribir.
En general, para la literatura peruana reciente, la escritura carece de clase social. Aunque el personaje escritor abunde en ella, escribir se figura como una habilidad de libre disponibilidad, cuyo ejercicio no diferencia entre potentados, clases medias, pequeños burgueses, pobres, precarizados o lumpen (por ello, aunque los personajes y argumentos expresen una alta dosis de conflictividad social, la habilidad de escribir parece correr por fuera de ella). Así, en la narrativa reciente, escribir luce como un carisma, una forma de espontaneidad o, más bien, una propensión generalizable que no requiere más que de condiciones anímicas y del ejercicio de la voluntad. En esta mirada confluyen exponentes muy disimiles de la producción literaria de este siglo: se manifiesta tanto en la narrativa breve experimental, para públicos selectos, como en la de largo aliento que se dirige a públicos masivos (desde Casa de Islandia, de Luis Hernán Castañeda, donde escribir es acceder al plano de la epifanía poética, hasta Contarlo todo de Jeremías Gamboa, la novela donde convertirse en escritor es un logro que funda la armonía social). En cualquier caso, es la “naturalización” de una escritura mágica y prócer, siempre intocada y separada de la lógica de desigualdad y la opresión; la que, por el contrario, iguala y pacifica a sus practicantes, aunque el entramado de la voces sociales continúe estallando fuera de ella.
En esto, las historias de Trelles Paz van a contracorriente, son rara avis. Ya en la novela El círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2005) propone que el asesinato constituye una acción definitoria de la conflictividad literaria en una escena artística cuya propensión natural es la lumpenización. En Bioy (Planeta, 2012), la novela sobre un sicario del narco, una parte completa de ella, la tercera, trata de los debates literarios por internet en los que un psicópata participa anónimamente desde precarias cabinas públicas. Trelles no solo llama enfáticamente la atención sobre la posición social de quien practica la literatura, sino sobre las condiciones materiales en las que se disputa el control de la habilidad, ya sea desde la marginalidad cuando no en el ejercicio del crimen. En eso se basa la habilidad de escribir ficción en sus libros y es la posición social desde la que estos cuentan sus historias. Ni la literatura, ni el escritor, en Trelles, son próceres o impolutos; más bien, son tomas de partido por una literatura que, genéricamente, cabría adjetivar de plebeya, ya que la producen sujetos de clases bajas y porque su ejercicio o intervención provoca paulatinas crisis en la administración cotidiana del mundo que han normalizado las clases altas.
En Adormecer a los felices, su último libro de cuentos, la literatura plebeya no es, naturalmente, una presea aunque, desde luego, es una distinción. Pero no es una distinción que asegure nada; más bien perjudica la posición del escritor en la buena vida que los “felices” del título practican. No se trata de la degradación del apátrida, como pudiera sugerir el trashumantismo de sus muchos protagonistas. Disentir de la ideología y del lugar de la patria, más bien, es parte de la toma de postura del libro (por ello sus historias en el territorio nacional son formas de distancia: recuerdo, pasado). Aquí, si la ideología de la patria es una postura, sería la de los “felices”. Ellos funcionan dócilmente en la lógica doméstica y son la fachada de la vida normalizada del territorio; los beneficiados, sino cómplices, del encubrimiento de toda suerte de beligerancia y violencia. Y con “los felices”, el radical antagonismo queda perfectamente definido en el epígrafe de Louis-Ferdinand Céline: “Una noche será necesario adormecer totalmente a los felices. Y mientras duerman, te lo digo, terminar con ellos y su felicidad de una vez para siempre”. Desde esta perspectiva, la habilidad de escribir contiende contra la normalidad y es una permanente vigilia beligerante. Por ello, también es contraria a los límites de las fronteras: Adormecer a los felices ocurre en Lima, New York ,Texas, París. La libre disponibilidad del territorio y la vocación criminal pudiera hacer suponer que la apuesta es, asimismo, por un cosmopolitismo decadente. Pero ni la escritura ni el crimen se benefician de un libre acceso al goce de los bienes o del delito. Más bien, se escribe en la incertidumbre, y la lumpenización funciona, antes que nada, como lógica de identidad y de sublevación.
Así, cada cuento elabora distintas aproximaciones a la interrelación entre marginalidad, nomadismo y la habilidad de escribir como transgresión del orden de “los felices”. Las historias de escenario peruano son las primeras. La colección abre con “El aprendiz”, cuento referido por Eduardo Vargas, un universitario que deja sus estudios de comunicación audiovisual para seguir la rutilante innovación estética en el cine pornográfico de un director alcohólico. Luego, “Nunca he sabido cómo hacer para odiarla” es el monólogo de un escritor peruano drogadicto que vagabundea en el invierno de Nueva York, y que, mediante la memoria, explora la dimensión política de un viejo romance de verano cuando era adolescente en la época de la guerra contra Sendero. Le siguen tres cuentos que está organizados para tematizar las peripecias de la habilidad de escribir como experiencia y antagonismo de clase: “El azar de Melody”, “Juan José Gil” y “Los farsantes”. “El azar…” recupera la estrategia memoriosa de “Nunca he sabido…”; aquí también hay la recuperación de una experiencia adolescente, pero desde la mirada de una alumna de un taller literario en Lima: escribe un cuento sobre las lecciones inolvidables de poesía que impartía un maestro voluntario en un pueblito de provincias al que ella se mudó; junto con su amiga Melody, leían en clase, en voz alta y extasiada, la poesía de autores peruanos contestatarios. Como contrapunto , “José Gil” es la zambullida sin paliativos en el antagonismo de clase entre escritores. Es el texto de una carta-insulto que manda un narrador sin vitrina al director de un taller literario, cuyo nombre se usa en el título. La premisa de la agresión es que el prestigio del taller no se basa en enseñanza alguna, sino en los contactos con gente de dinero que Gil maneja. La última de las tres historias, “Los farsantes”, ofrece testimonio sobre la beligerancia de la escena literaria nacional en clave paródica: tres poetas, cuyo origen reproduce una pirámide social, un reseñista de periódicos, linajudo y prepotente, y un editor independiente que estafa a nuevos poetas, ofrecen sus testimonios de parte; en ellos, la beligerancia lumpen dinamiza la conflictividad como réplica al elitismo de clase.
Luego, en contienda contra una institucionalidad irresoluble, el escritor y su habilidad radicalizan la transgresión. Es sintomático que el séptimo cuento de la colección, Intermezzo, sea el diálogo, plagado de equívocos, entre dos matones del narco, uno mexicano y otro peruano. Es un intermedio entre el territorio nacional y las historias ambientadas en la diáspora hispana, pero también es la introducción en una topología distintiva: la frontera, donde la institucionalidad se repliega y las identidades mutan según el propósito con que se traspasa de un sitio a otro. En Adormecer a los felices, la única identidad que sobrevive al cruce es la escritura, que continua distribuyendo sus nombres y con ello sus tomas de posición. En “Sección surrealista en Harry Ransom Center”, la voz de Warren Supten, hijo de mexicanos y vigilante del museo de la Universidad de Austin, cobra conciencia de que su nombre es el mismo que el de un personaje de Faulkner; las voces de los fantasmas de los poetas surrealistas franceses, cuya área del museo vigila, lo lanzan, a continuación, al puro delirio de la poesía más visionaria y contestataria. A su vez, “Cómo se encuentra hoy Madame Arnoux”, cuenta el desvarío alcohólico de Mariano y el Chato, unos bohemios latinoamericanos en París, a quienes incita a la fiesta una musa francesa mal envejecida, que se apellida como la protagonista de La educación sentimental; como le ocurre a la otra, la vida disipada también es el escenario en que ella favorece los prejuicios de la pequeño burguesía parisiense. En “In God We Trust”, por su lado, un niño latino cuenta que está en manos del reverendo Dick (literalmente, verga); la insolvencia de su padre y la tarea de ambos como pregoneros del religioso, a fin de que la policía no los deporte por vagancia, los tiene acorralados. En todos los casos, la escritura de los nombres, en especial de los literarios, identifican el instante en que literatura y marginalidad se resisten a ser arrinconados en la abyección o la obsolescencia (el ilegal, el alucinado, el violado); el acto por el cual, asimismo, ambas actualizan sus potencialidades permanentes para desestabilizar.
Como cierre, “Vladimir” y “Vinilo” recuperan la disputa por la habilidad de escribir en el ámbito internacional. Del mismo modo que en “Melody”, “José Gil” y “Los farsantes”, la disputa de clases confronta el elitismo de la cultura con el recurso último del crimen (la patada al tablero de “los felices” y sus tabúes). Pero aquí el combate de la literatura plebeya se libra contra el consumo globalizado que estandariza los bienes culturales. Por ello, Vladimir, protagonista del relato del mismo nombre es miembro de una “resistencia” secreta: es un hispanista que se niega a que la lectura apasionada del Quijote devenga en mercancía académica banal. Es el enfrentamiento entre dos economías de la literatura, una que se funda en los afectos y en sus movimientos imprevisibles y otra en la reglamentación tecnocrática que estandariza su enseñanza para una ascendente burocracia global de las humanidades. Vladimir es el movimiento apasionado mismo: se hizo hispanista por amor al Quijote en su Unión Soviética natal, y la abandonó para enseñarlo en una universidad norteamericana. De hecho, antes es cervantista que universitario puesto que afirma, en su procesamiento de la experiencia, la mutua implicancia entre vida y literatura, como tematiza el Quijote. Nada más repudiable para él, entonces, que acorralarla (y acorralarlo con ella) en la reproducción de formatos especializados para el consumo hermético de los tecnócratas. Una batalla incluso más secreta es la que libra el protagonista de “Vinilo”, un letrado gay lumpen del siglo XXI que lleva una bitácora en línea sobre su nuevo amante. Justo lo que lo distancia de él son las los modos de consumir bienes culturales: mientras que el escritor los adopta como prendas de su diferencia insumisa (literatura, cine, música en soporte de vinilo), su amante las emplea como las insignias de una ciudadanía cultural globalizada. Al individuo constituido por su base material impone la fluidez de la “tendencia”. Sin duda, antes que la conciencia de la batalla de la clase, cuyo botín es el acceso a la escritura y la cultura, el consumo del amante suponen la irrestricta disponibilidad de los bienes culturales, el goce sin conflicto, por abundancia, de la prosperidad de un mercado global que es desproporcionadamente recursivo. Aunque el escritor gay le presente contienda, el goce consumista de su amante plantea el desafío de que el antagonismo plebeyo sea inútil. El mundo ha cambiado y cabe que el acceso a los bienes culturales ya no discrimine. Puede que en los Estados Unidos del siglo XXI, como ocurre en “Vinilo”, tanto el insumiso como el dócil, a fin de cuentas, consuman lo mismo: música, literatura, cine “alternativos”. Con un consumo idéntico, no solo vale preguntarse si el antagonismo de clase tiene sentido sino si vale continuar con la gesta por una literatura plebeya.
El libro de Diego Trelles es un conciso y puntual recordatorio de que la lucha existe y prosigue, a pesar de los tiempos de la fantasía de la hiperabundancia globalizada
La respuesta de Trelles es un posicionamiento que atraviesa la suma de disputas por la habilidad de escribir en Adormecer a los felices. No obstante, en este relato resulta particularmente explicito a través del autorretrato del escritor plebeyo del nuevo siglo, que efectúa el protagonista, y funciona también como una declaración de principios. Para él, aunque se consigue la habilidad de escribir en términos de combate por bienes tangibles, ella tiene una dimensión intangible, ajena a la relación con la economía globalizada. Declara el narrador de “Vinilo”:
“Me imagino que se nota: no soy escritor ni artista, ninguna de esas cojudeces de intelectuales profundos que sufren y, gracias a esa libertad, puedo escribir como me da la gana. Tengo mis cositas, desde luego. Llevo este diario, leo como un obseso, veo todas las películas que puedo y tengo la habilidad de recordar la filmografía de los directores y también de los actores y, a veces, también recuerdo todos los encuadres y los diálogos de las pelis que me gustan” (129).
No se trata, pues, de parecer escritor, ni menos hacer “cojudeces de intelectuales profundos”, es decir, ejecutar modelos identificables del establishment de la escritura. El ejercicio de la distinción consiste en “tener mis cositas”. En ello, se aprecia una acumulación de bienes culturales que recaptura un ideal de propiedad de las clases populares: lo indispensable para no carecer y también para no ostentar. Es una forma de apropiación inconcebible para una economía cultural de maximización del consumo. Además, son “cositas” transformadas rápidamente en bienes intangibles por la memoria: los libros se leen, no se acumulan; las películas se miran, tampoco se acumulan. Aquí, el consumo cultural no supone el fondo bibliográfico o la cinemateca; ni se imaginan. Más bien, los bienes se poseen haciéndolos uno con el sujeto plebeyo; es decir, apropiándolos en la lógica de lo indispensable, y sustrayéndolos de la economía de la abundancia que, en el mejor de los casos, solo produce bienes tangibles. No es que la habilidad de escribir y de filmar no tenga ya que disputarse; por el contrario, es una lucha más cuidadosa puesto que se le presenta como una operación clandestina. Así, el combate consiste en confiscarlos del orden compulsivo de la “tendencia”, de la multiplicación banal, y desaparecerlos, fundirlos, dentro de un sujeto que los aprovecha, pero que no los luce y que, robándolos, vence. Su antagonista aquí ya no es el pequeño burgués que administra la ciudad letrada nacional. Resulta cualquier alienado por la fantasía de una cultura gozosa y sin lucha, que promueven los mercados culturales globales. En “Vinilo”, irónicamente, es el amante del escritor. Visto así, el fin de su relación pertenece al cuerpo de delitos que constituyen las batallas por la escritura plebeya.
Adormecer a los felices plantea, en consecuencia, debatir por primera vez, de forma abierta, la condición social de la habilidad de escribir en la literatura nacional. En otras literaturas ello ha permitido una exploración de estéticas distintas de las que respondían al sentido común vigente, por lo general conservadoras. Así, a finales del siglo XX, en Argentina y México, las manera de entender sus respectivas historias literarias se transformó al incorporar fenómenos como la cultura del pobre, la literatura popular o la literatura lumpen. Entendiéndolas como literaturas militantes de una estética popular, se reprocesó su valoración: pasaron de ser mala literatura a divergencias estéticas fundadas en la diferencia de clase y el consumo cultural. Por lo mismo, los cánones nacionales se reconfiguraron para expresar las discrepancias de las batallas por la escritura entre sectores sociales, pero también la pluralidad de logros. Así en Argentina, Roberto Arlt se situó como contraparte de Jorge Luis Borges, en tanto fue un intelectual popular y periodista transgresor de las estéticas patricias durante la primera mitad del siglo XX. También en el México de los años setenta, frente al movimiento de intelectuales y los poetas encabezados por Octavio Paz en la revista Plural, se situó la producción del grupo de poetas infrarrealistas, encabezados por Mario Santiago y su actividad por una literatura contestataria con enclave en las clases bajas. En Perú, esa reconfiguración de los cánones aún no se produce, y las emergencias populares en su historia, significativas pero breves, frecuentemente se reabsorben en un relato unitario de la historia literaria de dominio patricio. Momentos claves de la disputa de las clases populares por la habilidad de escribir, como las revueltas estudiantiles de los años veinte y el proyecto cultural de Mariátegui en la revista Amauta, se leen como episodios de la misma cronología estética que, por ejemplo, la poesía purista criolla de los años cincuenta. Se les propone como ensamblajes de un misma versión de la modernidad local cuando, más bien, la primera es de extracción popular y la otra corresponde al establishment predecible de letrados dominantes. Los combates más recientes en la poesía por una escritura plebeya, protagonizados en la segunda mitad del siglo XX por los movimientos Hora Zero y Kloaka también se integran hoy interesadamente en una composición armónica del relato nacional sobre la literatura, que falsifica su conflictividad. Por ello, el libro de Diego Trelles es un conciso y puntual recordatorio de que la lucha existe y prosigue, a pesar de los tiempos de la fantasía de la hiperabundancia globalizada. Pero que es una disputa que con su ficción adquieren renovada visibilidad e imprevistas estrategias de resistencia, que no por contemporáneas resultan menos decididas y feroces para la batalla.