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Revista Ideele N°299. Agosto-Setiembre 20211. El olvido de la historia. Formación histórica y ciudadanía
Las diferentes facciones que componen nuestra “clase política” están enfrascadas en la ejecución de una estrategia de colisión que profundiza la división en el Perú. El caso Béjar -más precisamente, los conflictos que han generado sus declaraciones sobre el origen de Sendero Luminoso y sobre las acciones de algunos agentes de la Marina de Guerra en los años setenta- ha traído al debate algunos acontecimientos de la historia reciente del Perú. Se trata de temas sumamente sensibles, que remueven fácilmente nuestro sentido de indignación y nuestros temores más hondos. La reacción de muchos actores políticos, periodistas y ciudadanos ha sido inmediata y airada; de hecho, produjo la renuncia del canciller. Lamentablemente, este incidente no ha generado una discusión más amplia y plural sobre aquellos luctuosos años.
Resulta obvio que el intercambio de ideas sobre esta materia no resulta ocioso. La construcción de una ciudadanía democrática requiere que las personas conozcan sus derechos fundamentales y cuenten con un saber riguroso acerca de la historia de las comunidades que habitan. Ser un ciudadano implica hacerse cargo de los relatos que estructuran la historia biográfica y la historia colectiva que constituyen el curso de su vida. “Hacerse cargo” alude no solo a la conciencia del peso de esos relatos en nuestras vidas, sino también a la capacidad de discernir su significación y cuestionar su lugar en ellas. Examinamos estos relatos, los interpelamos y nos dejamos interpelar por ellos. Este tipo de conciencia crítica implica poner en juego nuestros horizontes de reflexión y valoración, pues ellos constituyen el trasfondo que subyace a nuestras interpretaciones y razonamientos sobre lo que es bueno, correcto o tiene valor. Como afirma Martha C. Nussbaum, “no podemos observar una vida ni escuchar una historia sin ir equipados de antemano con ciertas intuiciones preliminares acerca de lo que es significativo y lo que no”[1]. En parte nuestra tarea como agentes morales y políticos consiste en sopesar y evaluar ese trasfondo.
El olvido de la historia nos convierte en rehenes de los más perjudiciales prejuicios y de simples embustes. Lo vemos claramente en la polarización ideológica que hoy vivimos. Para nuestra extrema derecha, cualquier asomo de progresismo en temas vinculados a la injusticia estructural o a la defensa de los derechos básicos son etiquetados de inmediato como “comunistas”, e incluso “pro-terroristas”. Se abre así la puerta a la estigmatización de muchos peruanos a causa de la ignorancia o de la mala fe de algunos políticos conservadores y de no pocos ciudadanos que se pronuncian sobre el asunto en los medios de comunicación y en las redes sociales. Hace tiempo que este sector de la opinión pública abandonó la tarea de indagar acerca de las diferentes variantes y enfoques de la izquierda peruana.
En el caso de las universidades, la sistemática desatención al cultivo de las humanidades y el debilitamiento de los estudios generales en favor de una mera “instrucción profesional” deja fuera un conjunto de saberes que permiten adquirir capacidades esenciales para pensar y actuar en la vida común. En ambos casos, se privilegia el desarrollo de oficios y la inserción en el mercado laboral sobre la ética cívica. Se presupone, desgraciadamente que el saber histórico no es útil, a pesar de que se trata de un elemento básico de la formación de la identidad.
Pero esta forma de miopía intelectual y moral también está presente en el otro lado del espectro político. La etiqueta “neoliberal” está a la mano para descalificar de inmediato cualquier posición que reivindique la cultura de derechos humanos, las libertades individuales o la economía de mercado como elementos medulares de una democracia real; no es difícil darse cuenta que estos son componentes esenciales de un régimen justo y decente. Asimismo, me preocupa profundamente constatar que algunos políticos oficialistas –tanto autoridades en el Poder Ejecutivo como congresistas– hayan experimentado grandes dificultades para admitir, en entrevistas públicas, que Sendero Luminoso es una organización terrorista o que el Movadef es el brazo político de esta organización. Se trata de un hecho alarmante, porque los grupos democráticos de izquierda rechazaron a los partidos violentistas desde los años ochenta. La evidencia histórica pone de manifiesto la lucha sistemática que los movimientos de la izquierda legal libraron contra el terrorismo senderista. Está demostrado que Izquierda Unida fue el segundo partido político con el mayor número de militantes asesinados por las huestes subversivas. Resulta penoso verificar que una facción de nuestra izquierda no ha logrado tomar conciencia de la enorme significación de los valores públicos y los procedimientos democráticos para orientar la vida política. Diríase que las lecciones de la caída del muro de Berlín nunca calaron en la constitución de su imaginario político.
2. El conflicto entre memoria e historia. La edificación de una ética cívica
Comprender quiénes somos implica meditar sobre nuestra historia común y sobre el impacto que ésta tiene en la vida de nuestros conciudadanos. Constituye un grave problema que el estudio de la historia tenga en la actualidad un lugar periférico tanto en la formación escolar como en la educación universitaria. En la secundaria se ha preferido unificar materias relativas a “estudios sociales”, dándole a la historia un enfoque “transversal”. Estoy convencido de que la mejor forma de diluir un campo de conocimiento en el ámbito de la formación intelectual de las personas consiste en convertirlo en “transversal”. Está sucediendo con la historia. En el caso de las universidades, la sistemática desatención al cultivo de las humanidades y el debilitamiento de los estudios generales en favor de una mera “instrucción profesional” deja fuera un conjunto de saberes que permiten adquirir capacidades esenciales para pensar y actuar en la vida común. En ambos casos, se privilegia el desarrollo de oficios y la inserción en el mercado laboral sobre la ética cívica. Se presupone, desgraciadamente que el saber histórico no es útil, a pesar de que se trata de un elemento básico de la formación de la identidad.
La controversia provocada por el caso Béjar no ha propiciado aún un diálogo académico y ciudadano sobre la historia reciente de la violencia en el país. Tenemos a nuestra disposición el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, una investigación interdisciplinaria rigurosa que estudió el conflicto armado interno a la luz de sus causas y secuelas. Hace ya dieciocho años que el Informe fue entregado al Estado y a la sociedad peruana para su lectura y debate en el espacio público. Resulta vergonzoso que un sector importante de nuestra “clase política” no solo rechace el documento sin siquiera haberlo leído, sino que este sector puso en el camino una serie de obstáculos para que se examine en los colegios y en las universidades. Considero que es necesario traer nuevamente al escrutinio público el Informe Final, con el objetivo de crear conciencia acerca de la tragedia vivida y establecer mecanismos de no repetición. Casi dos décadas después, las víctimas del terror subversivo y de la represión estatal siguen esperando que se honre su derecho a la verdad, a la justicia y a una legítima reparación. Los últimos gobiernos simplemente han preferido mirar hacia otro lado y soslayar el seguimiento de las recomendaciones y reformas institucionales planteadas por la Comisión.
En los últimos años se ha desarrollado en el Perú una literatura testimonial sobre el conflicto armado interno que contribuye decisivamente al trabajo de la memoria. Diarios de vida y muerte de Carlos Flores Lizana, Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán y Los rendidos de José Carlos Agüero son libros que dan cuenta de las experiencias de heroísmo, sufrimiento y duelo de peruanos que afrontaron el duro trance de padecer un daño inmerecido y que sin embargo no han perdido la fe en la construcción de una sociedad más justa. Alcanzar esta sociedad reconciliada exige el cuidado de la memoria. Se trata de obras que ponen de manifiesto la posibilidad de examinar y poner en marcha la dimensión interpersonal del proyecto de reconciliación nacional. Estos trabajos dejan constancia de que, más allá de la crudeza de la violencia y la indolencia imperante en aquel período de nuestra historia, no debemos sofocar nuestro compromiso con el destino de nuestros compatriotas más vulnerables.
La memoria construye un relato que es inseparable del testimonio de un sujeto o de un grupo de sujetos. Hace explícita una experiencia y ofrece una interpretación de la misma. La memoria puede contrastarse con los testimonios de otras personas, y puede asimismo contrastarse con los propios acontecimientos. En la cultura de los derechos humanos el ejercicio de la memoria constituye un recurso crucial para esclarecer los procesos de violencia y diseñar políticas de contención y prevención del daño social. Los libros de Primo Levi, que narraban su reclusión en Auschwitz, son una poderosa contribución a la denuncia de los crímenes nazis durante el Holocausto[2]. Precisamente Levi decidió escribir sobre sus terribles vivencias en el Lager para que otros tengan noticia de que la Shoah realmente tuvo lugar. Rememoró las situaciones que él y sus compañeros enfrentaron para que ellas no se repitan jamás. Testimonios como el suyo han sido cruciales para la configuración de un sistema de instituciones, prácticas sociales e ideas edificadas alrededor de la defensa de los derechos humanos.
La historia construye también un relato que echa luces sobre fenómenos que constituyen parte de la trama de los asuntos humanos en el tiempo, pero se trata de una narración cuya validez tiene pretensiones de objetividad científica. La historia describe acontecimientos y procesos en la vida de sociedades puntuales, pero la narración que la constituye procura tomar distancia frente a la voz personal de los actores mismos. En el quehacer del historiador la memoria es una disciplina auxiliar; se recurre al testimonio para nutrir la descripción y la explicación de los hechos históricos. El historiador aspira así a que su voz sea tenue, dado que su relato procura ser “neutral” e incluso “impersonal”, para que los fenómenos “hablen” por sí mismos. Por supuesto, se trata de una aspiración, propia de los esquemas del modelo positivista de ciencia social; en una perspectiva epistemológica, está claro que la pretensión de construir un lenguaje de descripción neutral de los hechos constituye una vana ilusión. Siempre estamos instalados en el desarrollo y la crítica de interpretaciones. No debe confundirse jamás la construcción racional de una interpretación con la emisión de una mera “opinión”; en el debate público en torno al relato consistente de nuestra historia las interpretaciones más sólidas son aquellas que se fundan en la evidencia y en buenos argumentos.
Quienes están involucrados en proyectos de justicia transicional –como los investigadores de la CVR– están convencidos de que una historia fidedigna y aleccionadora debe nutrirse del trabajo de la memoria. La tensión entre ambas define y nutre el juicio que podamos forjarnos sobre el desarrollo de nuestra vida colectiva. Como se ha dicho, la historia no tiene solamente un propósito cognoscitivo, tiene asimismo un fin ético y político que pretende ofrecerle una suerte de orientación. Se trata de que podamos construir una sociedad de ciudadanos libres e iguales, conforme a la idea misma de res publica. No obstante, esta tarea exige acercarnos al predicamento de quienes padecen exclusión y violencia en cualquiera de sus formas. La memoria hace posible esta clase de aproximación a la situación de quien sufre injustamente. La historia requiere de la rememoración crítica de la que hablamos. Solo desde esta mirada los ciudadanos podemos plantearnos la necesidad de desarrollar políticas de inclusión política y socioeconómica.
El ejercicio de la memoria y la organización de la historia apuntan a la construcción de una ética cívica. Los peruanos queremos educar a nuestros ciudadanos en la capacidad de deliberar en público para tomar decisiones compatibles con el bien común y con las exigencias de la justicia. Queremos asimismo sentar las bases de una esfera pública en la que podamos discutir sobre qué acontecimientos y procesos pueden ser incorporados consistentemente en el relato de nuestra historia sobre la base de la memoria de aquellas situaciones que no debemos olvidar ni podemos repetir en el futuro. La historia y la memoria ofrecen materiales –experiencias e interpretaciones– para la reflexión de los ciudadanos y el discernimiento comunitario. Esta clase de trabajo permite examinar una serie de creencias y convicciones que constituye las bases de una sociedad genuinamente democrática.
[1] Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012 p. 33.
[2]Levi, Primo Si esto es un hombre Barcelona, Nuchnik Editores 2002.
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