Obama: Causas y Azares

Obama: Causas y Azares

Michael Shifter Presidente, Diálogo Interamericano
Ideele Revista Nº 215

Presidente Obama junto a su equipo económico.

Pocos estarían en desacuerdo con que el estado de ánimo de la nación, durante el primer periodo del primer presidente afroamericano en los Estados Unidos —que generó un enorme entusiasmo bajo el atractivo lema de “esperanza y cambio”— ha sido especialmente pesimista.

Las encuestas muestran que aproximadamente tres cuartas partes creen que el país va en la dirección equivocada. La mayoría de los indicadores económicos son sombríos. La tasa de desempleo parece haberse estancado en torno al 9%, aunque bajo a 8.6% en noviembre, por lo menos en el corto plazo.

Barack Obama y, por supuesto, la mayoría de los estadounidenses, sabía que el país no estaba en buenas condiciones, cuando comenzó su Gobierno en enero del 2009 (lo que explica por qué ganó las elecciones). Pocos, sin embargo, se dieron cuenta entonces de la gravedad de la crisis económica —y de lo difícil que sería sacar a la economía de ese hoyo profundo—. Obama reunió a un equipo económico que puso en práctica una serie de medidas, incluyendo un paquete de estímulo de casi un trillón de dólares, pruebas de fortaleza para los bancos y el rescate de la industria del automóvil.

El Presidente también hizo pasar la reforma de la salud, su mayor prioridad legislativa. Dado que los problemas económicos han demostrado ser tan tercos y tan resistentes a las recetas concebidas y aplicadas en los últimos tres años, no es de extrañar que el equipo de Obama haya sido objeto de críticas enormes. La crítica de la izquierda, expresada en un reciente libro de Ron Suskind (The Confidence Men: Wall Street, Washington, and the Education of a President), sostiene que Obama se equivocó al poner en su equipo económico a gente —incluyendo a Larry Summers, director del Consejo Económico Nacional, y Tim Geithner, el secretario del Tesoro— que se había asociado con la política equivocada y se sentía demasiado cómoda con Wall Street (el sentimiento en contrario, con el tiempo dio lugar al movimiento de “los indignados” en los Estados Unidos). Estos funcionarios no estaban dispuestos a romper con las políticas que habían ayudado a poner en práctica y que, de acuerdo con los críticos, habían sido, para empezar, responsables de la crisis. 

La crítica desde el otro lado del espectro político, que se refleja en la oposición de los republicanos, ha sido que las medidas de Obama revelaron su verdadera inclinación socialista, su afición por grandes programas desde el Gobierno y por hacer gastos enormes. Esto explica por qué Obama recibió lo que se reconoció como una “paliza” en las elecciones al Congreso de mitad de periodo, en el 2010, cuando los republicanos recuperaron el control de la Cámara de Representantes. 

Será objeto de debate durante muchos años lo que Obama debería o podría haber hecho diferente, pero el hecho es que estaba operando dentro de restricciones políticas importantes que no permitían mucho margen de maniobra.

Él podría haber intentado un estímulo más grande —como frecuentemente le reclamaban economistas como Paul Krugman, columnista del New York Times—, pero habría tenido grandes dificultades para que el Congreso las aprobase. Podría haber tratado de ser más duro con los bancos —y, de hecho, podría haber presionado más—, pero también habría tenido costos políticos para un presidente que se comprometió a trabajar con los republicanos y creía en las virtudes del consenso bipartidista. 

La idea de que Obama podría haber usado su capital político en la creación de puestos de trabajo en lugar de la reforma de salud —y que podría haber sido menos pasivo y presentar su propia propuesta legislativa, en lugar de dejar al Congreso trabajar en los detalles de las medidas— tiene un mérito considerable. Es curioso que un comunicador tan excepcional no haya hecho un trabajo muy bueno en la comunicación de los logros de su propia Administración. 

Tal vez debería haber empezado con la creación de empleo, antes de la reforma de la salud, pero esto último fue sin duda un logro histórico y significa una diferencia importante en las vidas de millones de estadounidenses. A pesar de que es ciertamente difícil obtener réditos políticos haciendo hincapié en lo mucho peor que las cosas podrían haber sido si no fuera por algunas políticas, Obama podría ser más eficaz en explicar cómo su aproximación logró evitar un colapso económico en los Estados Unidos. La inflamada retórica de Obama en la campaña del 2008 puede tener parte de la culpa en el problema—su actuación en la economía se mide contra las altas expectativas que levantó—. 

Si el desempeño de Obama en el manejo de la economía ha sido decepcionante, su performance en la política exterior ha sido ampliamente aplaudida. La secretaria de Estado Hillary Clinton y el, hasta hace poco, secretario de Defensa, Robert Gates, han sido las verdaderas estrellas de la Administración durante el primer término. Fueron vistos como realistas, pragmáticos y con gran habilidad diplomática.

También trabajaron muy bien juntos, lo que no es común en las administraciones de los Estados Unidos. En términos políticos, la muerte de Osama Bin Laden fue, por supuesto, un gran triunfo para la Administración de Obama, al igual que otras victorias frente a Al Qaeda. Los golpes feroces de aviones no tripulados en Pakistán hacen que sea difícil caracterizar a Obama como “paloma” en política exterior.

El manejo de Obama de la situación de Libia también ha sido en general elogiado. La ventaja política que el Partido Republicano tendió a disfrutar en materia de seguridad nacional, durante las últimas cuatro décadas, ha sido neutralizada por lo hecho por Obama. 

Pero la política exterior probablemente no va a ser decisiva en la elecciones presidenciales del 2012. La economía será el tema dominante. El reto para Obama, así como para el candidato republicano, será el de convencer al electorado de que tienen el mejor programa para mejorar las perspectivas de empleo en el corto plazo y, al mismo tiempo, para hacer frente tanto al déficit insostenible en el país, como a la deuda (que está acercándose a 15 trillones de dólares). Hasta ahora, el sistema político, que refleja un electorado polarizado y un clima venenoso y desconfiado, ha sido incapaz de hacer frente a estos retos con sensatez. El fracaso del llamado “supercomité” —integrado por legisladores republicanos y demócratas y creado para llegar a un compromiso para reducir el déficit y la deuda— era previsible. Ahora, el debate sobre el papel y alcance del Gobierno —y cómo lidiar con los problemas profundos del país— se resolverá a través de una elección. 

Si Obama ha tenido la mala suerte de heredar estos problemas económicos de enormes proporciones, ha sido mucho más afortunado con sus oponentes políticos. (En la carrera de Obama para el Senado de los Estados Unidos por Illinois en el año 2004, se presentó contra Alan Keyes, un africano-americano republicano, con un estilo retórico ostentoso, pero que no fue tomado en serio como competidor. Obama obtuvo el 70% de los votos.) 

Este año los precandidatos republicanos no son conocidos precisamente por su alta calidad. El Partido Republicano puede percibir la vulnerabilidad de Obama en el 2012 y pueden estar ansiosos de retomar la Casa Blanca, pero para ello necesitan en primer lugar encontrar un candidato viable. Por ahora parece que Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts, que tiene un techo alrededor del 25% de apoyo y que suscita poca emoción en la base republicana, será el rival de Obama en el 2012, aunque los niveles de apoyo a los otros precandidatos republicanos (por ejemplo, Donald Trump, Michelle Bachman, Rick Perry, Herman Cain y, por último, Newt Gingrich, que tiene bastante fuerza) han fluctuado de manera importante. El pensamiento del establishment republicano (asumiendo que todavía existe) es que una vez que Romney gane la nominación (él es mejor candidato que hace cuatro años, pero eso no es decir mucho), el entusiasmo llegará, no a causa de su personalidad o sus convicciones (que no son fáciles de identificar), sino porque tiene alguna oportunidad de derrotar a Obama. 

La maquinaria de campaña de Obama, que está operando en Chicago ya a toda velocidad —no en Washington, al parecer para estar más en sintonía con el estado de ánimo nacional— tiene por supuesto la esperanza de producir entusiasmo en el electorado, no por el éxito del Presidente en la reducción del desempleo o la deuda, sino debido a la alternativa representada por el Partido Republicano y su candidato. La estrategia es hacer que la elección no sea un referéndum sobre la Administración de Obama, sino el escoger cuál es mejor entre ambos candidatos. No sería sorprendente que la campaña de Obama reproduzca videos de los muchos debates republicanos, que están llenos de metidas de pata y que preocuparán a votantes más moderados e independientes en las elecciones generales. 

También es probable que Obama haga campaña en contra del Congreso, que ha demostrado ser disfuncional y cuya aprobación está casi al nivel de un dígito. Ésa puede ser una estrategia política inteligente con la ventaja de ser quien va por la reelección, lo que le da mucho mayor audiencia. Que la estrategia funcione dependerá de si la tasa de desempleo, en octubre del 2012, esté a la baja o hacia el alza. E incluso si tiene éxito, y Obama es reelegido, los problemas fundamentales del país se mantendrán, y el tóxico ambiente político de Washington difícilmente mejorará.

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