Los caminos de la inclusión
Los caminos de la inclusión
La cantidad de obra pública y la profundidad de las reformas que un gobierno nacional sea capaz de alcanzar dependen en un alto grado de lo que llamaremos aquí la “infraestructura del Estado”. Ésta consiste tanto en aspectos materiales que permiten a las autoridades mantener un control efectivo de lo que ocurre en el territorio y prestar servicios a la población, cuanto en aspectos de organización y calidad de la burocracia. Para lo primero serán indispensables las redes de comunicación, como caminos, telefonía y puertos aéreos y marítimos; locales escolares, comisarías de Policía y armamento o equipos de comunicación para los custodios del orden interno; edificios e instrumentos de atención médica; aparatos para el servicio meteorológico que permite prever desastres naturales; etcétera. Para lo segundo: técnicos preparados en todas estas áreas, con experiencia y competencia para el sector público, y cuya organización administrativa sea eficaz.
Uno de los problemas más agudos para que los países pobres o tercermundistas mejoren su desempeño económico y político ha sido precisamente la mala calidad o insuficiencia de dicha infraestructura, que hacía que los gobiernos mejor intencionados o los líderes más visionarios y mejor preparados fracasasen en sus propósitos de reforma política y ascenso de la calidad de vida de los habitantes. La infraestructura del Estado no se improvisa; se forma paulatina y progresivamente, adquiriendo la categoría de una herencia histórica difícil de cambiar en el corto plazo de cuatro a seis años que suelen durar los gobiernos.
La infraestructura del Estado en el Perú era precaria cuando comenzó nuestra vida republicana, pero las dificultades naturales y la extensión del territorio empeoraban la calificación todavía más. Los puertos y caminos permitían apenas un tráfico lento y de pequeña escala. Un observador francés de alrededor de 1840 reseñó que la profusión de revoluciones y la consiguiente inestabilidad política del país era una consecuencia de los malos caminos, que hacían que sofocar una revuelta o la sedición de algún comandante fuese una tarea ardua y demorada. Los dirigentes de estos eventos siempre podían contar con un periodo “de gracia”, o sin represión, que ya podía servirles para ponerse a buen recaudo, o para obtener réditos que compensasen su ulterior derrota. En estas circunstancias, que no cambiaron en lo fundamental hasta las primeras décadas del siglo XX, el país vivía una especie de régimen descentralizado de facto, ya que las élites y autoridades locales no podían ser controladas por el poder central.
La ausencia de personal técnico fue asimismo clamorosa hasta la guerra del salitre. Todo el personal del Estado, sin contar el de tipo militar, sumaba apenas unos tres mil hombres antes de dicha guerra. Pero el problema no era principalmente de número, sino de preparación. Las dos o tres universidades del país formaban solamente abogados, médicos y hombres de letras; se carecía de expertos en campos tan importantes para el Gobierno como el tributario, la administración de servicios, la construcción de caminos y edificios o la alfabetización. Ciertamente, tampoco existía la idea de que en estas áreas el Estado tuviese una tarea que cumplir. La labor de gobierno se entendió por entonces como la defensa del territorio nacional y del orden interno (que a su vez se entendía estrechamente como controlar las conspiraciones contra el gobierno radicado en la capital), así como la mantención de tribunales de justicia para castigar los delitos. La propia estructura del Estado así lo demostraba. Hasta 1896 existieron solamente cinco ministerios: Gobierno y Policía, Guerra y Marina, Hacienda, Relaciones Exteriores y Justicia. A este último se le añadieron luego las Direcciones de Instrucción, Beneficencia y Culto.
Los nuevos ministerios expresarían el agotamiento de las antiguas vías para la integración social y la transición hacia políticas más “focalizadas”.
El desastre de la guerra del salitre empujó la idea de que el Gobierno en el Perú debía preocuparse por algo más que aquello. En el agrio debate que siguió a la Paz de Ancón emergió la idea de que la tarea más importante del gobierno era lo que se proclamó entonces como “la redención del indio”, que hoy llamaríamos su “inclusión social”. Redimir a los indios exigía integrar su territorio al resto del país con vías de comunicación como ferrocarriles y telégrafos; enseñarles el idioma castellano y las costumbres “civilizadas” de higiene y urbanidad; y transmitirles los hábitos alimenticios que pudiesen potenciar su adecuado desarrollo físico e intelectual. La inversión en caminos modernos y en educación también se hizo necesaria para reconstruir la economía nacional sobre la base de nuevos bienes de exportación, una vez que se habían perdido el guano y el salitre. Para extraer las lanas de las punas, el caucho de la Amazonía y el cobre de las cordilleras hacían falta ferrocarriles y una mano de obra disciplinada laboralmente, de la que carecíamos.
Desde aproximadamente 1900 se desplegó un activismo estatal que llevó a un importante mejoramiento de la infraestructura del Estado en el Perú. La fundación del nuevo Ministerio de Fomento y Obras Públicas, en 1896, fue el campanazo de anuncio de la nueva era. Aproximadamente una década después se crearon las Direcciones de Educación y de Higiene y Salubridad, que centralizaron la conducción de las tareas de educación y salud en manos del poder central.
El cuadro que sigue sintetiza la historia de la creación de los ministerios en el Perú. Bajo el entendido de que éstos representaron campos de dirección y coordinación de la política pública, podría suponerse que su creación denotó el interés del Estado en desplegar una acción decidida en determinados ámbitos. Se trata de un esfuerzo preliminar, que podría contener algunas imprecisiones. De hecho, hemos omitido considerar los cambios de nombre que han sufrido los ministerios a través del tiempo, cuando su misión principal se mantenía. Por otro lado, la desaparición de algunos tuvo que ver con dos situaciones: una, que un ministerio se subdividía en otros nuevos, por lo que, más que expresar la pérdida de interés del Estado en una materia, estaría expresando, al revés, que ésta se contemplaba tan importante que se decidió afrontarla desde varias carteras. Éste sería el caso de la desaparición del Ministerio de Fomento en el inicio del gobierno militar. La segunda situación ocurrió cuando un ministerio se fusionó con otro, lo que estaría expresando el deseo de concentrar o coordinar mejor el esfuerzo gubernamental, o que éste se aprecia menos necesario que antes en algún aspecto. Esto sucedió durante el gobierno de García entre 1980 y 1985, cuando se fusionó en uno solo los ministerios militares, y durante el de Fujimori, cuando la cartera de Vivienda y Construcción fue fusionada con la de Transportes.
El cuadro (para cuya preparación agradezco la ayuda de Stephan Gruber), muestra que fue en el siglo XX que ocurrió una inflación de ministerios. Los seis que existían al comenzar la centuria se habían triplicado cuando ésta terminó. Las coyunturas más activas fueron la de 1935-1943, cuando nacieron cinco nuevos ministerios, y la del gobierno militar, durante 1968-1969, cuando vieron la luz otros cinco. La primera década del siglo XXI ha sido también pródiga en la creación de ministerios.
El crecimiento del número de ministerios no implicó, desde luego, el de la calidad de la administración pública. A veces trajo la politización de un sector y, en tal sentido, una degradación del carácter técnico de su burocracia. En cualquier caso, es clara la preocupación desarrollista que hubo en el siglo XX, plasmada en la creación de carteras para cada sector de la producción económica.
El siglo XIX fue el de la creación de los departamentos. Habiendo nacido la república con solo ocho, ya sumaban veinte al terminar dicha centuria. En el siglo XX se crearon solo cuatro más. El XX fue, en cambio, el de la proliferación de ministerios. Se trata de un giro interesante, puesto que mostraría que el Estado entendió entonces que el gobierno debía centralizar la conducción de las nuevas competencias que desplegaba, antes que desarrollarlas a través de las administraciones locales. Los ministerios de la Mujer y del Ambiente y el nuevo de Inclusión Social expresarían la aparición de una segunda ola de “preocupación social” (la primera fue la de los años 1935-1942, cuando aparecieron los de Salud, Educación y Trabajo). Los nuevos ministerios expresarían el agotamiento de las antiguas vías para la integración social y la transición hacia políticas más “focalizadas”. Creo, sin embargo, que aún habría mucho por hacer mejorando la calidad de la prestación de las “viejas políticas”, como educación y salud.
No cabe duda de que volviendo la mirada medio siglo atrás, podemos decir que la infraestructura del Estado ha mejorado mucho en el Perú. Las carreteras llegan hoy a todas las capitales de distrito (salvo en la Amazonía), y la dotación de electricidad y telefonía se ha masificado hasta alcanzar una parte mayoritaria del territorio nacional. Esto mejora las posibilidades de desempeño de cualquier gobierno, pero deja asimismo en evidencia que las políticas y las personas que las apliquen son hoy, más que antes, las responsables de los resultados. En cualquier caso, un tema clave, y también espinoso, para el nuevo Gobierno será compatibilizar la estructura ministerial del gobierno con la descentralización aplicada a través de los gobiernos regionales. ¿Más ministerios y menos Gobierno Regional, o lo contrario? De momento la mano pareciera cargada hacia lo primero, lo que, si bien debe llevar a resultados más rápidos, a largo plazo podría no ser lo mejor.